De las emociones que los humanos experimentamos, puede que ninguna haya despertado en nosotros mayor fascinación que el miedo. Leemos novelas de miedo, disfrutamos de películas que nos provocan miedo y nos apuntamos encantados a experiencias que tienen el miedo como principal atractivo. ¿Por qué el miedo resulta tan fascinante cuando es una emoción que no deberíamos desear? ¿Qué misterio oculta? ¿Lo necesitamos? ¿Por qué?
Antes de nada, hemos de sumergirnos en el maravilloso mundo de las emociones humanas, y más concretamente en esa categoría que serían las emociones “malsanas”: la angustia, la timidez, la inquietud, el terror, la vulnerabilidad, etc., un conjunto muy bien relacionado entre sí, hasta el punto de que llegamos a veces a confundirlas o curar unas con tratamientos para resolver otras.
A pesar de que parezca que el funcionamiento de las emociones es lógico y básico, no es tal. Se trata de fenómenos muchos más complejos de lo que podríamos pensar. Por ejemplo, por nuestra condición, los seres humanos tendemos a pensar de un modo lineal, atribuyendo a una causa un determinado efecto. Algo que, sin embargo, no siempre se cumple en el caso de las emociones, que parecen tener su propia causalidad –por ejemplo: ¿nos gusta algo porque es bonito, o algo nos parece bonito porque nos gusta?–, lo que nos impide establecer unas reglas concretas y comprenderlas adecuadamente.
Estrés, ansiedad, pánico…: parecidos, pero no iguales
Habida cuenta del terreno resbaladizo en que nos encontramos, lo mejor será observar detenidamente las emociones a analizar, para precisar qué es cada cosa y hacia dónde vamos. En Anatomía del miedo, el filósofo y pedagogo español José Antonio Marina hace una buena distinción de algunas de las emociones que más confusión nos causan. Por ejemplo, el estrés. Hoy por hoy, este término es casi una palabra comodín que se usa para describir muchos sentimientos, la mayoría de los cuales no son lo que la palabra describe. Pero ¿qué es el estrés? «La situación que vive un individuo cuando se siente amenazado o desbordado por las demandas del ambiente que le rodea y que exceden sus recursos para afrontarlas». Esto nos lleva a que colapsemos, y con ello, a que nos resintamos por dicha sobrecarga. Es decir, ante acontecimientos que nos exigen un esfuerzo que, como decimos comúnmente, “nos supera”, sentimos emociones negativas por nuestra incapacidad para controlar esa situación. Eso es estrés.
Pensemos, por otro lado, en lo que llamamos inquietud. Todos la hemos sentido y, precisamente por eso, sabemos que podemos experimentarla de diferentes maneras. No es lo mismo la inquietud que sentimos ante una primera cita con alguien que deseamos que la inquietud que padecemos ante una pelea. En el primer caso, podríamos hablar de “excitación”, mientras que en el segundo estaríamos hablando de “ansiedad”.
Las emociones nos hablan, son el radar que guía nuestra vida
Del mismo modo, de esta última tenemos diferentes versiones que se denominan de distinta manera. Por ejemplo, la ansiedad que sentimos sin una causa conocida es lo que conocemos como “angustia». Así, podemos detectar correspondencias lingüísticas y posibles fallos. En los denominados ataques de pánico, la emoción que sentimos no es el pánico per se, sino la citada angustia, puesto que en ellos el sujeto no sabe la razón por la que siente ese miedo paralizante y recurrente que le lleva a obsesionarse con la anticipación de las amenazas y ser incapaz de controlar la situación o dominarla. En cambio, si conocemos la causa que nos provoca esa ansiedad, no llamamos angustia a nuestra emoción, sino miedo. Y es así como llegamos a la emoción que nos interesa aquí, el miedo: la ansiedad provocada por la anticipación de un peligro conocido.
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