Pocas escenas de mayor heroísmo filosófico existen en la historia del pensamiento como la de Hannah Arendt asistiendo a los Juicios de Núremberg, luego de haber sobrevivido a un campo de concentración. Su libro Eichmann en Jerusalén es un invaluable testimonio que ha inspirado a todas las luchas contra los crímenes contra la humanidad del mundo. No se trata de un libro de filosofía; es, como su subtítulo lo indica, el estudio de un fenómeno que describe como «banalidad del mal», uno de sus más célebres conceptos.
Hannah Arendt estudia allí las causas que propiciaron el Holocausto, el papel equívoco que desempeñaron los consejos judíos, los Judenräte y la colaboración o la resistencia en la aplicación de la Solución Final por parte de algunas naciones. Más allá del informe detallado del juicio, el texto expone y problematiza una serie de cuestiones filosóficas, como la relación entre el poder y la violencia, y las diferencias entre la legalidad y la justicia, que aún hoy resultan abiertas.
Eichmann: del hombre común al burócrata del horror
En el juicio a Eichmann se ha cometido un grave error según Arendt: juzgarlo solamente en tanto exterminador de un grupo social étnico, los judíos. En realidad, los crímenes de Eichmann deberían haberse considerado crímenes contra toda la humanidad, por haber sido uno de los principales responsables del diseño de toda una maquinaria de exterminio de la humanidad —que constituye en sí y desde entonces una amenaza universal—.
Vale la pena reparar en el impresionante retrato que hace de él, antes de ser juzgado:
«La justicia dio importancia únicamente a aquel hombre que se encontraba en la cabina de cristal especialmente construida para protegerle, a aquel hombre de estatura media, delgado, de mediana edad, algo calvo, con dientes irregulares, y corto de vista, que a lo largo del juicio mantuvo la cabeza, torcido el cuello seco y nervudo, orientada hacia el tribunal (ni una sola vez dirigió la vista al público), y se esforzó tenazmente en conservar el dominio de sí mismo, lo cual consiguió casi siempre, pese a que su impasibilidad quedaba alterada por un tic nervioso de los labios, adquirido posiblemente mucho antes de que se iniciara el juicio».
En el juicio a Eichmann, dice Arendt, se cometió un grave error: juzgarlo solamente en tanto exterminador de los judíos. Sus crímenes deberían haberse considerado crímenes contra la humanidad por haber sido uno de los principales responsables del diseño de toda una maquinaria de exterminio
Ahora bien, como decíamos, Arendt está inconforme con el juicio porque su objeto fue «la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán, ni tampoco la humanidad, ni siquiera el antisemitismo o el racismo», determina.
Juzgarlo de esa manera es lo que hubiese correspondido, según Arendt, además de por esto, también para que esta condena pueda estar a la altura —si bien es imposible— de enjuiciar a una fuerza tan poderosa como el nazismo, que se había alzado como un pueblo no solo superior, sino que habría de guiar el destino de la humanidad toda. Pero no existía algo así como los crímenes contra la humanidad en los tiempos de Arendt.
De hecho, su intervención quizás sea en parte la responsable de que esa categoría legal ahora sí exista; mediante la cual, como ocurrió en mi país, Argentina (donde precisamente Eichmann fue descubierto y luego trasladado a Jerusalén), hayamos podido juzgar a nuestros genocidas.
Deja un comentario