Hace más de tres décadas que murió, un 14 de abril de 1986, pero el pensamiento de Simone de Beauvoir sigue vivo y grita en las voces de las herederas que no quiso tener. Este es un repaso por los hallazgos que su radical forma de vivir y de pensar descubrieron al mundo.
Por Pilar G. Rodríguez
Pido perdón por empezar a escribir este texto periodístico sobre Simone de Beauvoir en la primera persona que detesto para estos casos. Hay dos motivos. Uno es un buen arranque que, lástima, exige la primera persona: se trata de una anécdota personal. El otro es un argumento en mi descargo: el existencialismo es y será siempre y para siempre una filosofía de uno y de la actitud de ese uno frente al mundo, y de su compromiso y de su manera de decir y hacer la verdad y de todo lo demás, pero empezando (y casi acabando) siempre por uno.
Pues bien, esa una que soy tiene por casa una postal antigua que traje de algún viaje de juventud a París, colocada delante de algunos lomos de libros. Muestra a una pareja de ancianos sonrientes de aspecto cordial: “¿Son tus abuelos, mamá?”, me preguntó hace años ya mi hija mayor. Me vino una carcajada que me impidió responder: eran Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Tampoco hubiera sabido qué responderle. Obviamente no son mis abuelos –y me alegré por ello, pensando librarme así de alguna probable explicación futura sobre cómo era eso de que lo de los “abuelos” tenían amores necesarios y no contingentes–, pero tampoco estaba tan segura de no compartir cierto aire de familia con esos dos cuyas obras he leído y disfrutado, cuyas ideas he asimilado en cierto modo, en cuyo pensamiento me he educado y cuya lucha he aprendido y, en ocasiones, hasta compartido. Fin del apartado en primera persona.
Hijas de Beauvoir, nietas ¿de quién?
Pero siguiendo con las extrañas relaciones de parentesco, a finales de los 80 Women’s Press publicaba un libro no traducido al español titulado Daughters of de Beauvoir. Era una recopilación de testimonios de mujeres, que tras haber leído El segundo sexo, el libro mítico de Simone de Beauvoir, o alguna de sus obras autobiográficas, habían cambiado radicalmente de vida. Mujeres como Angie Pegg, que colgó los trapos con los que mantenía limpia su casa y se inscribió en la universidad de Filosofía; o Kate Millett, que, tras pensar que Beauvoir era exactamente lo que a ella le gustaría ser, se lanzó a la acción y acabó convirtiéndose en una de las autoras clave del feminismo norteamericano.
Para numerosas mujeres, la lectura de El segundo sexo supuso un cambio radical de vida, de sus propias vidas, como mandaba el existencialismo. El libro Hijas de Beauvoir recogía, a finales de los 80, algunos de sus testimonios
El pasado 8 de marzo, multitud de mujeres –de mujeres muy jóvenes muchas de ellas– recorrían las calles y gritaban consignas combativas y festivas a la búsqueda de la igualdad real y total. Tanto aquellos eslóganes como, en otro tono, la conocida frase: “No se nace mujer: se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico, económico, define la imagen que reviste en el seno de la sociedad la hembra humana; el conjunto de la civilización elabora este producto intermedio entre el macho y el castrado que se suele calificar de femenino”, pertenecen ya sea de forma explícita o no al imaginario de El segundo sexo. Seguro que muchas de aquellas mujeres que se manifestaban, esas otras hijas, nietas y bisnietas de Beauvoir, conocen el libro y a su autora, pero seguro también que muchas de ellas –y en especial las más jóvenes– no saben ni de su existencia ni de la del libro y sin embargo recorren las calles, asisten a manifestaciones y a cursos o a reuniones que le dan vueltas a eso que llaman ser mujer, intentando dilucidar si una mujer nace o se hace: ese es el principal logro de Beauvoir, que se hable de ella, de su lucha y su análisis sin saber que existió. Sus ideas han prendido, se han asimilado, se pelean aunque la persona que había detrás de ellas se haya extinguido y sea, para muchos, desconocida.
Qué gran triunfo para aquella que tuvo que soportar todo tipo de insultos y burlas tras la publicación de su capital ensayo. Un libro que debería haber sido elevado al panteón junto con los de Darwin, Marx o Freud. Como explica Sarah Bakewell en su libro En el café de los existencialistas, publicado por Ariel, “El segundo sexo podría haberse establecido en el canon como una de las mayores reevaluaciones culturales de los tiempos modernos, un libro para colocar junto a las obras de Charles Darwin (que resituó a los humanos en relación con otros animales), Karl Marx (que resituó la alta cultura con relación a la economía) y Sigmund Freud (que resituó la mente consciente en relación con lo inconsciente). Beauvoir evaluó las vidas humanas de nuevo demostrando que somos seres profundamente marcados por el género. Resituó a los hombres con relación a las mujeres. Como los libros citados, El segundo sexo exponía mitos. Como los demás, sus argumentos eran controvertidos y abiertos a críticas (…) sin embargo, jamás fue elevado al panteón. ¿Es acaso una prueba más de sexismo?”.
“El segundo sexo es mío”
Curiosamente, para ella el sexismo, más que un problema, fue una realidad, una realidad apenas inquietante desde un punto de vista personal: “Yo no había experimentado nunca ningún sentimiento de inferioridad por el hecho de ser mujer. Mi feminidad no era un problema para mí. Simplemente tuve una especie de revelación: el mundo era un mundo masculino. Mi infancia había sido forjada por hombres y quizás reaccioné de modo diferente a si hubiera sido un muchacho. Así que, con esa idea fascinante, dejé todo lo que tenía entre manos para centrarme en el problema femenino”.
El problema femenino era bien gordo; básicamente era que la mujer no existía como ser independiente de su función reproductiva. El hombre era lo que existía, lo positivo, lo uno; la mujer era lo otro, lo por defecto, lo que no existía. Sobre ese vacío se habían vertido diferentes valores culturales que habían creado algo artificial y artificioso. Pues bien, la tesis de El segundo sexo era que había que iniciar el rescate de aquella mujer originaria y emprender un proceso de reconstrucción en clave de igualdad y de compatibilidad. La mujer debía dejar de ser lo otro y empezar a ser tratada como también lo uno, lo mismo que el varón.
Una de las formas de atacar la genuina reflexión de Beauvoir y El segundo sexo fue decir que las ideas provenían de Sartre, concretamente, de El ser y la nada, que ella había citado entre sus influencias. Quizá sólo una cosa compartieron Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre más efusivamente que sus amores: su trabajo. Él la admiraba por su capacidad, lo que le llevó a darle el nombre de Castor, haciendo un juego de palabras entre su apellido y el del nombre de este animal en inglés: “beaver”. La conoció en la universidad leyendo, estudiando, escribiendo, siempre con la cabeza inclinada “royendo” libros, y quiso compartir con ella, además de su vida, sus ideas, sus inquietudes intelectuales y políticas, conversaciones, conferencias, diálogos… De ese intercambio resultaron las obras de una y de otro, con sus matices, sus identidades y sus diferencias. Por si había que despejar dudas, en una entrevista a finales de los 70 Beauvoir reivindicaba enérgica la originalidad de su obra: “¡Fui yo quien pensé todo eso! ¡No fue Sartre en absoluto!».
Quizá sólo una cosa compartieron Simone de Beauvoir y Jean Paul Sartre más efusivamente que sus amores: su trabajo
Inventando el poliamor
Simone de Beauvoir era la mujer menos sospechosa de necesitar cualquier tipo de asistencia o consejo de los hombres (tampoco de las mujeres). Era la más independiente, la que transitó siempre sus caminos con sus normas y sus formas, la que se equivocó porque decidió, la que por la misma causa acertó: ella era la libérrima. ¿Cómo iba a aceptar las condiciones de un matrimonio burgués? ¿No habían decidido plantar cara a las convenciones ya fueran vitales, religiosas, sociales…? La sombra de esta unión planeó un momento sobre la extraña pareja que eran Sartre y Beauvoir, pero ambos se la sacudieron con verbo y gracia: sus amores serían siempre los principales, los necesarios; los demás serían contingentes, prescindibles, seguramente temporales y además los pondrían en conocimiento de la otra parte. Beauvoir tuvo relaciones con mujeres y hombres. Entre estos, las que la unieron al escritor estadounidense Nelson Algren y al periodista y director de cine Claude Lanzmann serían las más estables o duraderas. Curiosamente, solían ser los “terceros”, los compañeros o compañeras de Sartre o Beauvoir quienes tenían problemas (problemas quiere decir celos), con quienes habían firmado el pacto si no de fidelidad al uso, sí de lealtad.
Y es que –información útil para aquellos que, deslumbrados por el poliamor, empiezan a verle las fallas– el pacto funcionó y funcionó hasta el final: Beauvoir estuvo ahí siempre contemplando las miserias de la vejez, de toda vejez, encarnadas en la piel de quien fue su compañero de vida. Estaba ahí cuando murió y en su entierro colosal. Hizo de este periodo, como lo había hecho durante toda su vida, un tiempo de análisis y autoanálisis muchas veces, que plasmó en libros como La vejez o La ceremonia del adiós. No era algo nuevo para ella, acostumbrada al autoexamen desde la década de los 50 cuando publicó Memorias de una joven de buena familia (o Memorias de una joven formal), donde comenzó a revisarse en vista de que las protagonistas de las novelas que había escrito o que podía escribir nunca podrían soñar tener una vida tan intensa y rica como la que ella estaba viviendo.
Realidad, ficción y la primera autoficción
Beauvoir llegó al ensayo y a la autobiografía después de transitar los caminos de la literatura. Quizá fuera su vía de escape de una familia tradicional, derechista y católica en la que había nacido. Al crecer, todo aquel ambiente se fue enrareciendo según la economía familiar se echaba a perder. Entonces los libros siguieron siendo un refugio para huir de las peleas, conflictos, ocultaciones o gritos que había al otro lado de la pared. Quizá de esa época también algunas convicciones como la de huir siempre de un matrimonio convencional y de cualquier convención en general.
Su primera novela fue La invitada, de 1943, donde al tiempo que narraba las aventuras amorosas de un trío, exponía sus teorías existencialistas sobre la libertad, la acción y la responsabilidad. Si en la anécdota argumental Beauvoir era reconocible junto con los otros personajes, las ideas expuestas también eran las de la autora. En los siguientes años cultiva tanto la ficción como el ensayo. Si su mayor hito en este terreno había sido El segundo sexo, su mayor logro literario llegó con Los mandarines, en 1954, que ganó el premio Goncourt. En esta obra, la acción tiene lugar después de la Segunda Guerra Mundial y gira alrededor de una pareja de intelectuales. No faltan amantes y también hay un periódico que desempeña un papel central… De nuevo en su escritura la ficción y la realidad cohabitan en una mezcla que finalmente se inclinó del lado del yo. En las últimas décadas de su vida, sin dejar completamente de lado la novela y el ensayo más puro, se volcó con la autobiografía. Dados sus antecedentes novelescos y su capacidad de anticipación, ¿no debería contarse entre las creadoras o pioneras de lo que hoy se conoce como autoficción? Ella siempre fue el material principal de su obra hasta el punto de no saber qué fue primero. Lo explica como nadie en Memorias de una joven formal en una frase reveladora: “Mi vida sería una hermosa historia que se volvería verdadera a medida que yo me la fuera contando”.
¿No debería contarse entre las creadoras o pioneras de lo que hoy se conoce como autoficción a quien escribió frases como esta? «Mi vida sería una hermosa historia que se volvería verdadera a medida que yo me la fuera contando”
En cualquier caso –género, mejor dicho–, nunca abandonó la escritura y la escritura tampoco pareció abandonarla. Y aparte de escribir como un “castor”, tuvo tiempo para viajar, amar, coleccionar… Ella, a lo suyo, “a las cosas”, como postulaba el lema existencialista, mientras, los otros (muchos) hablaban de ella. “De mí se han forjado dos imágenes –concluía–: una excéntrica de costumbres disolutas o bien una especie de institutriz, con zapatos chatos y pelo lacio, que pasa su existencia ante su mesa de trabajo. Se trata de presentarme como una anormal, pero la verdad es que soy un escritor, alguien para quien la existencia esta dirigida por la escritura… ¿Mi vida ha sido por eso sólo ascética y cerebral? ¡Dios me guarde! No tengo la impresión de que mis contemporáneos se diviertan mucho más que yo ni que su experiencia sea más vasta. En todo caso, no envidio a nadie. Desde mi juventud, la opinión de los demás me ha importado un rábano. Conservo enemigos, lo contrario me inquietaría, pero he ganado un público que me cree cuando le hablo…”. No sólo un público que la cree, sino que más de tres décadas después de su muerte, sea consciente o no, jalea su pensamiento y lo grita y lo pasea por la calle transformado en consignas y eslóganes. “Que nada nos limite. Que nada nos defina. Que nada nos sujete. Que la libertad sea nuestra propia sustancia”. Ya queda menos que cuando la libérrima lo escribió.
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