Judía, revolucionaria, mística, heterodoxa, apasionada, radical…, la filósofa francesa Simone Weil estuvo siempre al lado de los más desfavorecidos: en las fábricas, en las huelgas, en las guerras, en el exilio, en la adversidad y hasta en la muerte. El 3 de febrero se cumplen 110 años de su nacimiento.
Por Gabriel Arnaiz, profesor de filosofía
Tal vez pensemos que las vidas de los filósofos y de los santos no tienen nada en común. Es decir, que un filósofo no pueda llevar la vida de un santo o que un santo no pueda ser a su vez un filósofo. Pues estamos equivocados. La historia nos enseña que en la Edad Media hubo varios filósofos que fueron también santos, como San Agustín, San Anselmo y Santo Tomás, y en la Edad Moderna tenemos el caso de Tomás Moro. Pero ¿hay algún filósofo de nuestra época que haya sido un santo? Si pensamos que no, estaremos nuevamente equivocados.
En 1998, Juan Pablo II canonizó a Edith Stein, una filósofa que había sido discípula de Husserl antes de ordenarse monja, y la convirtió en Santa Teresa Benedicta de la Cruz. Era la primera vez en la historia que un judío alcanzaba el estatus de santo. ¿Por qué no podría suceder lo mismo con Simone Weil? Muchas personas consideran que su vida fue digna de una santa y, aunque nunca llegó a bautizarse, merece este título tanto o más que Stein. Otros no necesitan que ningún papa les certifique lo que ellos ya saben: que nos encontramos ante una de las grandes místicas de la modernidad, a la altura de Teresa de Ávila o Juana Inés de la Cruz. Pero una mística que hace tambalear nuestras concepciones habituales de la santidad con sus revolucionarias afirmaciones.
Como cuando afirma en la Carta a un religioso que su vocación «es ser cristiana fuera de la iglesia». O cuando escribe en uno de sus Cuadernos que «no creer en Dios, sino amar siempre el universo como se ama una patria, aun desde la angustia del sufrimiento; ese es el camino de la fe por la vía del ateísmo». O incluso cuando dice que «de dos hombres sin experiencia de Dios, aquel que le niega es quizás el que está más cerca de él». ¿Cómo podríamos considerar santa a alguien que defiende estas ideas? Además, Weil fue muy crítica con la Iglesia católica. Por ejemplo, en La gravedad y la gracia podemos leer que «la Iglesia ha sido un gran animal totalitario» y que ha sido «la iniciadora de la manipulación de toda la historia de la humanidad con fines apologéticos». Y en sus Escritos históricos y políticos escribió lo siguiente: «Yo no soy católica, aunque nada católico, nada cristiano me haya parecido nunca ajeno. A veces me he dicho que si se fijara a las puertas de las iglesias un cartel diciendo que se prohíbe la entrada a cualquiera que disfrute de una renta superior a tal o cual suma, poco elevada, yo me convertiría inmediatamente».
«Yo no soy católica, aunque nada católico, nada cristiano me haya parecido nunca ajeno». Simone Weil
Su decisión de no pertenecer oficialmente a la Iglesia católica estaba motivada por su deseo de no separarse del destino de los desdichados: «No puedo dejar de preguntarme si no querrá Dios que existan hombres y mujeres que, entregados a Él y a Cristo, permanezcan, sin embargo, fuera de la Iglesia. En todo caso, cuando me imagino concretamente y como algo que podría estar próximo el acto por el cual entraría en la Iglesia, ningún pensamiento me apena más que el de separarme de la masa inmensa y desdichada de los no creyentes», escribe en A la espera de Dios, su autobiografía espiritual y uno de sus libros más vendidos. Es como si Weil quisiera estar a la vez dentro y fuera de la iglesia, como si quisiese conciliar su vocación filosófica, su pasión por la verdad, con su hambre de Dios, pero no pudiera hacerlo. En su biografía se condensa el típico conflicto entre la fe y la razón que tanto atormentaron a otros pensadores similares, como Agustín, Pascal, Kierkegaard, Unamuno o Wittgenstein.
¿Quién fue Simone Weil?
Pero ¿quién fue Simone Weil? ¿Qué tiene de particular su vida como para que muchos la tilden de mística y de santa? Veamos algunos de los episodios más significativos. Simone Weil nació en París el 3 de febrero de 1909, en una familia burguesa de judíos agnósticos. Su padre fue un médico destacado y su hermano André, dos años mayor que ella, llegaría a ser uno de los matemáticos más importantes de su generación. Dotada de una inteligencia excepcional, a los catorce años sufre una crisis espiritual que la «hace pensar seriamente en morir» al comparar sus dotes intelectuales con las de su hermano, un genio precoz. A los 19 entra en la Escuela Normal Superior, una de las universidades más prestigiosas de Francia, y con apenas 22 años obtendrá una plaza de profesora de instituto.
Quien mejor ha descrito a la joven Weil de aquellos años ha sido otra filósofa insigne, Simone de Beauvoir, que fue una de sus compañeras de estudios. Así lo cuenta en sus memorias: «Una gran hambruna acababa de asolar China. Me contaron que cuando lo supo se puso a llorar. Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dotes como filósofa. Yo envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero. Un día logré acercarme a ella. No recuerdo cómo comenzó la conversación; afirmó de manera tajante que solo había una cosa importante: hacer una revolución capaz de saciar el hambre de todos los hombres. Yo contesté que el problema no consistía en la lucha por la felicidad de los hombres, sino en dar sentido a su existencia. Entonces me miró y contestó tajantemente: ‘Se nota que usted nunca ha pasado hambre’. Nuestra relación acabó allí. Me percaté de que me había catalogado como una pequeña burguesa espiritualista».
«Una gran hambruna acababa de asolar China. (…) cuando lo supo se puso a llorar. Estas lágrimas motivaron mi respeto, mucho más que sus dotes como filósofa. Yo envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero». Simone de Beauvoir sobre Weil
«La virgen roja»: del lado de los perdedores
Es por aquel entonces cuando Weil se implica en el movimiento anarcosindicalista, cuando apoya a los obreros en paro y la prensa de derechas comienza a llamarla «la virgen roja». A los 25 años decide trabajar durante un par de años en diversas fábricas, experiencia que le marcará profundamente el resto de su vida. «En la fábrica, confundida a los ojos de todos, incluso a mis propios ojos, con la masa anónima, la desdicha de los otros entró en mi carne y en mi alma», escribirá más tarde. Desde entonces, siempre se consideró como una esclava.
A raíz de esta experiencia escribirá uno de sus textos más emblemáticos, La condición obrera, que, junto con Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión, refleja muy bien sus preocupaciones de aquellos años. Hasta entonces, ningún intelectual de izquierdas había intentado comprender desde dentro cómo vivía un obrero su día a día, experimentar su alienación cotidiana, su cansancio extremo, su humillación, sus angustias. Se adelantó así varias décadas al movimiento de los curas obreros y al de los teólogos de la liberación.
Fue la primera en darse cuenta de que Marx se había quedado corto en sus análisis, que la opresión se encuentra en la propia estructura del sistema industrial, la que determina la división entre trabajo manual y intelectual, tal como sostiene Emilia Bea en el libro Simone Weil: la conciencia del dolor y de la belleza. Su descripción de esta nueva forma de opresión se parece mucho a lo que Hanna Arendt denominará después «dictadura de lo impersonal». En este sentido, Weil se anticipa, una vez más, a las críticas a los totalitarismos de los años 50 y 60. Por eso Camus llegó a escribir que «desde Marx el pensamiento político y social no había producido en Occidente nada más penetrante y profético».
Cuando estalló la Guerra Civil en España, se alistó como voluntaria en el bando republicano y formó parte de la columna de Durruti. Al descubrir que los milicianos hablaban sin darle importancia de cómo habían matado a este sacerdote o a aquel fascista, tuvo «el sentimiento de que, cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto una categoría de seres humanos fuera de aquellos cuya vida tiene un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar… Hay ahí una incitación, una ebriedad a la que es imposible resistirse sin una fuerza de ánimo que me parece excepcional, puesto que no la he encontrado en ninguna parte».
«Desde Marx el pensamiento político y social no había producido en Occidente nada más penetrante y profético». Camus sobre Weil
A finales de los años 30 tiene tres experiencias místicas que serán determinantes en su evolución intelectual. La primera le sobreviene al contemplar una romería en Portugal de una tristeza desgarradora: «Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo entre ellos». La segunda le sucede en Asís, en la pequeña capilla románica del de Santa María de los Ángeles, cuando «algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas». Y la tercera tiene lugar en la abadía benedictina de Solesmes, cuando sintió, mientras recitaba interiormente un poema a modo de oración, que «Cristo mismo descendió y me tomó».
Últimos sacrificios
En los años 40 se exilia en Marsella, donde traba amistad con el filósofo católico Gustave Thibon, el sacerdote dominico Joseph-Marie Perrin y el poeta Joël Bousquet, con quien compartirá alguna de sus más conmovedoras reflexiones: «Felices aquellos para quienes la desdicha incrustada en la carne es la desdicha del propio mundo en su época, pues tienen la posibilidad y la función de conocer en su verdad, de contemplar en su verdad, la desdicha del mundo. Esa es la función redentora». Será también por esos años cuando se escriba con Antonio Artarés, un anarquista español encarcelado por Franco, a quien no llegará a conocer personalmente. Son cartas de una delicadeza y sensibilidad suprema que recientemente se han publicado en Simone Weil: la amistad pura.
El exilio continuará en Nueva York y en Londres, donde morirá el 24 de agosto de 1943, con apenas 34 años, aquejada de una tuberculosis que se agravó por su negativa a comer más alimentos de los que ingerían quienes luchaban en el frente en ese momento. A pesar de su juventud, dejó una obra inmensa sin publicar (se prevé que sus obras completas alcancen los 17 volúmenes) que poco a poco se ha ido conociendo. Quién sabe, quizás Simone Weil sea el próximo filósofo que se convierta en santo: el primer santo no católico. Y así se instaure con ella una nueva santidad que esté a la altura de nuestro tiempo. Ya lo dijo ella misma: «Hoy, ni siquiera ser santo significa nada; es precisa la santidad que el momento presente exige, una santidad nueva, también sin precedentes».
Con el corazón en un puño
- «La compasión es la forma más rara y más pura de generosidad».
- «La desdicha encierra la verdad de nuestra condición».
- «El espíritu de justicia no es más que la flor suprema y perfecta de la locura de amor».
- «En la fábrica recibí para siempre la marca de la esclavitud».
- «Al ponerse ante una máquina [en la fábrica], hay que matar el alma durante ocho horas al día, el pensamiento, los sentimientos, todo».
- «Un ser que tenga el corazón en su sitio debe llorar lágrimas de sangre si se encuentra metido en este engranaje [de la fábrica]».
- «Nada es más difícil de conocer que la desgracia; siempre es un misterio».
- «Nada paraliza más el pensamiento que el sentimiento de inferioridad impuesto necesariamente por los golpes cotidianos de la pobreza, de la subordinación, de la dependencia».
- «Una sola cosa hace soportable la monotonía, y es una luz de eternidad, es la belleza».
- «El pueblo tiene tanta necesidad de poesía como de pan. No de la poesía encerrada en palabras; esa, por sí misma, no puede serle de ninguna utilidad. Tiene la necesidad de que la propia sustancia de su vida sea poesía».
- «La esperanza de revolución es siempre un estupefaciente».
- «En cada hombre hay algo sagrado».
- «La necesidad de verdad es la más sagrada de todas».
- «Todo esfuerzo del pensamiento consiste en pensar la experiencia».
- «El único obstáculo para la idolatría del totalitarismo consiste en una vida espiritual auténtica».
- «El arraigo es la necesidad más importantes e ignorada del alma humana».
- «Preferiría morir a vivir sin la verdad».
- «Los locos son los únicos personajes que dicen la verdad».
- «La política me parece una broma siniestra».
- «Para mí, personalmente, esto es lo que ha significado trabajar en la fábrica. Ha significado que todas las razones exteriores (antes las creía interiores) en las que para mí se basaba el sentimiento de mi dignidad, el respeto hacia mí misma, en dos o tres semanas han sido quebradas radicalmente bajo el golpe de una opresión brutal y cotidiana. Y no te creas que esto ha producido en mí movimientos de rebeldía. No, al contrario, la cosa que menos esperaba en el mundo de mí misma: la docilidad. Una docilidad de bestia de carga resignada. Me parecía que había nacido para aguardar, para recibir, para ejecutar órdenes; como si nunca hubiese hecho otra cosa, como si nunca hubiera de hacer otra cosa. No estoy orgullosa de confesar esto. Es el tipo de sufrimiento del que ningún obrero habla: duele hasta pensar en ello. Cuando la enfermedad me obligó a parar, tomé plena conciencia de la humillación en la que caía […]. Esta situación hace que el pensamiento se encoja, se retraiga, lo mismo que la carne se retrae ante un bisturí. No se puede estar ‘consciente'». Simone Weil, La condición obrera.
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