Por la mañana temprano, incluso algunos días al alba, tomo mi café con El banquete abierto al azar. Este ejercicio resulta estimulante. En las páginas de Platón encontramos siempre algo nuevo que estaba ahí, a cielo abierto, pero no habíamos visto en anteriores lecturas. Releer es leer desde cero cada vez, como si hubiéramos entrado en una especie de amnesia filosófica y de repente recuperáramos la memoria.
La memoria está hecha de muchos agujeros. Leteo, el río del olvido, nos llega hasta el cuello. A punto de sucumbir bajo sus aguas, levantamos la mirada al horizonte y salimos adelante. Dice Harald Weinrich en su maravilloso ensayo sobre el olvido:
«Leteo es ante todo el nombre de un río del infierno que otorga el olvido a las almas de los muertos. En esa imagen y en ese mundo de imágenes, el olvido se sumerge por completo en el elemento líquido agua. Hay un sentido profundo en el simbolismo de estas aguas mágicas. En su suave fluir se disuelven los duros contornos del recuerdo de la realidad, y son de esta manera liquidados».
En cierto modo el infierno es ese espacio sin identidad, sin hilo conductor, sin asociación de ideas y sobre todo sin sueños que descifrar. Un lugar que ha cancelado la memoria. Thomas Bernard habla de extinción de la memoria. El olvido extingue una idea, una persona, una experiencia. Palabra esta, extinción, que resuena en los oídos de la crisis planetaria, angustia fundamental para los habitantes de la Tierra en el presente. Pero dejemos la angustia del olvido y volvamos a la memoria.
El olvido extingue una idea, una persona, una experiencia. Palabra esta, extinción, que resuena en los oídos de la crisis planetaria, angustia fundamental para los habitantes de la Tierra en el presente
La ayuda memoria
Cuando Borges inventó el personaje de Funes el memorioso, describió una escena en vacaciones de verano del narrador en un lugar de la Argentina llamado Fray Bentos. Ahí conoció por vez primera a Ireneo Funes el memorioso. Dice Borges que, si no fuera por su primo Bernardo Haedo (¡esos míticos nombres tan propios de Borges!), no hubiera podido relatar su primer encuentro:
«Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: ¿Qué horas son, Ireneo? Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco. La voz era aguda, burlona.
Soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro».
Para recordar algo que hemos olvidado necesitamos a otro que lo recalque. En el caso de Borges, su primo actuó de ayuda memoria. En el mundo contemporáneo, hay un montón de cachivaches que sirven de ayuda memoria: los pósits de distintos tamaños y colores, los avisos del móvil y las notas del ordenador. Pero el sinnúmero de recursos tecnológicos e instrumentales no son lo mismo que «otro recordador», como el primo del narrador del cuento de Borges.
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