En la filosofía de Baruch Spinoza (1632-1677) los afectos tienen un papel fundamental para poder comprender su sistema metafísico, ético y político. Lo interesante de la comprensión spinozista de los afectos es que estos no representan meros estados subjetivos, tal y como los concebimos popularmente hoy. Es decir, en Spinoza los afectos no son situaciones internas o una especie de ánimo privado. Todo lo contrario: en la filosofía de Spinoza los afectos nos hablan de la realidad, no del sujeto.
Los tres pilares de la teoría spinoziana de los afectos son la alegría (laetitia), la tristeza (tristitia) y el deseo (cupiditas). De esta constelación, Spinoza deduce el resto de los afectos que componen el ser humano. Por eso el título de su libro más importante, y en el que más se habla y teoriza sobre los afectos: Ética demostrada según el orden geométrico. La alegría, la tristeza y el deseo son los afectos primarios a partir de los cuales se derivan todos los demás.
Metafísica de los afectos
Definición de los afectos primarios
La definición de la alegría, la tristeza y el deseo la encontramos en la tercera parte de la Ética. En el escolio de la tercera proposición XI, leemos:
«La alegría es el paso del ser humano de una menor a una mayor perfección. […] La tristeza es el paso del ser humano de una mayor a una menor perfección».
Y, sobre el deseo, en la «Definición de los afectos»:
«El deseo es la esencia misma del hombre en cuanto es concebida como determinada a hacer algo por una afección cualquiera dada en ella».

En la filosofía de Spinoza la alegría no es un estado subjetivo («yo me siento así»), sino que es la expresión de una relación con el mundo: me siento triste porque tengo una enfermedad (estado de menor perfección) y todo me duele. Lo mismo ocurre con el deseo. En Spinoza, el deseo no es sinónimo de capricho o veleidad, sino que es la esencia del ser humano entendida como actuación, es decir, los seres humanos nos movemos porque deseamos.
Esto nos diferencia del resto de entes porque la piedra es afectada (la cortas por la mitad), pero no tiene afectos que manifiesten esa afección (no experimenta tristeza por partirse a la mitad). De igual forma, la piedra no tiene movimiento interno, no tiene deseo porque no tiene movimiento interno.
Por eso decimos que un aspecto crucial de la concepción spinozista, que la distingue radicalmente de otras teorías afectivas, es su insistencia en que los afectos no son meras percepciones subjetivas, sino modificaciones reales de la potencia. Los afectos nos hablan del mundo, no son un delirio personal. Señalan un afuera, no son autorreferenciales; esto es, tienen una realidad objetiva, y no subjetiva.
Esta concepción tiene profundas implicaciones para nuestra sociedad contemporánea. Por un lado, desafía la privatización y subjetivización de los afectos predominante en la modernidad —y, especialmente, en la actual sociedad terapéutica—. Los afectos no son rencillas privadas, sino expresiones de nuestras relaciones objetivas con el mundo. De ahí que la filosofía spinozista permita entender fenómenos sociales como una política de los afectos donde las estructuras sociales modifican realmente la potencia colectiva.
Spinoza entendió los afectos no como estados subjetivos, sino como modificaciones reales de la potencia: alegría, tristeza y deseo expresan nuestras relaciones objetivas con el mundo y no simples emociones privadas
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El «conatus»
El conatus es un elemento original de la filosofía spinozista y es importante entenderlo para enmarcar correctamente su teoría de los afectos. Según aparece definido en la proposición VI de la tercera parte de la Ética: «Cada cosa, en cuanto está a su alcance, se esfuerza por perseverar en su ser». Ese esforzarse-por, ese perseverar, es lo que Spinoza llama conatus. Todas las cosas tienen conatus (la piedra tiene en su interior la inercia de ser piedra, persevera en su ser), pero el solo el ser humano tiene deseo porque el deseo es la conciencia misma del conatus, el deseo es la conciencia de nuestro movimiento para perseverar.
Visto de esta forma, el deseo es la condición de posibilidad de la tristeza y la alegría. El deseo es nuestra actuación, nuestro movimiento interno, mientras que la alegría es la experiencia de nuestro aumento de conatus, de nuestras posibilidades de actuación (y la tristeza una disminución del mismo).
Por ejemplo, queremos llegar a un examen en la universidad y, al salir de casa, llueve. Eso nos produce tristeza porque disminuye nuestro conatus: es más probable que pensemos peor y suspendamos si estamos tiritando en el aula con la ropa mojada. Entonces, vamos al autobús y apenas tenemos que esperar, y eso nos pone alegres (no solo nos mojaremos menos, sino que llegaremos antes a la universidad y podremos repasar el examen). La alegría y la tristeza son la experiencia de cómo varían nuestras potencias de actuar, es decir, nuestro conatus.
Ahora bien, es importante notar que el conatus no aumenta o disminuye. Nuestro conatus es siempre el mismo: es un esfuerzo constante de nuestro ser por permanecer en su ser. Lo que se modifica es la potencia efectiva del conatus, su capacidad de actuación en el mundo. Por eso Spinoza dice en la proposición XI de la tercera parte de la Ética que «si algo aumenta o disminuye, secunda o reduce la potencia de actuar de nuestro cuerpo, la idea de esa cosa aumenta o disminuye, secunda o reduce la potencia de pensar de nuestra mente».
El conatus, esfuerzo por perseverar en el ser, es la base del deseo en Spinoza, y este, a su vez, posibilita la alegría y la tristeza como experiencias del aumento o disminución de nuestra potencia de actuar
La relación entre deseo, alegría y tristeza
Ahora que ya hemos visto cómo se definen en la filosofía de Spinoza la alegría, la tristeza y el deseo, podemos dibujar la relación que hay entre todos ellos. El deseo, dijimos, es la expresión consciente del conatus, es decir, la esencia del ser humano en cuanto es concebida. La alegría y la tristeza, por otro lado, son las modificaciones del deseo: la alegría aumenta la potencia del deseo y la tristeza lo disminuye.
Esta prioridad causal del deseo es crucial para entender por qué Spinoza rechaza el intelectualismo moral socrático-platónico. El intelectualismo sostiene que nadie hace el mal a sabiendas y que, por tanto, el conocimiento del bien es suficiente para actuar bien. Spinoza rechaza esto porque el conocimiento meramente teórico del bien es insuficiente para generar acción. Los afectos solo pueden ser vencidos por afectos más fuertes, no por mero conocimiento abstracto («Un afecto no puede ser reprimido ni suprimido sino por un afecto contrario y más fuerte que el afecto a reprimir», proposición 7 de la cuarta parte). No vamos a dejar de fumar solo por saber que es malo para nuestra salud, necesitamos un afecto más fuerte que el deseo de fumar: miedo a la muerte, deseo de estar sano…
Otra característica importante del deseo es que es previo a los juicios de valor. Como dice Spinoza en el célebre escolio de la proposición IX (también de la tercera parte): «No deseamos algo porque lo juzgamos bueno, sino que lo juzgamos bueno porque lo deseamos».
Afectos pasivos, afectos activos
En su teoría de los afectos, Spinoza distingue entre los afectos pasivos y los afectos activos. Esto, que quizá ahora pueda parecer un poco confuso, será fundamental en los siguientes apartados para algo que todos deseamos: salir de la tristeza. Según Spinoza, los afectos pasivos (passiones) son aquellos afectos que experimentamos cuando somos causa parcial de nuestros afectos (los sentimos por causas externas, y por eso padecemos), mientras que los afectos activos son aquellos que experimentamos cuando somos nosotros la causa adecuada de nuestros afectos.
Una tesis fundamental en su teoría es que, aunque tanto la alegría como la tristeza pueden ser pasiones, solo la alegría puede ser un afecto activo. Esto tiene consecuencias importantísimas; entre ellas, que la tristeza siempre implica pasividad, pues nunca podemos ser causa adecuada de nuestra propia disminución de potencia. La tristeza siempre es un enredo con el mundo del que no sabemos salir porque no tenemos las ideas adecuadamente formadas sobre ella. La alegría, en cambio, puede ser consecuencia de nuestra agencia y de hacernos cargo de nuestra vida.
No podemos persistir en nuestra tristeza porque esto iría en contra de nuestra naturaleza más esencial, el conatus. ¿Qué nos ocurre, entonces, cuando vemos que alguien persiste en su tristeza? No es que trabaje activamente en ella, es que está atrapada en afectos contrarios más fuerte (por ejemplo, la adicción física al tabaco, el deseo de parecer a alguien interesante cuando fuma…).
En Spinoza, el deseo es anterior a todo juicio de valor y solo los afectos más fuertes pueden vencer a otros afectos; además, distingue entre afectos pasivos, causados desde fuera, y afectos activos, que nacen de nosotros, siendo la alegría el único afecto que puede ser activo
Ni siquiera nosotros sabemos lo que puede nuestro cuerpo
Conocer a través de los afectos
De toda esta teoría se deriva una consecuencia importantísima: conocemos a través del cuerpo y sus afectos. Cuando experimentamos alegría, el cuerpo nos está diciendo que el encuentro con ese otro cuerpo (ese que nos produce alegría), está aumentando nuestra potencia de actuación, está aumentando nuestras posibilidades de vida. Lo mismo ocurre con la tristeza, me avisa de que mi relación con la lluvia, por seguir con el ejemplo, disminuye mi capacidad de acción. De esta forma, conocemos el mundo y nuestra imbricación gracias a nuestros afectos (¡y precisamente porque estos no son asuntos personales!).
En la filosofía de Spinoza el cuerpo es la superficie de inscripción de los encuentros con otros cuerpos, la superficie que habla y que es afectada tras los encuentros con el mundo. En este sentido, lo que sentimos no son representaciones inadecuadas o subjetivas que deban ser superadas en pro de un conocimiento más objetivo y menos corporal: nuestros afectos son indicadores reales de nuestra potencia en relación con el mundo. Por eso dice Spinoza, en la proposición XXIII de la segunda parte de la Ética que «la mente no se conoce a sí misma sino en cuanto percibe las ideas de las afecciones del cuerpo».
¿Quiere decir esto que todo lo que sentimos es verdad? ¿Quiere decir que, cuando una persona nos dice que está agobiada, esa persona está enunciando una verdad sobre el mundo? Para nada —y quizá sea este el mayor malentendido de nuestro tiempo—. El cuerpo es la superficie de inscripción de los encuentros que tenemos con el mundo, pero no siempre nos formamos causas adecuadas sobre los afectos que tenemos. Podemos pensar que estamos muy agobiados con la llamada de nuestra madre cuando, en realidad, lo que estamos es saturadas por trabajar doce horas al día. El debate, entonces, no es si alguien se siente o no agobiado, sino si las causas que atribuye a ese agobio son las adecuadas o no.
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Ideas adecuadas, inadecuadas, tristeza y alegría
De hecho, no solo hay veces que nos formamos ideas inadecuadas sobre nuestros estados de ánimo, sino que estas inadecuadas, cuando lo son, nos producen tristeza. Este es otro punto crucial de la teoría de Spinoza. Veámoslo con un ejemplo. Un día quedo con mis amigos y uno de ellos me saluda un poco más frío. Entonces, yo pienso que esta así porque está enfadado conmigo cuando, en realidad, mi amigo está simplemente más cansado. Las ideas inadecuadas de la realidad, para Spinoza nos producen tristeza (en este caso, resentimiento a mi amigo).
En realidad, todo se deriva de un principio muy simple (proposición XXXV de la segunda parte de la Ética): «La falsedad consiste en una privación de conocimiento que implican las ideas inadecuadas, o sea, mutiladas y confusas». No hay forma objetiva alguna en la que una menor comprensión de la realidad nos aumente nuestra potencia; por eso, la falsedad siempre acarrea tristeza.
De ahí que las ideas adecuadas nos den alegría (activa, no pasiva), porque nos permiten actuar desde nuestra propia naturaleza. Cuando conocemos adecuadamente, nos hacemos cargo. Por ejemplo, comprendemos que la amistad no se debe basar en la utilidad, sino en la mejora mutua, y empezamos a construir amistades desde ahí, y esto (por ser esa una idea adecuada) nos hace más alegres, aumenta nuestras posibilidades de vida.
Para Spinoza, conocemos el mundo a través de los afectos del cuerpo, pero solo las ideas adecuadas sobre esos afectos nos permiten aumentar nuestra potencia y alcanzar una alegría activa; las ideas inadecuadas, en cambio, generan tristeza y confusión
Nadie sabe lo que puede un cuerpo
Lo que sabemos, lo que conocemos, no lo sabemos únicamente por nuestra mente. En la filosofía de Spinoza, la realidad es única y se presenta a través de dos atributos: la materia y el pensamiento. Eso quiere decir que no solo conocemos con nuestra mente, sino también con nuestra parte material: el cuerpo. La mente anda a veces embarrullada con sus propias ideas inadecuadas; de ahí que el cuerpo pueda ser un excelente camino para el conocimiento.
Y, dentro del cuerpo, lo que nos habla de la realidad son nuestros afectos. Nuestros afectos (la alegría, la tristeza) responden al mundo. Recordemos: son una correlación objetiva del mundo. Si algo nos abre objetivamente posibilidades, entonces nos sentimos alegres. Si algo disminuye nuestra potencia de actuar, entonces nos sentimos tristes.
De ahí que muchas feministas, en su lucha contra el idealismo de la tradición y el olvido del cuerpo por parte de las epistemologías patriarcales, hayan reivindicado en Spinoza un filósofo que ve al cuerpo como lo que es: la superficie de inscripción de los encuentros con otros cuerpos. El cuerpo está en el mundo y es afectado por el mundo, y nosotros tenemos información (vía afectos) de esos encuentros.
Lo importante de este conocimiento es que constituye un conocimiento experiencial irreductible, esto es, los afectos no son meras representaciones derivadas y que deban ser superadas, no son información secundaria o paralela a la que consigue la mente. Son el conocimiento material del mundo por el cual nos informamos de nuestra relación con él.
Por eso, el cuerpo no es un conocedor de segunda. Es decir, la mente no puede adelantar al cuerpo en los encuentros, como si todos los encuentros fueran deducibles a partir de una premisa. Nunca sabemos de quién nos vamos a enamorar o cómo va a ir una relación antes de empezarla. No lo sabemos por mucha información que tengamos: necesitamos ser afectados por el mundo para comprobarlo. Necesitamos experimentar.
De ahí la célebre sentencia de Spinoza: «Nadie ha determinado hasta ahora lo que puede un cuerpo». Esto sugiere que no podemos anticipar plenamente qué nos causará alegría o tristeza hasta experimentarlo porque la capacidad de ser afectado de cada cuerpo es algo tremendamente singular. Otra vez: solo conocemos empíricamente, no deductivamente, los efectos de los encuentros.
Esta postura es una una crítica implícita a Descartes, quien creía poder deducir toda la física (esto es, el mundo) de principios racionales (esto es, mentales). Para Spinoza, el cuerpo tiene potencialidades irreductibles al pensamiento, ¡son dos atributos distintos! De ahí que exista una dimensión experimental insuperable en nuestro conocimiento del cuerpo.
Sin embargo, y esto es importante decirlo, Spinoza no cae en un empirismo ingenuo: nuestro conocimiento puede trascender el componente corporal. ¿Cómo? Elaborando «nociones comunes» que captan propiedades universales de los cuerpos. Por ejemplo, en la comida familiar apagamos la tele y entonces empezamos a hablar sobre nuestra vidas (nos sentimos alegres, hay más posibilidades, conectamos). Repetimos esto desde entonces y podemos elaborar, junto con otros cuerpos, la noción común de que la tele absorbe nuestra atención, de que es un dispositivo que impide la comunicación.
Como vemos, la célebre sentencia sugiere una apertura ontológica radical: nunca conocemos completamente nuestra potencia hasta que la desplegamos, es decir, siempre podemos descubrir nuevas capacidades insospechadas. Por eso, la experimentación ética es inevitable y necesaria, tal y como recuperaron Deleuze y Guattari.
Para Spinoza, el cuerpo es un medio de conocimiento irreductible al pensamiento: conocemos a través de nuestros afectos, que son respuestas reales a encuentros con el mundo; por eso, la experiencia y la experimentación son vías necesarias para descubrir nuestra potencia
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Dimensión ética y terapeútica
Como hemos visto, Spinoza sostiene que los afectos no son simples percepciones subjetivas, sino modificaciones reales que afectan efectivamente nuestra potencia ontológica. Estas alteraciones, dijimos, no se limitan a representaciones mentales, sino que transforman nuestra capacidad de actuar. Por eso, su doctrina se llama «del paralelismo psicofísico» («el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas», proposición 7 de la segunda parte), esto es, los afectos son modificaciones simultáneas del cuerpo y de la mente.
Esta concepción implica una crítica profunda a la tendencia moderna a privatizar y subjetivizar los afectos, abriendo en cambio la posibilidad de entender fenómenos sociales desde una política de los afectos y proponiendo una base materialista para el bienestar y la salud mental.
Spinoza afirma que nunca podemos ser causa adecuada de nuestra propia tristeza, es decir, que nunca podemos ser la causa principal de nuestra tristeza. ¿Por qué? Porque la tristeza implica una disminución de la potencia, lo que contraviene nuestro conatus esencial.
Ser causa adecuada implica que el efecto se explica completamente por nuestra naturaleza, y en la tristeza esto no ocurre. En situaciones como el suicidio o la autolesión, para Spinoza no actuamos en esos casos desde nuestra esencia, sino por la determinación de causas externas más potentes. Esto se debe a que nos dominan ideas inadecuadas que distorsionan nuestra comprensión. En la proposición 59 de la tercera parte, de hecho, dice Spinoza: «Entre todos los afectos que se refieren a la mente en cuanto activa, no hay ninguno que no se refiera a la alegría o al deseo». Por lo tanto, la tristeza es siempre una pasión, es decir, una forma de pasividad, una forma en la que el mundo nos zarandea.
La relación entre conocimiento y afecto es crucial en la ética spinozista. Las ideas inadecuadas —que son siempre parciales, confusas y fragmentarias— generan pasiones y nos someten a causas externas. Estas ideas inadecuadas se corresponden con el primer género de conocimiento: la imaginación. Recordemos el ejemplo del amigo que un día me saluda más frío: imaginamos causas que no son y eso nos provoca pasiones que no someten a estas causas que nos inventamos.
En cambio, las ideas adecuadas —que se caracterizan por ser claras y distintas— permiten comprender las causas, producir acciones y convertirnos en causa adecuada. Esto último es fundamental: cuando conocemos verdaderamente las causas del mundo, podemos ser causa adecuada de nuestros afectos, es decir, podemos convertirnos en agentes de nuestra propia vida (y dejamos de ser dependientes de causas imaginarias).
Este conocimiento se corresponde con el segundo y tercer género de conocimiento: la razón y la intuición. La transición epistémica y ética que propone Spinoza puede formularse así: a mayor conocimiento adecuado, mayor potencia de acción y mayor alegría activa. Por tanto, no se trata de eliminar los afectos, sino de transformarlos de pasivos a activos. Como sintetiza en la Ética: «Un afecto que es una pasión deja de ser pasión tan pronto como nos formamos de él una idea clara y distinta».
El salto, entonces, es triple: epistémico (de la imaginación a la razón), ético (de la pasividad a la actividad) y afectivo (de la tristeza y la alegría pasiva a la alegría activa). Esto nos dibuja una nueva concepción de la libertad. Esta ya no reside en la ausencia de determinaciones (¡eso es imposible!), sino en ser determinados por la necesidad de nuestra propia naturaleza, en conocer la causa de lo que nos afecta y actuar en consecuencia.
Es importante señalar que la concepción spinozista de la tristeza como afecto siempre pasivo no implica resignación. La alegría a veces es consecuencia de nuestro agenciamiento del mundo, a veces somos causa de nuestra propia alegría (alegría activa); no así la tristeza. Sin embargo, no tenemos que resignarnos porque Spinoza propone vías específicas de transformación afectiva.
Aun siendo siempre pasiva, la tristeza puede conocerse adecuadamente: podemos comprender causalmente su origen (estoy triste porque no me han invitado a una fiesta y me siento solo), podemos separar el afecto de su causa externa (lo que ha pasado no quiere decir que esté abandonado), ordenar y concatenar las afecciones del cuerpo según el orden del entendimiento (es normal sentirse triste cuando uno se siente abandonado) y contrarrestar los afectos tristes con otros más potentes (puedo aprovechar el tiempo libre para terminar el cuadro que estoy pintando). Dice Spinoza: «En la medida en que la mente entiende todas las cosas como necesarias, tiene un mayor poder sobre los afectos, o sea, padece menos por causa de ellos»
En contraposición a las ideas inadecuadas, que generan interpretaciones erróneas de la realidad y nos restan posibilidades de vida, las ideas adecuadas nos permiten actuar desde nuestra propia naturaleza. Nos permiten componernos en encuentros que aumenten nuestra potencia. La superación de la tristeza, según Spinoza, se basa en ordenar y concatenar las afecciones del cuerpo según el entendimiento. Esto implica identificar las asociaciones imaginativas que provocan tristeza y recontextualizarlas dentro de un orden causal necesario.
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