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El tiempo humano y el tiempo divino

En su obra «El aroma del tiempo», el filósofo surcoreano Byung-Chul Han plantea la crisis actual del tiempo. La aceleración del tiempo –denunciada por Carl Honoré en «El elogio de la lentitud»– ya ha quedado atrás; ahora el tiempo «se descompone en puntos que dan tumbos sin dirección».

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"Cuando el sentido entra en crisis, la narratividad, la identidad y la forma del tiempo también lo hacen."

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El inicio de la historia de la humanidad inaugura el tiempo lineal. Hasta entonces, el hombre prehistórico vivía en el mundo mítico, cuyo tiempo es circular y está colmado de sentido, de dioses. El tiempo lineal, en cambio, imprime una dirección y sitúa la realización del sentido en el futuro. Es como si del gran círculo del tiempo cósmico cogiéramos un arco, lo suficientemente amplio para que pareciera una línea recta. De este modo, dos formas del tiempo coexisten en la historia: el tiempo circular, divino, eterno e igual a sí mismo, y el tiempo lineal, humano, el de la libertad y el cambio. El sentido articula ambos y los conecta en una tensión dialéctica.

A lo largo de la historia se han producido dos crisis del tiempo lineal, que podrían ser dos vueltas o rodeos al tiempo circular. La primera fue una historia teológica, en la que Dios era el sujeto histórico que salvaría a la humanidad. En el siglo XVIII, con el avance y la independencia de la ciencia con respecto a la religión, se agota el sentido del tiempo teológico y comienza una historia secularizada, la cual, como señala Byung-Chul Han, aún sigue siendo una historia de salvación. Pero ahora el sujeto histórico es la humanidad, que ya no se salvará por gracia divina, sino gracias al progreso, primero científico y más tarde técnico.

El tiempo y la muerte de Dios

El progreso humano aceleró el tiempo divino. Se inventaron el ferrocarril, el telégrafo, y con ello se acortaron las distancias (una modificación del tiempo siempre supone una modificación proporcional del espacio). El poder divino se transformó en humano y político y se perfeccionó el arte de la narración; la humanidad parecía saber, por un tiempo breve, hacia dónde iba.

Pero en el siglo XIX, Nietzsche anuncia la muerte de Dios, «y nosotros lo hemos matado». Prescindiendo de que Hegel ya anunciara este acontecimiento (¿qué acontecimiento no ha sido anunciado por él?), nos encontramos ante un nuevo agotamiento del sentido, que venimos arrastrando ya varios siglos. La humanidad se está dando cuenta de que el progreso tecnológico no ofrece aquello que era de esperar. El poder político ha sido sustituido por el económico, y, como bien es sabido, la economía acelera el tiempo porque se rige por la eficiencia. Ya no sabemos a dónde vamos, pues vamos dando tumbos, sin sentido.

Un nuevo comienzo

Cuando el sentido entra en crisis, la narratividad, la identidad y la forma del tiempo también lo hacen. El arte contemporáneo da plena fe del caos actual, las tradiciones e instituciones viven una crisis profunda y estamos destruyendo el planeta. El tiempo del progreso ya no funciona, se ha dislocado. Las vanguardias artísticas, que lucharon contra las tradiciones anquilosadas, dieron paso al «todo vale». En cambio, como afirma Byung-Chul Han, el tiempo de la narración se caracteriza por el criterio, por la selección.

«La ‘vita contemplativa’, sin acción, está ciega. La ‘vita activa’, sin contemplación, está vacía»

Si aceptamos, bien sea en clave simbólica, histórica o dogmática, que nuestra historia es un «drama divino» –en palabras de C. G. Jung–, debemos preguntarnos qué sigue a la muerte de Dios. Jesucristo murió en la cruz, y tras tres días en las profundidades, regresó para luego ascender a los cielos. Muchos se jactan de que nos dejó solos, y que por ello nos hemos vuelto todos ateos. Incluso dicen, en un alarde dialéctico, que por ello el cristianismo es una religión atea. Pero se olvidan de que Jesucristo nos envió al Espíritu Santo. Pocos saben lo que esto, símbolo o dogma, significa. Y es que, como apunta Jung en Mysterium Coniunctionis, hay una carencia de desarrollo de la doctrina del Espíritu Santo en la Iglesia. El Paráclito es «el (nuevo) comienzo del Reino de Dios en la Tierra», y está dado al hombre individual.

Todo parece apuntar a que el nuevo comienzo deba darse en el individuo. Pues bien, veamos qué quiere decir un nuevo comienzo y qué supone que deba darse en el individuo. Es responsabilidad de todos y de cada uno.

Byung-Chul Han en su obra citada, y Hannah Arendt en la Condición humana exponen, aunque con diferentes enfoques, que la acción –que se diferencia del trabajo porque supone un comenzar de nuevo, introducir un cambio– y la contemplación se necesitan. «La vita contemplativa, sin acción, está ciega. La vita activa, sin contemplación, está vacía». La acción nos sitúa en el tiempo lineal y la contemplación nos lleva al tiempo circular de las verdades eternas y del mandato del templo de Apolo en Delfos: «Conócete a ti mismo». Quizá así podamos comenzar a crear un nuevo sentido.

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