En los últimos días fue noticia la singular propuesta de un hostelero que ha abierto una cafetería en Bangkok donde te puedes encerrar en un ataúd y tomarte algo. El dueño es un intelectual budista cuya intención es hacer reflexionar a los clientes sobre su vida. Para ello, estos pueden encerrarse en el féretro, tomar un café allí, reflexionar sobre su muerte y, quizá, salir con el propósito de disfrutar más de la vida. Y no está mal pensado. Los budistas creen que, para aprender a vivir, hay que aprender a morir también. No tienen nuestra concepción binaria de la vida y la muerte en la que lo primero es lo bueno y lo bello y la muerte, lo feo y lo malo. Ellos creen que puedes tener una vida significativa y con sentido en la medida que sabes aprender a morir. Para ellos ser conscientes es ser conscientes, ante todo, de que somos mortales.
“Mira ese mortal…”
No siempre ha sido así en el mundo occidental. Los antiguos griegos usaban mortal como sinónimo de humano. Podían decir: “Mira ese mortal que camina por la calle…”. Platón en Fedón, habla de la filosofía como un aprendizaje para la propia muerte. El ejemplo más claro es el de Sócrates, que se enfrentó a ella con toda tranquilidad y con suma consciencia de la suya, acusado como estaba de corromper a la juventud. Ese corromper suponía básicamente que les hacía pensar, que rompía sus esquemas y por eso resultaba “molesto”, era el “tábano” de Atenas. De alguna manera esa molestia, esa inquietud latente lleva a la pregunta por uno mismo, si me conozco, si llevo una vida significativa, si elijo lo que creo que es bueno o me dejo llevar… Ese es el principio de todo pensamiento.
En el budismo, así como en la Grecia clásica, una vida significativa es aquella en la que somos conscientes; conscientes, para empezar, de que somos mortales
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Ante la angustia original de sabernos mortales, esa de la que tanto sabía Unamuno, se contrapone el deseo de inmortalidad. La religión actúa en ese punto como un consuelo, un bálsamo porque le da cierto sentido o respuesta a preguntas que no hay cómo responder. Religión tiene que ver con «religar», volvernos hacia la pregunta y la angustia por la muerte, esa que nace al constatar que ahora somos y luego seremos nada. Pero no se trata de generar una angustia paralizante, sino de usarla como motor, como vértigo hacia la libertad, que diría Kierkegaard, esa que permite pensar acerca de quiénes somos y qué elegimos, esa que ayuda a llevar vidas auténticas.
La muerte que nos constituye
Heidegger definió al ser humano como un ser para la muerte, temporal. Y negarla sería no contactar con esa angustia original y necesaria para no vivir una vida en el anonimato. Porque si tienes conciencia de ser finito, sabes que el momento es únicamente ahora. Y sabes más cosas; que de todas las expectativas de vida o proyectos –y es inevitable proyectarse– hay uno que es fijo y es la muerte, no se puede dejar de contar con ella. Y además no se debe. La muerte nos constituye al igual que la vida. O más. Es algo intransferible que está en el centro de la propia identidad. Se puede dar la vida por alguien, pero no se puede vivir su vida ni tampoco su muerte.
Si recordáis la última película de Disney/Pixar, Coco, ¿qué pasaba? El protagonista tenía un conflicto con su vida y su identidad. En un momento se pregunta: «¿quién soy yo?». Él quiere ser músico y, cuando descubre que un antepasado suyo también lo era, va al encuentro de la muerte o del mundo de los muertos. Es en ese momento cuando recupera el dominio sobre su vida y su identidad. También es verdad que el contexto ayuda y que México tiene una particular relación con la muerte en la que mucho tiene que ver la pervivencia de culturas indígenas en la que la muerte es parte y continuación de la vida: no hay ruptura ni drama, sino continuación y celebración.
En la película Coco, el protagonista recupera su identidad y resuelve su conflicto vital cuando se lanza al encuentro si no de la muerte, sí de los muertos, al encuentro de sus antepasados
Rechazo ¿por naturaleza o educación?
¿Y no podríamos aprender algo de ello? Alguna otra manera de relacionarse con la muerte… El rechazo es muy fuerte y tiene componentes naturales y culturales. Entre los primeros, el instinto de supervivencia que es un impulso frontal de resistencia a la muerte. Ese impulso, como antes comentábamos, puede ser rebajado por las creencias religiosas en la vida eterna, en la reencarnación que ayudan a tenerle menos miedo. Eso ya forma parte de la cultura. Echando mano de ella puedes pasarte al epicureísmo, que decía que la fuente de infelicidad son las preocupaciones y que, dentro de ellas, la principal era el miedo a la muerte. Sin embargo, Epicuro lo borraba al constatar que cuando nosotros estamos (vivos), ella no aparece; y al revés, cuando ella aparece, nosotros ya no estaremos. Entonces, ¿de qué tenemos miedo?
Libertad para pensar en la vida
Recuperando la noticia del café con la muerte, el asunto estaba en hablar de la vida no de la muerte, aunque nos hemos centrado en la relación tan estrecha de una y otra. Spinoza tendría un pequeño reproche que hacer. Él decía: “No conozco ningún hombre libre que piense en la muerte”. Él proponía pensar en la vida, en una existencia fuera del anonimato. A ello también nos han ayudado, además de los filósofos, escritores y poetas como Octavio Paz, con su frase “dime cómo mueres y te diré quien eres”. O Borges, con su cuento El inmortal, en el que un militar consigue beber las aguas del río de la inmortalidad y, cuando ya se encuentra entre ellos, entre los inmortales, se lleva una desilusión terrible porque se da cuenta de que no tienen ningún motivo para vivir. Borges concluye que la inmortalidad es baladí. Lo importante es la mortalidad. O mejor, la consciencia de ser mortal que tienes en vida. Y lo que haces con ella.
En uno de sus cuentos, titulado El inmortal, Borges concluye que la inmortalidad es baladí. Lo importante es la mortalidad. O mejor, la consciencia de ser mortal
Curiosamente, para poder sentir ese impulso y esa pasión hay que ser consciente de saber que esta quizás es la última vez o la última oportunidad. Y sin drama, como dice Spinoza. Para eso se impone conocer los propios límites y saber, como recuerda Heráclito, que todo cambia, fluye y perece. Y nosotros también lo haremos, pero mientras… Es mi momento y es el tuyo. Y ¿qué hago? ¿Me dejo llevar o elijo, decido, apuesto por una vida auténtica, significativa? De momento, quedarnos con esa integración de la finitud para alimentar con ella el valioso impulso de vida.
* Texto a partir de una columna radiofónica de filosofía que Magdalena Reyes tiene en Del Sol. Puedes escuchar el audio completo aquí.
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