Virginia Woolf no pudo más. Esta vez era la definitiva. Sus continuos altibajos emocionales desde que era una niña llegaban a su fin. Sus momentos de felicidad también. A una nueva depresión se le unía el hecho de que había estallado una nueva guerra mundial –y ya iban dos– y no se encontraba con fuerzas de volver a enfrentarse a ella, más teniendo en cuenta que su marido era judío y pensaban que si Hitler invadía Inglaterra, lo mejor para ellos era suicidarse. “Siento que voy a enloquecer de nuevo. No podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y esta vez no puedo recuperarme. Hago lo que me parece lo mejor. Tú me has dado la máxima felicidad posible. Hasta que vino esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Te debo toda la felicidad de mi vida a ti. Has sido paciente e increíblemente bueno conmigo. Si alguien podía haberme salvado habrías sido tú. Todo lo he perdido excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida más tiempo. No creo que dos personas pudieran ser más felices de lo que hemos sido tú y yo”. Fue la última carta que Virginia Woolf le escribió a su marido antes de quitarse la vida a los 59 años. El 28 de marzo de 1941 llenó los bolsillos de su abrigo de piedras y se tiró al río Ouse.
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