En las pocas páginas que componían el texto, formado por dieciocho tesis y dos breves apéndices, Benjamin condensaba y sistematizaba en su habitual estilo a la vez contundente, críptico e incisivo el hilo rector que había estructurado toda su producción filosófica a lo largo del turbulento periodo de entreguerras. Fundiendo de manera original y única la influencia del misticismo judío por un lado y la recuperación de un marxismo libre de las desviaciones que habían llevado hasta el estalinismo por otro, las tesis planteaban la imperiosa necesidad de repensar la teoría y la práctica de la interpretación del tiempo histórico. Y configuraban también, según sus propias palabras, el armazón teórico de su Obra de los pasajes, ese proyecto laberíntico que fue alimentando sin cesar a lo largo de sus últimos años de vida.
Anticipándose al pesimismo y el desencanto que seguirían al horror de la Segunda Guerra Mundial (cuya más célebre cristalización filosófica habría de ser probablemente la Dialéctica de la Ilustración que el propio Adorno publicara junto con Horkheimer), las líneas que Benjamin escribió en París poco antes de la proclamación de la República de Vichy suponían, si tal vez no el acta de defunción de la historia tal y como había sido entendida de forma mayoritaria hasta el momento, al menos su sentencia de muerte.
Claro que esta muerte, eso sí, tendría muy poco que ver con esa otra que unos cincuenta años más tarde proclamaría Francis Fukuyama en su célebre ¿El fin de la historia? Para Fukuyama, el fin de la historia implicaba no la destrucción, sino la culminación de la concepción del tiempo histórico que Occidente había elaborado sobre la base de la doctrina de la salvación cristiana (como tan bien puso en evidencia Karl Löwith). El resultado era, por tanto, la articulación del tiempo según grandes relatos (cristianismo, liberalismo, socialismo, etc.), configurados como la unión de dos puntos –principio y fin– ya fijados de antemano: el único camino posible formado por la recta trazada por el tránsito entre A y B. Y este era, precisamente, el dispositivo que Benjamin trataba de desactivar con sus tesis. Pues en la complicidad con este tipo de discurso histórico encontraba Benjamin las razones del triunfo del fascismo, propiciado por el fracaso de una socialdemocracia que se había rendido a la confianza ciega en el futuro propia de la ideología liberal reinante («la opinión según la cual iban a nadar con la corriente»). Para él se trataba de acabar con la fe, en buena parte de herencia ilustrada, en que la historia de la humanidad supondría por sí sola un progreso infinito y continuado.
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