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Blanca Arias: «El arte sigue siendo un lugar imprescindible para la práctica del pensamiento crítico»

En «Blandito, blandito. ¿Qué le hacemos les feministas al arte?», Blanca Arias propone pensar lo blando como ética y como práctica política: una forma de atención que sacude la rigidez de los límites, reimagina vínculos y compromisos y recupera el cuerpo como archivo vivo. En esta entrevista reflexionamos con ella sobre arte, afecto y transformación desde una perspectiva feminista y situada.

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Blanca Arias. Fotografía de Irene Royo (@ireneroyyo), vestuario de Espíritu Club (@espirituclub) en somossitio (@somossitio).

Blanca Arias. Fotografía de Irene Royo (@ireneroyyo), vestuario de Espíritu Club (@espirituclub) en somossitio (@somossitio).

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FILOSOFÍA&CO - Blanca Arias 2
Blandito, blandito. ¿Qué les hacemos les feministas al arte?, de Blanca Arias (Cielo santo).

En los últimos años, varias corrientes críticas en arte, pensamiento feminista y teoría política han empezado a desplazar el centro de gravedad de sus análisis. Frente a las categorías abstractas y rígidas —poder, identidad, representación—, han cobrado relevancia las texturas concretas y los gestos cotidianos con los que se construye la experiencia común. Esta inflexión no es meramente estética: es ética y política. Supone interrogar cómo miramos, cómo tocamos y cómo nos vinculamos. Supone preguntarse qué ocurre si dejamos de privilegiar lo monumental y pétreo para atender a lo metamórfico, lo poroso, lo blando. Ese desplazamiento no es un gesto menor, sino una reorganización profunda de la atención.

Pensar en lo blando implica cuestionar los límites y las jerarquías heredadas. La blandura no es un estilo complaciente, ni la antítesis débil de la solidez; es una materia capaz de sostener forma y compromiso sin escurrirse, de conservar huellas y, a su vez, modelar aquello con lo que entra en contacto. Frente a un conservadurismo que encuentra refugio en la nostalgia de un pasado inmutable, una ética de lo blando propone habitar la transformación como condición de posibilidad de lo común.

Lo blando invita a imaginar vínculos y compromisos que se adapten sin perder consistencia, instituciones que sean espacios de entrenamiento de la sensibilidad y no vitrinas de permanencia. En este contexto, hasta el museo puede repensarse como un derecho fundamental a la experiencia estética, no porque conserve, sino porque permite ejercitar una atención pública y colectiva.

Este giro hacia lo blando también supone reconsiderar el cuerpo. De ahí que Blanca Arias, que acaba de publicar Blandito, blandito. ¿Qué le hacemos les feministas al arte? (Cielo santo, 2025), recupere el concepto de «somateca» —concepto que Arias recoge de Paul B. Preciado—, que significa ver al cuerpo como archivo vivo de gestos, afectos y saberes que anteceden y exceden el lenguaje. Cada pliegue, cada estría, cada beso conserva las marcas de encuentros anteriores y testimonia nuestra mediación con la diferencia. Desde ahí, la práctica artística deja de ser autorreferencial para convertirse en un dispositivo que genera contextos de escucha y transmisión, donde lo material y lo fantasmal coexisten. La huella se vuelve tan física como espectral; lo que no se ve, existe y actúa.

Blandito, blandito es un ensayo profundo y rico, pero blando, claro, porque huye de la rigidez de los academicismos (y eso se consigue con una labor de edición como la de Cielo Santo). Es una propuesta de escritura y de imaginación política que «no tanto propone un giro estético, sino que abre la puerta a otro régimen de la atención» —en palabras de la propia autora— invitándonos a fijarnos en lo blando para revelar otras texturas y matices con los que entender e imaginar lo común.

La blandura no es un estilo complaciente, ni la antítesis débil de la solidez. Blandito, blandito es un ensayo profundo y rico, pero blando, porque huye de la rigidez de los academicismos

Se trata de un texto que se deja afectar por el barro, que encuentra en la aceptación del cambio una ética posible y que interpela las conversaciones cristalizadas sobre representación y visibilidad. No es un libro sobre arte en abstracto; es una indagación en cómo mirar, cómo tocar y cómo comprometerse políticamente desde la vulnerabilidad, la porosidad y el gesto.

El libro tiene también la virtud de estar escrito por Blanca Arias, que es artista, mediadora cultural e investigadora, trabajando en la intersección entre práctica artística, pedagogía y teoría crítica. Su práctica se sitúa en el ámbito de la imagen y la performance, explorando gestualidades lesbofeministas, vulnerabilidad, mitos, erotismo, corporalidades alternativas y prácticas contranormativas. Ha mostrado sus proyectos en espacios como el Espai d’Art Contemporani de Castelló, LOOP Barcelona o en formatos de performance como Gender Reader. En 2023 obtuvo el premio de creación Sala d’Art Jove por Una amazona és una amant que cavalca, un proyecto escultórico expandido que reflexiona sobre las mitologías de la monta y los devenires equinos.

Más allá de la producción artística, Arias desempeña un papel clave en la mediación cultural. Forma parte del Departamento de Programación Pública y Social de la Fundació Joan Miró de Barcelona y es educadora en el MACBA dentro de los programas públicos y educativos. Ha colaborado con el Centro LGTBI de Barcelona y con el archivo feminista Ca la Dona. También es miembro de los colectivos Bestiari Queer y amor rumor, donde trabaja en proyectos que cruzan arte, pedagogía y pensamiento crítico. En 2022 fue editora invitada en la revista A*Desk con la serie «Anormalidades mágicas». Su trabajo se caracteriza por entrelazar reflexión teórica, experiencia personal y compromiso político.

Esta biografía no es un dato accesorio: es la textura desde la que Blandito, blandito se escribe. En el libro, Arias despliega estas preocupaciones de una forma que conjuga ensayo, poesía y cuaderno de campo. Dialoga con artistas amigas, con gestos cotidianos, con prácticas artísticas contemporáneas y con objetos animados que actúan como artefactos de transmisión. Su carácter es profundamente feminista: no solo por la genealogía de autoras y prácticas que convoca, sino por su manera de escribir desde la relación, el afecto y el cuidado de la diferencia.

En este contexto, de debates, de escritura y de biografía, es en el que se sitúa esta entrevista: un campo donde el arte se concibe como un entrenamiento de la atención, la política como una práctica erótica de la materia y el amor como un compromiso con el cambio. Un campo donde la huella es tan física como fantasmal, y donde la mirada, para poder sostener nuevas texturas, debe mantenerse blanda.

Su libro es una invitación a pensar desde la materia y desde el cuerpo —si acaso podemos hacer esta distinción—. He disfrutado mucho el análisis de la materialidad de nuestras propias formas de decir, de hacer y de representarnos. Una de las ideas que más me han interesado del libro es la potencia política de una materialidad blanda. Quería preguntarle: ¿cree que ese giro, ese cambio de régimen de materialidad —si pudiéramos nombrarlo así— puede abrir una vía de salida a la crisis de imaginación política que habitamos? ¿Puede lo blando, como forma, como modo de relación, como régimen de sensibilidad, ayudarnos a imaginar otras formas de lo común, otras formas de agencia?
Realmente, mi deseo con este libro no es tanto proponer un giro estético —pues la vuelta de tuerca implica siempre un endurecimiento, un paso más hacia la firmeza—, como abrir la puerta a otro régimen de la atención que, invitándonos a fijarnos en lo blando, nos revele otras texturas y matices con los que entender e imaginar lo común.

Si lo blando puede aportar algo en el ámbito de lo político es en su problematización del límite, de lo vertical, lo liso y lo inmutable. Una ética de lo blando, una forma de comportamiento material caracterizada por la aceptación del cambio, podría sacudir la conversación ya estancada y cristalizada alrededor de la representación y la visibilidad, e invitarnos a reconsiderar la importancia de lo metamórfico, de lo que se deja afectar por la temperatura y la humedad ambiente. Esto, en relación con las preguntas sobre la relación con la diferencia o la construcción de la identidad. Para mí ha sido súperrevelador entender que el compromiso político puede estar hecho de barro.

A raíz de esto que usted menciona, que el compromiso político puede estar hecho de barro, me pregunto: ¿qué relación ve entre la rigidez —lo pétreo, lo inmutable— y las formas contemporáneas de incapacitación política? ¿Qué formas materiales o sensibles pueden desatascar esta crisis imaginativa?
El conservadurismo se beneficia profundamente de la rigidez, en tanto que esta le permite el regreso eterno a un pasado pétreo que siempre fue mejor. La nostalgia reaccionaria está íntimamente relacionada con una creencia en un pasado inerte e inanimado en el que la derecha ha creado un lugar seguro al que volver, precisamente porque nunca cambia. El arte monumental es el mejor ejemplo de esta confianza en lo que dura.

¿Y dónde situaría el papel del arte en todo esto?
Para menear nuestro imaginario político, el arte sigue siendo un lugar imprescindible para la práctica del pensamiento crítico y la imaginación radical. En concreto, y a pesar del complejo entramado de relaciones en las que las instituciones museísticas se encuentran inmersas, creo firmemente en la posibilidad de defender el museo como lugar público de entrenamiento de la sensibilidad y, con ello, en nuestro deber de reclamar la experiencia estética como derecho fundamental. Ahí es donde yo he aprendido a imaginar.

«Creo firmemente en la posibilidad de defender el museo como lugar público de entrenamiento de la sensibilidad y, con ello, en nuestro deber de reclamar la experiencia estética como derecho fundamental»

Me interesa mucho el arte como lugar imprescindible para la imaginación radical. Desde los nuevos materialismos, especialmente desde Jane Bennett, se recoge la idea de que la materia actúa, resiste, pero también abre. ¿Cómo podemos leer esa potencia de la materia no desde el miedo a lo que se descontrola, sino como posibilidad de generar mundo?
Me estoy dando cuenta, porque me hacen a menudo esta pregunta, de que yo nunca he compartido este miedo, que nunca me he dejado alcanzar por él. Supongo que, por el hecho de no haber sido nunca una persona delgada, he aprendido a convivir con el pliegue y la estría desde muy pequeña. A mí lo desbordante siempre me ha parecido excitante, porque es en el gesto de exceder los límites preestablecidos donde nos damos cuenta de que siempre hay algo más, de que siempre hay una salida. Y a mí eso me parece de lo más optimista: esa infinitud de devenires me ilusiona.

Esa «infinitud de devenires» a mí también me parece ilusionante. Y en ese sentido, pienso: si el arte puede cambiar los imaginarios, ¿cómo trasladar esa lógica «blandita» al ámbito de lo cotidiano? ¿Cómo pueden las prácticas artísticas permear formas de vida más amplias, más allá de los circuitos del arte?
El arte al que me refiero, igual que los textos que manejo, parte siempre de una conciencia situada del lugar que su creatore ocupa en el mundo y se encuentra, por lo tanto, profundamente conectado con la vida. No necesita permear en lo cotidiano porque es poroso y está empapado de ello. Pienso en cómo contártelo y me aparece la voz de Adrienne Rich cuando dice: «La teoría puede ser un rocío que se levanta de la tierra y se recoge en la nube de lluvia y vuelve a la tierra una y otra vez. Pero si no huele a tierra, no es buena para la tierra». El arte del que hablo —aquel con el que he aprendido— no es tautológico ni autorreferencial, sino uno capaz de producir objetos animados que actúen como artefactos, como generadores de contextos para la escucha y el habla de otros lenguajes. El arte que me interesa es el que es bueno para la tierra. ¡Todo empieza y acaba siempre en el cuerpo!

¿Y cómo se puede facilitar ese acercamiento al arte?
Considerando la marginación y estigmatización que sufren todos aquellos lenguajes no verbales, la práctica educadora es fundamental para facilitar acercamientos más amables al arte. Ese ejercicio mediúmnico de traducción por el cual alguien —mediadore— canaliza a une artista y propicia una situación de escucha para entender su mensaje o sintonizar con su vibración, es imprescindible para entrenar una mirada que nos permita una reconciliación con la imagen en un sentido amplio, fuera y dentro del museo.

En el libro se intuye que hay una crítica afectiva que corre en paralelo a la crítica material. Es decir, podemos leer los encuentros con otros cuerpos que nos componen bajo formalidades más o menos blandas, más o menos rígidas. En ese sentido, y en mi opinión, la monogamia aparece como un régimen particularmente rígido, tanto en lo espacial —por las fronteras y jerarquías que impone entre un vínculo y los demás— como en lo temporal —por su lógica radical de corte y ruptura; no hay transformación posible, solo final—. Quería preguntarle si formas más blandas de relación podrían acompañar también formas más blandas de vivir, de cuidarse, de habitar el tiempo y el cuerpo. ¿Ouede pensarse lo afectivo como una práctica matérico-política?
¡Por supuesto! Y yo diría más: el afecto es el porqué —la causa y el efecto— de la vibración de la materia, y la política es siempre una práctica en relación íntima y erótica con lo material. Si me atrevo a revolcarme en el campo de lo ético, entendido como una práctica de orientación o de direccionamiento de la acción, es porque me parece urgente pensar en nuevas formas de ocupar el mundo y, con ello, en nuevas formas de relación. En este sentido, como comentaba antes, lo blando puede ofrecer texturas valiosísimas para pensar en el espacio entre nosotres y en lo común, especialmente al invitarnos a pensar que todo puede ser modelado de nuevo.

«Me parece urgente pensar en nuevas formas de ocupar el mundo y, con ello, en nuevas formas de relación»

¿Y específicamente en el tema de las relaciones afectivas?
Yo no creo que haya formas de relación más rígidas que otras; para mí la rigidez tiene que ver con la negación del cambio, así que lo rígido no me parece la monogamia, sino no estar dispuestes a reimaginar nuestros vínculos. En relación con el pensamiento amoroso, también me parece estimulante pensar en lo blando como respuesta a lo líquido, pues lo blando conserva la fluidez sin escurrirse, se mantiene fluctuante sin escaparse. Pensar en un amor blando implicaría pensar en una forma de relación centrada en el cambio a la vez que en el compromiso: una suerte de compromiso en el cambio o de compromiso con el cambio.

En línea del compromiso con el cambio, su libro me ha estimulado mucho para pensar de forma más blanda elementos que, quizá, venía pensando de forma un tanto rígida. Lo pensaba, por ejemplo, con la identidad y la idea de que quizá no hay tanto un yo fijo, sino que seamos algo así como «muñecas de barro» —por mantener el barro como material paradigmático, como dice usted en su libro—. Pensaba en la imagen de muñecas de barro no como déficit, sino como potencia: como cuerpos conformados por otras, que no inventan desde la nada, sino que se pliegan, se moldean, se llenan de huellas. En esta línea quería preguntarle, y porque lo aborda en todo un epígrafe de su libro, por la noción de huella. ¿Qué lugar ocupa en esta forma blanda de comprendernos la noción de huella? ¿Podemos salir de la idea de que la huella es una ausencia-presente para poder pensarla como pura presencia, como presencia material, como pliegue real que deja marca?
¡Absolutamente! La huella es tan física como el cuerpo que la imprime o el que la recibe, tan material como lo fantasmal, según mi forma de verlo. La huella es un recordatorio de que nunca estamos soles, sino que siempre nos encontramos enredades con el resto de formas de vida, pero también con las diversas formas de muerte. La marca de una uña en un jarrón de cerámica inmortaliza la presencia de una mano. Y no es solo el barro el que se deja modelar por la mano, sino que es también la mano la que es modelada por el barro. Lo vivo modela lo muerto y lo muerto a lo vivo, y eso es una muestra de la presencialidad de lo fantasmagórico, de la pervivencia de lo que no somos capaces de ver. Por supuesto: lo que no se ve, existe.

Cuando afirma que «lo que no se ve, existe», me lleva a pensar en cómo nuestros sentidos están construidos y gobernados. ¿Qué caminos ve para resistir estas configuraciones dominantes de la mirada? ¿Cómo generar miradas que alcancen lo cotidiano sin volverse normativas? Y, como artista, ¿cómo piensa la posibilidad de generar miradas que no se agoten en resistencias puntuales o en prácticas artísticas concretas, sino que puedan alcanzar lo cotidiano, lo común, lo masivo (sin por ello volverse formas normativas)?
Creo que la clave es justo entender que la afectación que nos produce el encuentro con la práctica artística no nos abandona una vez apartamos la mirada, sino que en ese momento plantamos una semilla que florece siempre más tarde y que forma parte de un proceso fértil de cultivo de la atención que transcurre en temporalidades diversas para cada une. La mirada, igual que el resto de sentidos, está constantemente modelándose en la encrucijada de una serie de prácticas ontológicas que nos dan forma y nos deforman. Es por eso que, de nuevo, lo que me parece imprescindible para cuidar y reclamar nuestra soberanía sobre ese modelado es entrenar la atención: permanecer dispuestes a mirar aunque arda, a enfocar nuevas texturas, a reescalar nuestro campo visual… Dispuestes a mantener la retina blanda.

«Para mí la rigidez tiene que ver con la negación del cambio, así que lo rígido no me parece la monogamia, sino no estar dispuestes a reimaginar nuestros vínculos»

Por último, en un momento bellísimo del libro usted cita a la artista Helena Laguna Bastante y recoge dos preguntas fundamentales: ¿cómo archivar lo que saben los dedos? ¿Cómo fijar el conocimiento que se almacena en la piel? Esa idea de una epistemología cutánea, no discursiva, no verbal, me parece muy potente. ¿Podría desarrollar un poco más esa línea? ¿Qué formas de archivo o de transmisión podrían pensarse más allá del texto, sin pasar por las instituciones del saber? ¿Qué riesgos tiene la escritura en este sentido, como posible forma de rigidez? ¿Y qué formas blandas de escritura o de decir —o incluso de no-decir— podríamos ensayar?
Aquí me parece iluminador traer un concepto que hace muchos años que me acompaña y que recupero de Paul B. Preciado, que es el de somateca, es decir, esa comprensión del cuerpo como archivo de gestos que almacena información que empieza mucho antes y acaba mucho después de nuestra piel. Me atrevería a decir que el gesto es una de las formas de transmisión de conocimientos más arcaicas —y también arcanas— con las que contamos: el gesto precede al lenguaje, se le anticipa para delatar al cuerpo cuando menos se lo espera. Pienso, por ejemplo, en que los besos siempre confiesan las particularidades de les amantes que hemos besado antes. Es en el gesto donde registramos nuestro encuentro con el mundo, donde conservamos nuestra mediación con la diferencia.

«El gesto precede al lenguaje, se le anticipa para delatar al cuerpo cuando menos se lo espera»

Me gusta mucho que me preguntes sobre Helena porque es una de les artistas que aparecen en el libro que también tengo la fortuna de llamar amigas, y ese amor que siento por ellas ha sido una herramienta importantísima a la hora de escribir. Para mí, el amor es fundamental para pensar en esas formas blandas de escritura: unas que deben ser capaces de preservar la opacidad de una historia aun contribuyendo a su escucha. Mantener esa tensión entre el decir y el no-decir, entre lo visible y lo invisible, es esencial para escribir una historia feminista. Y, de nuevo, el gesto sabe mucho de esas sutilezas.

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