El profesor de filosofía Eduardo Infante, autor del exitoso Filosofía en la calle y conocido en redes sociales por sus #filoRetos, publica nuevo libro en la editorial Ariel: No me tapes el sol. Cómo ser un cínico de los buenos. ¿Cómo puede ayudarnos el redescubrimiento de esta escuela filosófica postsocrática, el cinismo, a recuperar la autonomía, la libertad y la independencia en tiempos de zozobra e incertidumbre?
Por Carlos Javier González Serrano
Eduardo Infante (Huelva, 1977) enseña filosofía en un instituto de Gijón (Asturias, España) con técnicas nada convencionales: narra la muerte de Sócrates visitando juzgados, explica a Aristóteles paseando por un parque e incluso invita a practicar el cinismo en las calles comerciales. Precisamente es sobre esta última corriente de pensamiento, el cinismo, de la que se ocupa en su último libro, un ensayo cercano, ameno y de ferviente actualidad que nos acerca a una escuela filosófica que, en ocasiones, ha sido condenada al ostracismo.
El título, elocuente y atractivo, hace alusión a una conocida anécdota: el encuentro entre Alejandro Magno y Diógenes de Sínope, uno de los cínicos de más renombre. Dicha anécdota es narrada de esta manera por Peter Sloterdijk: «Cuenta la leyenda que el joven Alejandro de Macedonia buscó un día a Diógenes, cuya fama había picado su curiosidad. Se lo encontró tomando el sol tumbado perezosamente de espaldas, quizás en las cercanías de un campo de deportes atenienses; otros dicen también que encolando un libro. El joven soberano, esforzado en demostrar su generosidad, concedió al filósofo expresar un deseo. A lo que parece que contestó: ‘No me tapes el sol’».
«El cinismo fue una filosofía contracultural y contraoficial. Los antiguos cínicos consideraban que el estilo de vida socialmente aceptado no conducía hacia la felicidad, sino hacia la esclavitud». Eduardo Infante
Eduardo Infante da inicio al volumen refiriéndose a su perro, de nombre Nietzsche, al que, dice el autor, envidia por llevar una vida exenta de prejuicios y al margen de roles sociales que se deben asumir para encajar en una sociedad cada vez más radicalizada y homogeneizada en términos de gustos y tendencias, y asegura que «la vida para Nietzsche es más simple y a veces incluso más plena que la de muchos humanos. Incapaz de hipocresía, mentira o fingimiento, su conducta es descaradamente franca».
Rasgos que lo unen con la escuela cínica, la cual, justamente, toma su nombre de «lo perruno»: «En la antigua Grecia hubo un grupo de filósofos —apunta Infante— que tomaron a este animal como modelo de existencia y por se hicieron llamar cínicos», es decir, como lo propio, semejante o relativo al perro.
El mismísimo Michel Foucault dedicó uno de sus últimos cursos en el Collège de France, poco antes de morir, a esta corriente; unas lecciones a las que llamó «El coraje de la verdad» y en las que el cinismo es presentado y defendido como la escuela más genuinamente socrática, y a los cínicos como los verdaderos herederos de Sócrates, que siguieron con fervor al maestro, considerado el hombre más bueno, justo y sabio que había existido.
Al igual que Foucault, Infante nos acerca a los cínicos para construir existencias auténticas en tiempos de apariencias, filtros y ruido ensordecedor de redes sociales: «Decir y hacer sólo lo que cada uno de nosotros puede llegar a decir y hacer, impedir que sean otros los que dicten cómo se debe pensar o cómo se debe vivir. En nuestro mundo actual —escribe Eduardo Infante—, monocolor en cuanto a las formas, modos y estilos de vida, urge encontrar ‘héroes filosóficos’ que asuman la tarea de encarnar la libertad de pensamiento, que se atrevan a pensar la vida y a vivir el pensamiento».
O más aún: a vivir en el pensamiento, no sólo componiendo y sermoneando máximas y complejas directrices de vida, sino llevando a cabo lo que se piensa en lo cotidiano, haciendo de la filosofía un modo de vida, y no sólo una forma de experimentarla como privilegiados espectadores. Además, el cinismo alberga un punto inexcusable de actualidad, ya que «floreció en una época muy parecida a la nuestra: de crisis, hastío y escepticismo.
El cinismo fue la reacción sabia a la destrucción de un sueño: la polis. El proyecto político comunitario de las antiguas ciudades griegas, que prometió al ciudadano la más sofisticada forma de felicidad, se resquebrajó y se hundió». Además, «la libertad política fue menguando hasta que la condición de ciudadano quedó reducida a una mera formalidad. Cuando el mundo naufraga —sentencia Infante con razón—, el cínico se esfuerza al máximo en poner a salvo la libertad.
Una libertad que ha de permanecer salvaguardada como el más humano, imprescindible y sagrado sanctasanctórum, al margen de las vicisitudes y circunstancias externas que vivamos individual o socialmente. Por eso el cinismo molestó e inquietó tanto en la época en la que surgió: porque cuestionaba sin pudor el poder de aquel imperio alejandrino que acababa de disgregarse y que acabó por separarse en ingobernables pequeños reinos de Taifas en los que imperaba la ley del más fuerte, del general con más adeptos o del más rico y acaudalado tirano.
«El cinismo fue una filosofía contracultural y contraoficial —explica Eduardo Infante—. Los antiguos cínicos consideraban que el estilo de vida socialmente aceptado no conducía hacia la felicidad, sino hacia la esclavitud». Por esta razón, y frente a las convenciones sociales, «se rebelaron a vivir de forma inauténtica e impersonal, condiciones por las opiniones de la gente. Donde todos piensan, dicen y hacen lo mismo, cualquier es intercambiable y reemplazable. Los cínicos optaron por alejarse de la manada».
Y en efecto lo consiguieron, mas no sin quedar catalogados por la tradición filosófica occidental como una suerte de outsiders anárquicos, incómodos e impredecibles a los que incluso había que tomar por locos. Aunque nada más lejos de la realidad. Si por algo se caracterizó el cinismo fue por sus grandes dotes para discernir cuánto de verdad y falsedad encierran nuestros convencionalismos sociales, nuestro modo «normal» de comportarnos y mostrarnos ante los demás.
«Decir y hacer sólo lo que cada uno puede llegar a decir y hacer, impedir que sean otros los que dicten cómo se debe pensar o cómo se debe vivir. En el mundo actual, monocolor en formas y estilos de vida, urge encontrar ‘héroes filosóficos’ que asuman la tarea de encarnar la libertad de pensamiento, que se atrevan a pensar la vida y a vivir el pensamiento». Eduardo Infante
El cinismo puede hoy curarnos, como ya lo hizo entonces, de la insensatez y del debilitamiento moral, ayudarnos a recuperar la libertad y la fuerza de voluntad (arrebatada, perdida), y permitirnos vivir serenos en mitad de un mundo que naufraga. Ser un buen cínico, tanto antes como ahora, exige negarse a hacer de la existencia un producto estandarizado por el mercado y tener el coraje de hacer de la vida una obra de arte: dotar a cada acción, por cotidiana que esta sea, de un máximo de autonomía, originalidad y autenticidad (pág. 41).
Frente al mundo educado, normalizado y aristocrático del idealismo que da comienzo con Platón, con la conocida división entre mundo sensible e inteligible —que inauguró una tradición que llegó hasta casi el siglo XX—, los cínicos dan preeminencia al cuerpo y a las necesidades más básicas: de alcanzarse en algún lugar la felicidad, será aquí, en este mundo que tocamos y pisamos. De alguna forma, el idealismo platónico era una filosofía confeccionada para asentarse y escalar en la escalera social, que aceptaba el statu quo, y por eso reaccionaron con tanta fuerza contra el cinismo, a los que insultaron y acusaron de no ser auténticos filósofos, sino meros imitadores, gente desnortada.
Ameno y bien documentado, No me tapes el sol encierra un sugerente rito iniciático para adentrarse en una de las corrientes más desatendidas y vilipendiadas por la tradición occidental: porque no hay mayor contravención que decantarse por la libertad
Este libro de Eduardo Infante, muy apropiado para iniciarse en la filosofía en general y en el cinismo en particular, supone una ocasión única para acercarse a esta escuela de pensamiento (y de acción, sobre todo de acción) que puso patas abajo las convenciones sociales y que no tuvo reparos en cuestionarlas y hasta condenarlas, siempre en aras de vivir conforme a la verdad, alcanzar la virtud y no causar daños al mundo que nos rodea con absurdos artificios.
Pues, a fin de cuentas, «en un mundo de súbditos, un cínico se levanta libre, autárquico y plenamente feliz». Ameno y bien documentado, No me tapes el sol encierra un sugerente rito iniciático para adentrarse en una de las corrientes más desatendidas y vilipendiadas por la tradición occidental: porque no hay mayor contravención que decantarse por la libertad.
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