Quizá hace unos años las emociones se relegaban al ámbito de lo privado. Es casi un lugar común decir que la generación de nuestros padres no hablaba el idioma de las emociones. Además, el mandato masculino ha impedido tradicionalmente expresar (¡y sentir!) cualquier emoción a los hombres. Si a esto le sumamos nuestra tradición filosófica —una tradición somatofóbica y que ha denigrado al cuerpo como la parte menos valiosa del ser humano—, ya tenemos el cóctel perfecto para no ser capaces de teorizar sobre las emociones.
Sin embargo, algo parece estar cambiando últimamente. Desde hace unos años, y desde distintos ámbitos, las emociones parecen estar en el centro de la mesa. Esto, por supuesto, ha traído muchas ventajas, pero también nos ha acercado algunos desfiladeros peligrosos, como el de la hiperpsicologización de nuestra experiencia cotidiana y la hiperterapeutización de las relaciones humanas.
En estos desfiladeros empiezan a aparecer algunas voces que nos alertan de esta deriva. Algunas dicen, por ejemplo, que las novelas ya no cuentan historias, sino que simplemente leemos cómo se sienten los personajes. Otras señalan que las emociones se han despolitizado y, en vez de fijarnos en el mundo que provoca cómo nos sentimos, tan solo hablamos de cómo lo vivimos en nuestra piel. Para evitar esta tendencia individualista y neoliberal, la editorial Trotta acaba de publicar su Atlas político de las emociones.
En Atlas político de emociones (Trotta, 2024) encontramos una exhaustiva investigación sobre las emociones que intervienen cuando nos enfrentamos a la vida en común. El libro, coordinado por los filósofos Antonio Gómez Ramos y Gonzalo Velasco Arias, tiene como propósito hablar de las emociones, los sentimientos y las afecciones (sin hacer gran distinción entre estos elementos) en relación con la política.
La propuesta del libro no es concebir el estado de ánimo colectivo como la suma de las emociones individuales de cada cual, sino como las «resonancias de olas afectivas supraindividuales» y abordar la subjetividad como resultado de una amalgama de emociones que «circulan por contextos sociales, económicos y políticos que escapan a cada individuo, a cada ciudadano y también a cada sujeto colectivo».
Animados por algunas de las propuestas de los numerosos filósofos que participan en este Atlas, este diccionario que estás leyendo ahora quiere recuperar la pregunta filosófica por el cuerpo y sus emociones, quiere dejar de pensar a la alegría, por ejemplo, como un mero «sentirse bien» para profundizar en su compleja estructura. Lo mismo con el duelo o con el vértigo. Porque las emociones, al fin y al cabo, no son meras palabras para sentir, sino un lenguaje complejo que hablar. Sirva este diccionario de diez emociones explicadas por la filosofía como el primer paso para profundizar en su gramática.
Alegría
Después de varias horas de ruta, con el sudor empapando la camiseta y el calor insistiendo una y otra vez, llegamos por fin al lago para bañarnos. Todo se desplaza en nuestro cuerpo: el cansancio, la rabia, el agotamiento y el hastío. Lo que antes nos achacaba ahora simplemente no está. Un vendaval nos recorre, una promesa se cumple y todo un horizonte se conquista. Estamos alegres de haber llegado después de tanto esfuerzo.
La alegría es un afecto humano fundamental que se experimenta las más de las veces como algo positivo y placentero, un afecto que linda con la felicidad y el bienestar. Desde la filosofía, se ha relacionado algunas veces como un sentimiento afirmativo, es decir, como la muestra de la capacidad creadora de la vida, como el acontecimiento de una potencia realizándose.
El origen etimológico de la palabra «alegría» remite a aquel que camina desenfadado, a ese que deambula animado con una sonrisa, que goza con el simple paseo, con estar donde se está. Su etimología sugiere un movimiento ágil y enérgico, liviano. Cuando estamos alegres, nos sentimos como una pluma que surca el viento. Como una pluma que no llora por el vendaval que ve a la vista, sino que lo usa para volar más alto. Cuando estamos alegres, el mundo está a nuestros pies.
Por ese motivo, Nietzsche exploró la alegría como parte de su amor fati (amor al destino). El que está alegre no teme al mundo; al revés, quiere más mundo, quiere que entre más mundo en él. Quizá por ese motivo, Foucault pensó en la alegría como el afecto más importante de la resistencia política: la resistencia necesita de la pluma que quiere surcar el vendaval y no del cuerpo fustigado que camina lleno de resentimiento por el camino desganado de la utopía.
La alegría es un afecto humano fundamental que se experimenta las más de las veces como algo positivo y placentero, un afecto que linda con la felicidad y el bienestar
Amistad
Nos interesa el vínculo entre amistad y política porque nuestra vida en común exige lazos entre nosotros que articulen una comunidad más allá de las múltiples individualidades y que se basen en principios como la mutua confianza, la solidaridad o la reciprocidad. Como señala Carmen González Marín en Atlas político de emociones, las ideas que tenemos sobre la amistad han sido un importante fundamento para desarrollar lo que entendemos por democracia.
Lo que los griegos entendían por philía, que era un afecto universal, adquiría una dimensión política en la obra de Aristóteles, cuando se convierte en una virtud. La amistad tiene un rol en la buena vida y en la búsqueda de la felicidad. De esta visión se derivan las ideas básicas de autores como Cicerón, Montaigne, Kant, Schopenhauer, Nietzsche y Derrida, que dialogan de algún modo con este concepto de amistad aristotélica como virtud. Se trata de una de las emociones relevantes para la política como parte de una serie de conceptos, como fraternidad, solidaridad, compasión y reconocimiento, que no son privados.
En la amistad no solo buscamos una satisfacción recíproca porque no es una relación que deba resolver nuestras propias carencias, sino que se trata de un tipo de vínculo que nos autoconstruye moralmente. Una amistad que requiere la igualdad entre las partes y un componente de excelencia moral permite dar un paso hacia la política, que nos concibe como ciudadanos libres e iguales, o al menos en un sistema democrático.
Si convenimos, con Aristóteles, que una teoría de la amistad debe tener relación con la política es porque la política tiene como una de sus tareas la de hacer felices a los ciudadanos. Además, para el filósofo, la amistad puede ser duradera y usada como fundamento social. En sociedades donde los individuos se tienen afectos, la comunidad funciona mejor.
Amor
Dice Virginia Fusco que el amor ha sido a la vez un fenómeno central y uno relegado a la periferia del pensamiento. El pensamiento feminista y el «giro emotivo» que se da a finales del siglo XX en la filosofía pone en el centro la reflexión sistemática sobre el fenómeno del amor. Estas autoras han vinculado el amor con la dimensión estructural en la que tiene lugar: la sociedad patriarcal.
Desde esta óptica, el amor no es solo algo positivo, vinculado a los afectos y las maneras de relacionarnos positivamente con los otros, sino también una herramienta de dominación sobre las mujeres. En este sentido, el amor sería una herramienta ideológica. Nos recuerda Fusco, además, que ya la gran revolucionaria Aleksandra Kollontai planteaba que, aunque el amor hubiera sido utilizado en esta clave «negativa», también es una potencia que puede transformar nuestras relaciones.
Las recientes preocupaciones por el amor lo conciben también como una forma de conocimiento del mundo, una forma de epistemología. En cualquier caso, se trata de una herramienta política y de una forma de relacionarnos que tiene relación con la institucionalidad que generamos colectivamente, incluso en sus múltiples acepciones y matices.
Nos interesa discutir sobre el amor porque, como señala Eva Illouz, en el capitalismo este adquiere una nueva dimensión, vinculada a la lógica de consumo y de autorreferencialidad del sujeto. Frente a un amor que refuerza las lógicas identitarias y los estereotipos de género y las sanciones y limitaciones sociales que se imponen a los afectos, podemos entender el amor como una vía de caracterización y análisis de la acción colectiva y para pensar en políticas alternativas a las actuales, que lo desplazan de la mirada política.
Las recientes preocupaciones por el amor lo conciben también como una forma de conocimiento del mundo, una forma de epistemología
Confianza
La confianza es un afecto sobre la habitabilidad del espacio, es decir, es una emoción que nos relaciona con cuánto de familiar es un espacio para nosotros. Implica, como reconoce Fernando Broncano en Atlas político de emociones, cierto orden porque se basa en la certeza de que el mundo se va a comportar igual que como se ha venido comportando (o igual que como se ha dicho que se iba a comportar). Confío en mis amigos porque forman parte del orden que me sostiene, del pedacito de familiaridad que hace del mundo algo menos inhóspito.
El profesor Josep Corbí ha señalado este componente «securitario» o de refugio: la confianza es el afecto que nos asegura que, si nos ocurre algo, alguien velará por nosotros. Y esto no es baladí: ¿cómo salir de la habitación sin un mínimo de confianza? ¿Cómo salir a la inmensidad, a la jungla, al traqueteo y ruido de un presente bullicioso sin la confianza de que estamos de alguna forma protegidos?
La filósofa neozelandesa Annette Baier señaló, además, que el asunto no es tanto en quién confiamos como qué es lo que confiamos a otras personas, es decir, qué sacamos de nuestro tímido y oscuro armario interior para resguardar en los demás. Y no solo eso, sino que Baier que igualmente importante es fijarse en cuánto de fiable es un vínculo o un espacio para que pueda confiar. Por tanto, y en esto vuelve a incidir Broncano, la confianza es siempre contextual y dependiente de la situación.
La confianza es también una emoción fundamentalmente política: necesitamos confiar en otras personas para que las tareas colectivas salgan adelante. De esta forma, la construcción de una comunidad tiene en su base la creación de lazos de confianza para asegurar que la creencia en algo superior a nosotros: el común.
Decepción
La decepción es una pérdida porque es la actualización negativa de algo que se esperaba. Gabriel Aranzueque señala en Atlas político de emociones que hay algo de fraude, en el sentido de que se pierde la esperanza y se adquiere una frustración al darse cuenta de que aquello en lo que se tenía confianza con anterioridad implicaba una falsedad o un engaño.
Quien se decepciona ha sido expulsado del terreno de la esperanza que una vez tuvo. Y esa emoción está de plena actualidad en la política porque la decepción y la desconfianza han entrado a escena con fuerza cuando nos referimos a las instituciones y la democracia, que está en una fuerte crisis.
En la decepción vemos una dimensión teleológica: quien se decepciona políticamente es porque confía en un fin u objetivo colectivo que se ve fracasar. Nos dice Aranzueque que «siempre se deja ver en el desmoronamiento de los ideales».
La decepción, además, no solo tiene relación con la política en el sentido de que nuestros regímenes y partidos generen decepción a los electores y ciudadanos, sino que también es una emoción que entra al juego de las formas de gobierno de manera explícita. Es decir, no es un «efecto colateral», sino que se encuentra en el corazón del neoliberalismo, que necesita ilusionar y desilusionar a las masas con nuevas propuestas que aparenten superar a las anteriores para mantenerse en un mínimo grado de legitimidad.
Quien se decepciona ha sido expulsado del terreno de la esperanza que una vez tuvo. Y esa emoción está de plena actualidad en la política porque la decepción y la desconfianza han entrado a escena con fuerza cuando nos referimos a las instituciones y la democracia, que está en una fuerte crisis
Desarraigo
El desarraigo y la política tienen una relación de contradicción. Si la política es el vivir en comunidad, con otros, lo que caracteriza al desarraigo es, precisamente, la pérdida de la dimensión política o común del sujeto. Por eso, señala David Sánchez Usanos en el Atlas, suele ligarse al concepto de exilio o de destierro.
Como negación de la posibilidad de participar de la vida pública, el desarraigo implica también una cierta despersonalización o deshumanización del sujeto que lo sufre. Especialmente en aquellas filosofías que entienden la humanidad como la apertura a la política gracias a su capacidad lingüística, como la aristotélica (somos un animal político —o social— señala Aristóteles). Desde esta óptica, condenar a alguien a abandonar su dimensión social es castigarle arrebatándole parte de su humanidad, o constatar que sus delitos son tales que ya no puede ser considerado un ser humano.
Como señala Sánchez Usanos, hoy vemos cómo el desarraigo no se debe, a menudo, a una exclusión forzada tanto como a un sentirse fuera de la comunidad, como una no-pertenencia donde los sujetos no se ven interpelados por los valores o expectativas que recaen sobre ellos. El desarraigo guarda relación con la impugnación a los regímenes políticos por su crisis de representación y la abstención política.
Como señala Irene Ortiz Gala en su libro El mito de la ciudadanía, nuestras sociedades poseen todo tipo de dispositivos jurídicos que generan arraigo y, por contraposición, desarraigo, como el de la propia ciudadanía. Cuando enunciamos quién puede ser ciudadano de un territorio se produce una exclusión hacia el que no cumple esos requisitos; requisitos que son, además, azarosos en muchas ocasiones.
Duelo
Quizá esta sea la entrada más difícil de este diccionario de diez emociones, porque las manos gritan para escribirte a ti o a tu nombre, pero no pueden. Deben disimular y no dejar que se cuele algo tan personal en una entrada de un diccionario. Me resisto, me resisto a ello. Pero esta es precisamente la esencia del duelo: la lucha incesante y dolorosa con aquello que ya no está más. Estuvo, pero ya no está. Es lógico, entonces, que la palabra duelo provenga etimológicamente del latín dolus (dolor) y duellum (combate). El duelo es el dolor de un combate con algo que ya solo es un fantasma.
Dolus porque duele el hueco, la pérdida, el vacío. Por supuesto, vértigo. Me apoyo en algo que está ahora conformado de aire y mis rodillas tiemblan. Duellum porque hay que seguir hacia delante, hay que luchar por avanzar. Un fantasma no calienta en invierno, no alimenta en primavera y no se recuesta contigo en verano. No podemos quedarnos ahí, pero es difícil, la inercia es la que es.
Aunque quizá más que un combate a muerte, el duelo debería verse más como una negociación. Negociamos con la realidad y con nuestro cuerpo el precio para seguir. Aceptamos errores, hacemos nuevas rutinas, decidimos qué recuerdos nos quedamos y cuáles no. Elaboramos un relato. También asumimos el pedacito de nosotros que se quedará para siempre ahí, en ese banco, en esa mesa de restaurante, en ese apelativo, en esas manos.
Algunos autores han llegado a proponer que el duelo constituye una dimensión ontológica del ser humano. Desde que nacemos, estamos en una pérdida; en la búsqueda por satisfacer esa pérdida, de hecho. Esta es la base, por ejemplo, del psicoanálisis lacaniano. El ser humano, según estas visiones, está en una pérdida constante y la vida no sería más que el esfuerzo por elaborar (esto es, un duelo sobre) aquello que nunca recuperaremos.
Algunos autores han llegado a proponer que el duelo constituye una dimensión ontológica del ser humano. Desde que nacemos, estamos en una pérdida; en la búsqueda por satisfacer esa pérdida
Rabia
Nos sentimos rabiosos ante el daño corporal o emocional individual, pero también ante la injusticia o la desigualdad. Escribe Laura Quintana en el Atlas político de emociones que existe una rabia movilizadora, que no mira al pasado de la herida producida, sino al futuro que está por transformar para evitar nuevos daños.
Esta «rabia política», en sus palabras, tiene relación con las formas en que entendemos qué es el daño y cómo se produce. Los movimientos sociales, como el feminismo, por ejemplo, incorporaron a la reflexión nuevos ángulos para entender el daño y, por tanto, la rabia subsiguiente, ampliando los conceptos.
En este sentido, la rabia cobra un significado particular en cada momento histórico y tiene que ver tanto con sujetos como con dinámicas sistémicas. En este sentido, señala Quintana, para vencer a la rabia no basta con apostar por que haya más amor, porque la ecuación no es tan sencilla ni un juego de opuestos.
La rabia puede ser una herramienta para resistir y responder a la violencia. Para que esto suceda es necesario no infravalorarla como emoción política, ni relegarla al ámbito meramente subjetivo e individual. A nivel epistemológico, puede ser un relato que sirva para entender el pasado que causó una herida y poder así transformar la realidad. Además, es necesario reconocer y validar todos los tipos de rabia, y no solo la de los sujetos que ostenten posiciones de poder sobre otros sujetos.
Vergüenza
«Mamá, mejor déjame en esta esquina y no en la puerta del instituto, que me da vergüenza…». Esta escena (estereotipada al máximo en anuncios y películas) encarna la forma esencial de la vergüenza: la sensación interna de vulnerabilidad ante los juicios de otras personas. La sensación de vulnerabilidad ante el qué dirán, el qué pensarán, ante su juicio. Por este motivo, la profesora Alba Montes Sánchez afirma en el Atlas político de emociones que es «una emoción de autoevaluación social».
Cuando tenemos vergüenza, nos avergonzamos de nuestra propia conducta (o situación o aspecto) y lo hacemos porque tememos el juicio de los demás. Es, como señaló Sartre, una emoción fundamentalmente social. Así, la vergüenza consiste, pues, en la proyección de una mirada ajena y en la posterior asimilación de la misma, es decir, en imaginar lo que dirán los demás y en asumir esas propias imaginaciones. Es una emoción de vómito y alimento: vomitamos los miedos en los demás y nos alimentamos de nuestras propias proyecciones.
A pesar del evidente sentimiento de malestar (social) que genera, la vergüenza puede ser útil en algunas ocasiones. Puede, por ejemplo, ser un impulso para mejorar porque nos ayuda a reflexionar sobre nuestras propias acciones. En este sentido, puede generar una autocrítica constructiva pues nos permite reconsiderar nuestras propias conductas. También es útil para controlar el desaforado deseo y su anhelo eterno de cumplirse en cualquier situación. En fin, gracias a la vergüenza no hacemos siempre lo que queremos y como queremos.
A nivel político, la vergüenza ha sido articulada las más de las veces para que los grupos subalternos se avergüencen de sí mismos y no generen ningún tipo de orgullo o lazo basado en su propia identidad. Sandra Bartky, profesora de la Universidad de Illinois, estudió hace unas décadas este uso político de la vergüenza: los grupos subalternos sienten vergüenza de sí mismos porque han incorporado la visión peyorativa que los dominantes tienen de ellos.
A pesar del evidente sentimiento de malestar social que genera, la vergüenza puede ser útil en algunas ocasiones. Puede, por ejemplo, ser un impulso para mejorar porque nos ayuda a reflexionar sobre nuestras propias acciones
Vértigo
A veces todo va demasiado rápido. Miramos a nuestro alrededor, pero no conseguimos capturar lo que está pasando. Todo es confuso y nuestra percepción se desacopla del movimiento de la realidad generando un estado de confusión mental. En otras ocasiones, simplemente nos vemos ante el abismo y nuestra percepción ni siquiera puede apresar un segundo más allá del presente.
En primer lugar, y para abordar filosóficamente el vértigo, es importante diferenciarlo del vértigo en sentido clínico. No estamos hablando de síntoma clínico o de una enfermedad. No es algo necesariamente momentáneo, sino que, al pensarlo filosóficamente, nos referimos a él como un «estado vital».
Para el Nietzsche de Así habló Zaratustra, por ejemplo, la experiencia vital del vértigo está asociada a la búsqueda de la altura, a la ascensión incansable de aquel o aquella que quiere conquistar de lo que ha sido privado. Uno busca superar sus límites y, en esa ascensión, mira hacia abajo para constatar cuánto ha subido y darse ánimos. Pero esa mirada da vértigo nos puede hacer tambalear. Da miedo, claro.
Y quizá por eso el vértigo sea algo consustancial ser humano. ¿O no es la vida un ascenso incansable a lo que aspiramos a ser? ¿No somos seres que siempre tienen un pie colgando, una inercia que los arrastra y contra la que luchamos? Quizá lo que nos da vértigo es precisamente eso: que siempre podemos caer y perdernos para siempre.
Ernst Jünger fue más optimista. Para el filósofo alemán, la experiencia del vértigo es una experiencia clave porque nos indica, precisamente, un cambio, un punto de inflexión, un giro. Es en el torbellino vertiginoso en el que podemos aspirar a grandes cambios, en el que jugamos verdaderamente lo que somos. La llamada de Jünger es a apropiarnos activamente del vértigo, no quedarnos pasivos y atemorizados. Saltar da vértigo, pero ¿no da más vértigo quedarse siempre al borde?
Javier Correa Román (Madrid, 1995) es graduado en Filosofía y doctorando en la Universidad Autónoma de Madrid. Cofundador del Colectivo Mentes Inquietas y redactor de FILOSOFÍA&CO, es autor de cinco libros, el último publicado: Micropolítica del amor. Deseo, capitalismo y patriarcado (2024).
Irene Gómez-Olano (Madrid, 1996) estudió Filosofía y el Máster de Crítica y Argumentación Filosófica. Trabaja como redactora en FILOSOFÍA&CO y colabora en Izquierda Diario. Ha colaborado y coeditado la reedición del Manifiesto ecosocialista (2022). Su último libro publicado es Crisis climática (2024), publicado en Libros de FILOSOFÍA&CO.
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