Soledad y filosofía han estado siempre unidas. Los grandes pensadores invitaron desde antiguo a retirarse del mundo para poder pensar con claridad y, solo después, salir a él para poder apreciarlo y actuar con plena conciencia. Además, la soledad nos enfrenta, como pocas experiencias, al conocimiento de uno mismo.
Por Carlos Javier González Serrano
El antiguo dictum del oráculo de Delfos abogaba por el autoconocimiento. «Conócete a ti mismo» fue, además, la clave del pensamiento de uno de los filósofos más sociables de la Grecia clásica, Sócrates. Sin embargo —como observamos, por ejemplo, al inicio de El banquete de Platón—, el mismo Sócrates experimentó numerosos momentos de arrobamiento interior en la más absoluta soledad en los que parecía acceder a estratos desconocidos de la Verdad que, en compañía de otros, no se podrían dar. Es en esa soledad —a veces buscada, a veces casual— donde el yo se encuentra consigo mismo y ha de tener el valor para preguntarse por la validez de sus convicciones. En la ausencia de ruido.
Rousseau: un ser sociable solo en la tierra
Uno de los grandes clásicos irrenunciables que tratan de la soledad, con una altura literaria única, es Las ensoñaciones del paseante solitario, de Jean-Jacques Rousseau, texto publicado de manera póstuma y que puede catalogarse como su último legado, casi como un testamento filosófico. Rousseau se consideró a sí mismo como un ser sociable, gustoso de relacionarse con sus semejantes, pero, por distintas razones, se vio (y sintió) proscrito por una sociedad que parecía no entenderle: «Heme aquí pues, solo en la tierra, sin más hermano, prójimo, amigo ni compañía que yo mismo». Este conflicto con el afuera hizo que se refugiara en un adentro en el que siempre encontró plurales vías para desarrollar su pensamiento sin la participación de los otros. Y se preguntaba: «Pero yo, desligado de ellos y de todo, ¿qué soy yo? He aquí lo que me queda por averiguar». El género no era nuevo para Rousseau, que ya había escrito sus voluminosas Confesiones.
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