Este 2020 que está a punto de terminar ha sido el centenario de la muerte del escritor español Benito Pérez Galdós. Revisamos el pensamiento de una de sus obras cumbre, los Episodios nacionales, una colección de cuarenta y seis novelas que tratan sobre la historia de España en el siglo XIX.
Por Luis Fernández Mosquera
En los Episodios nacionales, Galdós se propone novelar la historia de España del siglo XIX como un medio de educación para sus lectores, según el mismo declaró: «Creo que la literatura debe ser enseñanza, ejemplo. […] Mis Episodios indican un prurito histórico de enseñanza». Aunque de una forma u otra la mayor parte de obras buscan transmitir o al menos reflejan una determinada manera de ver el mundo, la obra de Galdós, emblema del liberalismo burgués progresista del siglo XIX, se acerca más a lo que hoy llamaríamos literatura comprometida.
La enseñanza a la que se refiere Galdós es, en último término, política y busca extender entre su público su propia ideología. Lejos de la literatura doctrinaria, Galdós, buen conocedor del gusto popular que él mismo debía compartir, emplea las fórmulas narrativas de mayor éxito de su época para llegar al público más amplio posible, las de la novela de folletín o por entregas. Así, sus Episodios toman desde el comienzo la forma de la novela de aventuras: batallas navales y terrestres, heroísmo y amistad, enamoramientos apasionados, suspense y sorpresas constantes y un poco de melodramatismo son los ingredientes principales de estas cuarenta y seis entretenidas novelas.
Del optimismo de las primeras series…
De estos ingredientes se desprende de forma natural la ideología liberal que Galdós quiere transmitir. Ningún ejemplo mejor que Gabriel de Araceli, el protagonista de la primera serie, un héroe anónimo y de clase baja que, por distintas circunstancias, se ve involucrado en los episodios históricos más importantes de comienzos del siglo XIX, desde la batalla de Trafalgar hasta las Cortes de Cádiz pasando por el motín de Aranjuez o el levantamiento del 2 de mayo en Madrid. Simplificando un tanto, esto es en sí mismo una novedad.
Los Episodios nacionales toman la forma de la novela de aventuras: batallas navales y terrestres, heroísmo y amistad, enamoramientos apasionados, suspense y sorpresas constantes y un poco de melodramatismo son los ingredientes principales de estas cuarenta y seis novelas
Las novelas históricas anteriores, las del Romanticismo (sobre todo en su versión conservadora) presentaban los hechos desde el punto de vista de los grandes personajes de la historia, los grandes protagonistas de las grandes ocasiones; para Galdós, en cambio, cualquiera, independientemente de su origen, puede ser un héroe de la historia nacional, protagonista a su manera. Este es un tópico de la literatura burguesa de la época, el del héroe hecho a sí mismo que con su esfuerzo y su comportamiento recto se abre camino en la sociedad y logra una merecida comodidad. Por eso es importante que sea el propio Gabriel quien, ya en la placidez de sus últimos años, nos narre su historia de éxito vital, recordando con emoción las aventuras de su juventud: «Los cabellos bancos que hoy cubren mi cabeza se erizan todavía al recordar aquellas tremendas horas…».
Pero la forma autobiográfica, el carácter itinerante del relato, el origen bajo del protagonista… son todos elementos característicos de la novela picaresca, el género más importante de la historia de la narrativa española hasta la época de Galdós. Esto fue observado por Joaquín Casalduero, que señaló cómo Galdós construye en esta primera serie una especie de antinovela picaresca. Si en la picaresca, el protagonista está manchado para siempre por su origen vil y es incapaz de honor (concepto reservado en el siglo XVII a los personajes nobles), aquí Gabriel escapa del destino que la tradición literaria hacía esperar precisamente por su descubrimiento del honor. Pero no es, claro, el honor caballeresco, exterior y fundado en el linaje y la fe, sino un concepto krausista más próximo a la moral kantiana e ilustrada; el honor de Gabriel es una forma de conducta, una norma de autogobierno basada, como dice Casalduero, en el cumplimiento del deber. La rectitud moral redime al pícaro y el ascenso social es su merecida recompensa.
Y esto se aplica de igual manera a toda la nación en la segunda serie por medio de su protagonista, Salvador Monsalud, réplica en muchos aspectos de Gabriel de Araceli y cuyo nombre lo dice todo. Salvador, afrancesado revolucionario e hijo ilegítimo, es sin saberlo medio hermano de Gabriel Navarro, de apodo Garrote, absolutista recalcitrante y partidario de Fernando VII. Ambos coinciden casualmente en el amor a Jenara, novia de Salvador, que le abandona por Navarro al enterarse de su ideología y pide a este que lo mate (la denuncia de la intransigencia ideológica es constante en Galdós, y en especial en sus primeras novelas). Afortunadamente, Navarro no mata a Salvador y este termina conociendo a Soledad, prometida de don Benigno Cordero, un burgués honorable y liberal también de nombre transparente. Salvador y Soledad se enamoran y Cordero se hace caballerosamente a un lado. El simbolismo es evidente: «Soledad —la España futura— se apoya así en la burguesía y en el hombre revolucionario. La burguesía honrada la alimentó y protegió cuando estaba desvalida; el espíritu de acción y revolucionario la dirige y hace fecunda».
La denuncia de la intransigencia ideológica es constante en Galdós, y en especial en sus primeras novelas
Hay, por tanto, un sentido patriótico en este optimismo burgués, especialmente evidente en la primera serie, cuando los grandes personajes ceden el protagonismo al pueblo llano, verdaderos héroes del progreso y de la lucha contra el invasor extranjero. Pero en la segunda, desaparecida la causa de resistencia común, afloran las discrepancias y la intransigencia.
… al desencanto de las últimas
Este es el germen de la España dividida que Galdós retratará en las tres últimas series de los Episodios. Pero para entenderlo hay que tener en cuenta que entre el fin de la segunda serie en 1879 y el comienzo de la tercera en 1898 han pasado casi veinte años… y la Restauración, freno de todo progreso en el país y, sobre todo, y lo más hiriente para Galdós, certificación de la deriva conservadora de la burguesía, sentimiento que puede verse en la mayor parte de sus novelas contemporáneas. Su mirada a la historia de España tiene que ser necesariamente distinta porque la promesa de felicidad individual y colectiva que simbolizaban Araceli y Monsalud se ha demostrado falsa. Ahora, los protagonistas son mucho más desdibujados e incluso inestables psicológicamente. Uno de los personajes importantes de la cuarta serie, por ejemplo, José García Fajardo, puede entenderse como un Araceli desengañado, como el reflejo de Gabriel de Araceli después de la Restauración. Como él, es protagonista de un ascenso social, pero en este caso bastante amargo: siendo liberal y defensor de los derechos del pueblo, se casa por dinero con María Ignacia, hija del reaccionario don Feliciano de Emparán, a la que no quiere y con quien le terminará uniendo con el paso de los años y en el mejor de los casos una amistosa confianza, y la reina le concede entonces el título de marqués de Beramendi. Detesta a la burguesía y la ridiculiza desde dentro, pero ahí está, aburguesado y ennoblecido por Isabel II. Además, al contrario que los dinámicos Gabriel y Salvador, es un personaje algo egoísta y no demasiado enérgico incapaz «de romper con un grupo social al que le ligan notables intereses», en palabras de Felipe Pedraza y Milagros Rodríguez.
Entre el fin de la segunda serie en 1879 y el comienzo de la tercera en 1898 han pasado casi veinte años… y la Restauración, freno de todo progreso en el país y, lo más hiriente para Galdós, certificación de la deriva conservadora de la burguesía
Es una situación como para volverse loco, y esto hay que entenderlo de forma figurada pero también literal. Así le ocurre a un importante personaje, Juan Santiuste, otro reflejo deformado del héroe burgués hecho a sí mismo. Autodidacta y de condición humilde, es protegido por el marqués de Beramendi, que se propone encauzar su creatividad encargándole que estudie la historia reciente de España. Él se pone manos a la obra, pero en un momento dado comprende (mejor sería decir que siente) el sinsentido de las guerras civiles, de la corrupción y de la deriva reaccionaria de las clases dirigentes y, perdiendo el equilibrio mental, decide enderezar el país escribiendo, en lugar del encargo original, una Historia lógico-natural de España. Como es lógica, es decir, racional, la mayor parte de los hechos reales no valen y tienen que ser corregidos. Así, por ejemplo, Santiuste redacta con toda seriedad la ejecución de Fernando VII por traidor a la patria.
En definitiva, veinte años después parece imposible la aventura de Gabriel de Araceli y Salvador Monsalud y personajes de este tipo solo tienen ya dos salidas: «la razón de la sinrazón», por decirlo con una frase galdosiana, o el cinismo desengañado.
La España grotesca y los tiempos bobos
En la quinta serie, estamos ya en una España incapaz de progreso y de heroísmo, y en cambio agria y violenta. Esto se refleja continuamente en el estilo hiriente y degradante y sorprendentemente cercano a las técnicas esperpénticas de Valle-Inclán (hay que tener en cuenta que las últimas seis novelas están escritas entre 1907 y 1912). Hay, por ejemplo, una parodia de un discurso de Castelar pronunciado en este caso en un prostíbulo. El narrador de los cuatro últimos episodios, el periodista Proteo Liviano, apodado Tito Livio por el historiador latino, es neurótico, narcisista e insignificante moral y físicamente, además de sufrir alucinaciones que le hacen ver y hablar con la musa de la historia, también paródica, llamada aquí no Clío, sino Mariclío. Todo parece, al menos la mayor parte de las veces, un reflejo grotesco de lo que debería ser la historia.
Los Episodios se cierran con el ascenso de Cánovas del Castillo como constatación del fracaso de la burguesía y del progreso que anunciaba. Lo que sigue son los «tiempos bobos» que Galdós ya había tratado en sus novelas contemporáneas
Visto el poco interés que ofrece una historia de esta clase, la tarea del historiador será atender a lo que Unamuno llamaría la intrahistoria: la pequeña historia, la vida de las gentes anónimas que viven en la cosa pública («que debería (…) llamarse superficie de las cosas») y en muchas ocasiones la padecen. Tras el fracaso del reinado de Amadeo I, Mariclío se descalza los coturnos y se pone las zapatillas y avisa a Tito de la llegada de los «tiempos bobos»: «Has de verlos desarrollarse en años y lustros de atonía, de lenta parálisis que os llevará a la consunción y la muerte». El pesimismo ya es total: «Los políticos se constituirán en casta, dividiéndose hipócritas en dos bandos igualmente dinásticos, igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer sus provechos particulares en el telar burocrático. No harán nada fecundo; no crearán una nación; no remediarán la esterilidad de las estepas castellanas y extremeñas; no suavizarán el malestar de las clases proletarias». Los Episodios se cierran con el ascenso de Cánovas del Castillo como constatación del fracaso de la burguesía y del progreso que anunciaba. Lo que sigue son los «tiempos bobos» que Galdós ya había tratado en sus novelas contemporáneas: los tiempos de la parálisis y de la frustración, de personajes soñadores e idealistas como Fortunata, Tristana o Ramón Villaamil, constreñidos hasta la neurosis por el sistema social de la Restauración.
Los «Episodios nacionales» en el exilio
El compromiso político pasó factura a Galdós (por ejemplo, su candidatura al premio Nobel en 1912 fue boicoteada por los sectores más conservadores de la cultura española por «anticatólico», «sectario» y «revolucionario»), pero le granjeó también la admiración de los autores de tendencia progresista y, entre ellos, sorprendentemente, de muchos miembros de la vanguardista Generación del 27, como Lorca o Buñuel, que vieron en la España liberal y heroica de los Episodios un modelo de lo que debería ser la Segunda República. Tras la Guerra Civil, algunos de ellos se llevaron este ideal al exilio y lo recordaron en sus obras.
Posiblemente, el caso más célebre y emocionante es el de Luis Cernuda, que en su Díptico español comienza lamentando el ser español «sin ganas» («Es lástima que fuera mi tierra») para, en la segunda parte («Bien está que fuera tu tierra»), reconciliarse con su país a través de la obra de Galdós y, entre otros personajes, de los héroes de los Episodios. Reproducimos el final del poema:
Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas,
aún en estos libros te es querida y necesaria,
más real y entresoñada que la otra:
no esa, mas aquella es hoy tu tierra.
La que Galdós a conocer te diese,
como él tolerante de lealtad contraria,
según la tradición generosa de Cervantes,
heroica viviendo, heroica luchando
por el futuro que era el suyo,
no el siniestro pasado donde a la otra han vuelto.
La real para ti no es esa España obscena y deprimente
en la que regentea hoy la canalla,
sino esta España viva y siempre noble
que Galdós en sus libros ha creado.
De aquella nos consuela y cura esta.
El antimilitarismo de Galdós
Inevitablemente, aparecen en los Episodios numerosísimas batallas (aunque no tantas como hubo en la España decimonónica) y suelen ser narradas con la intensidad y la emoción que corresponde a la novela de aventuras, que eso son, al fin y al cabo, muchos de los Episodios nacionales. Pero no se narran, sin embargo, desde una perspectiva heroica o idealizadora, sino cruda: «Lo importante era que habíamos triunfado; que el campo quedó sembrado de cadáveres, cosa muy bonita, que siempre relatan con hinchada satisfacción los narradores de batallas». Citemos para comprobar qué lejos está Galdós de esa «hinchada satisfacción» un fragmento del pasaje en que Gabriel de Araceli rememora la batalla de Trafalgar:
(…) me parece que los veo expresar el dolor de la herida, o exhalar notablemente el gemido de la muerte (…); me parece oír el rumor de las tripulaciones, como la voz que sale de un pecho irritado, a veces alarido de entusiasmo, a veces sordo mugido de desesperación, precursor de exterminio; ahora himno de júbilo que indica la victoria; después alcarraza rabiosa que se pierde en el espacio, haciendo lugar a un terrible silencio que anuncia la vergüenza de la derrota.
El espectáculo que ofrecía el interior de la Santísima Trinidad era el del infierno.
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