El problema filosófico de la justicia está más de actualidad que nunca. De las tesis del «fin de la historia» de Francis Fukuyama, según las cuales el neoliberalismo habría superado los antagonismos, la lucha de clases, las revoluciones y las guerras (esto es, «la historia»), ya nadie se acuerda. O al menos no sin esbozar una sonrisa similar a la esbozada cuando encontramos un antiguo diario de niñez que narra eventos de los que ya ni nos acordamos: nos causa una sonrisa tierna, pero definitivamente no le otorgamos demasiada vigencia.
La historia, efectivamente, siguió su curso y con ella la convulsión a la que ya nos tenía acostumbrados el siglo XX. La crisis climática, ya alertada en los años 60 y 70, se convierte hoy en el problema político fundamental porque pone en riesgo la misma existencia humana en el próximo siglo.
Las desigualdades de género, clase y raciales siguen siendo un asunto de primer orden. Y las guerras, lamentablemente, tampoco acabaron. Su alcance es, de hecho, más amplio que nunca. Cuesta seguir la actualidad política, ver las noticias, leer los periódicos o abrir las redes sociales sin preguntarse dónde está la justicia. Sin sentir que esto o aquello es «injusto», sin revolverse y buscar, no solo respuestas, sino también soluciones a la barbarie.
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