Con fama de filósofo tristón, ordenado en sus costumbres hasta el extremo, Kant dio un giro en el pensamiento tradicional al colocar al ser humano en el centro de todo. Ese ser humano que, según su máxima, debía actuar individualmente de forma que esa manera de obrar pudiera convertirse en ley universal. Tuvo una vida entregada a la filosofía.
Por Pilar G. Rodríguez
Se ha convertido en un lugar común referirse a Immanuel Kant (1724-1804), desde un punto de vista biográfico, como un hombre sombrío, gris, riguroso e inflexible en sus costumbres, poco dado a la vida y las relaciones sociales… Un soso en toda regla. La tradición deriva de juicios de contemporáneos como Heine, quien afirmó: “Es difícil escribir la historia de la vida de Immanuel Kant porque no tiene ni vida ni historia”. También hay que tener en cuenta los tiempos que le tocó vivir, una época convulsa marcada por las revoluciones en la que se produjo la mayor: la Revolución Francesa.
Un hombre como él tan apegado a su pequeña ciudad, a su pequeño cuerpo, daba la impresión de estar también apegado a un pequeño mundo y sin embargo… Podía no ser un hombre de acción, pero sí era un hombre de su tiempo –saludó con alegría las noticias provenientes de Francia– al que le gustaba cultivar las relaciones sociales en su círculo más cercano. Este perfil más humano del filósofo lo retrató a la perfección Manfred Kuehn en la magnífica biografía publicada en España por la editorial Acento y que desvelaba algunos pasajes, quizá poco conocidos, de su personalidad y de su historia, que desterraban en parte el tópico del filósofo tristón.
El poeta Heine afirmó: “Es difícil escribir la historia de la vida de Immanuel Kant porque no tiene ni vida ni historia”
La educación en la fe
Kant nació un 22 de abril en la ciudad prusiana de Königsberg. Fue el cuarto de los nueve hijos que engendraron el artesano Johann Georg Kant y su mujer, Anna Regina Reuter, y de los que solo cinco sobrevivieron. Se trataba de una familia humilde y muy religiosa marcada por los principios del pietismo, una derivación del protestantismo que abogaba por la experiencia íntima de la fe y la disciplina en la misma.
La introspección que el pequeño Kant mamó en su educación no solo en casa sino en la escuela, el Collegium Fridericianum, lo marcaron para siempre. Una anécdota: en el Collegium, donde se orientaba a los alumnos a seguir la carrera eclesiástica, debía preparar una valoración sobre el estado de su alma antes de comulgar. Pero las plegarias y prácticas religiosas también tuvieron otros efectos; le provocaron un gran rechazo que duró toda su vida, poniéndole, en ocasiones, en situaciones comprometidas.
Tanto en esa institución como en la universidad, en la Albertina, Immanuel fue un buen alumno. Allí conoce a Newton y se interesa por sus teorías. La asignatura de filosofía era tenida por una disciplina menor que preparaba a los estudiantes para las fuertes: medicina, leyes y teología.
En 1746 muere su padre y Kant abandona la universidad antes de graduarse: debe ganarse la vida como profesor privado de las familias más pudientes de la ciudad
De vuelta a la universidad
La subida al trono de Federico el Grande favorecerá al joven pensador que ya ha escrito una primera obra, Pensamientos, acerca de la verdadera ponderación de las fuerzas vivas. El rey ha eliminado el pietismo como religión oficial y el ambiente cultural promueve la libertad de pensamiento. Su influencia llega a la Universidad y Kant, que finalmente se había graduado, consigue una plaza allí como privatdozent, profesor. No hubiera sido posible en la rígida época anterior, ya que sus obras, principalmente de corte científico, no hubieran sido admitidas ni valoradas en el contexto precedente de intransigencia religiosa.
Poco a poco Kant se abre camino en el terreno académico y se convierte en un profesor muy prometedor… El adjetivo le acompañará hasta pasados los cuarenta, pues no fue hasta la plena madurez cuando Kant rompió con la obra por la que pasaría a la historia de la filosofía.
La introspección que el pequeño Kant mamó en su educación no solo en casa, sino también en la escuela, lo marcaron para siempre
Filosofía alrededor del reloj
Mientras llega ese momento, Kant organiza su vida alrededor de ciertas rutinas. Se levantaba a diario sobre las cinco de la mañana y bebía una o dos tazas de té. A continuación fumaba una pipa y comenzaba a preparar sus clases. La primera era a las siete. Solían durar hasta las 11 o 12. Entonces, Kant salía del recinto académico para comer y dar un largo paseo que acababa al reunirse con su gran e ilustrado amigo Joseph Green para su habitual conversación vespertina. Sobre las 7 terminaban las veladas, lo que le dejaba aún tiempo para, ya en casa, leer, escribir o preparar nuevas lecciones. Y así todos los días.
Hasta tal punto llevaba una vida pautada regularmente que hizo fortuna la anécdota de que los vecinos que le veían pasar le saludaban y acto seguido ponían sus relojes en hora sin temor a equivocarse. Kant estaba convencido de que una rígida disciplina de hábitos le iba bien a su delicado cuerpo. Delicado por pequeño en estatura y envergadura, pero no porque padeciera muchas enfermedades. La única enfermedad que le acompañó toda su vida fue una hipocondria manifiesta que creía combatir a base de inflexibles rutinas.
Su aversión por el cambio le llevó incluso a rechazar varias ofertas de trabajo en otras ciudades como Jena, Erlangen o Halle. La seducción de condiciones más ventajosas no era argumento para él, que despachó la última aduciendo: “Debo estirar al máximo el delgado y delicado hilo de vida que los hados han tejido para mí”.
Rousseau, el deslumbramiento
Se dice que solo una vez rompió Kant sus férreos hábitos diarios: cuando leyó por primera vez Emilio, de Rousseau. Hasta tal punto la obra perturbó su espíritu, además de sus hábitos, que se afanaba en combatir el entusiasmo y ponerlo bajo control, como el resto de su vida: “Debo leer a Rousseau hasta que la belleza de su expresión no me conmueva, y hasta que pueda observarlo de forma racional”.
Además de contenido para las ideas sobre la autonomía y la libertad de la persona, Kant reelabora la dicotomía en dos mundos que hace el francés: para él el mundo natural es un mundo definido por las leyes de la causalidad y explicado mediante la física. Por contra, el mundo moral de la voluntad se entiende mediante la metafísica. La separación que Kant establece es la de un mundo sensible, de fenómenos y apariencias, y un mundo de noúmenos, el de las cosas como son en sí mismas.
El giro copernicano y la década prodigiosa
Durante años, Kant había estado distrayendo a quienes le preguntaban sobre lo que estaba escribiendo con la respuesta de que algo tenía entre manos y que aparecería muy pronto. Ninguna de las dos cosas era verdad. Las alrededor de 800 páginas que conforman la Crítica de la razón pura tardarían más de una década en madurar, aunque fueran escritas en unos seis meses. En 1781 ve por fin la luz la magna obra donde Kant expone los resultados de su revisión, crítica, de la razón humana, los límites y posibilidades del conocimiento humano.
En un primer momento la obra no obtiene repercusión alguna. Los críticos se centran en su oscuridad y dificultad y subrayan aspectos que consideran negativos y un tanto escandalosos, como el que sugiere que cualquier intento por probar hechos como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma están condenados al fracaso.
Así mismo, también resulta difícil de asimilar el llamado giro copernicano de la filosofía de Kant, el hallazgo por el que pasaría a la historia. Según este, el sujeto cambia de posición y se sitúa –como el sol al ser tras la revolución de Copérnico en el centro del universo– en el centro del acto de conocer. El sujeto se vuelve activo en materia de conocimiento y el hombre como sujeto tendrá un lugar central y será protagonista de todas las corrientes filosóficas que vendrían después.
Kant establece una separación entre un mundo sensible, de fenómenos y apariencias, y un mundo de noúmenos, el de las cosas como son en sí mismas
Dos años después de la publicación de la Crítica, en 1783 aparecen los Prolegómenos a toda metafísica futura que pueda presentarse como ciencia, destinados a clarificar las intenciones de su libro anterior.
Es una época muy prolífica en la que también escribe Idea para una historia general concebida en un sentido cosmopolita, el ensayo ¿Qué es la Ilustración?, ambos en 1784; Fundamentación para una metafísica de las costumbres en 1785; Principios metafísicos de la ciencia natural, en 1786; y la segunda edición, en 1787, de la Crítica de la razón pura.
Para el momento en el que aparecen sus otras dos obras más relevantes, la Crítica de la razón práctica (1788), dedicada a la moral del hombre libre, y la Crítica del juicio (1790), que pone en relación las dos anteriores, Kant ya había alcanzado una gran notoriedad y prestigio. Se le denominaba el Sócrates moderno o el Platón alemán y pocos eran los que se atrevían a refutarle. Su cultivada buena reputación, sus disciplinadas costumbres y su máxima prudencia –que algunos llamaban oportunismo– le iban a ser de gran ayuda al cambiar el rey y con él, el signo de los tiempos.
El imperativo categórico de Kant: actuar por deber
Entre sus ideas, el viaje hasta el imperativo categórico de Kant arranca en la ética. La ética puede ser de dos tipos: material o formal. La primera –las primeras, mejor dicho, pues tienen diversos contenidos– son empíricas porque esos contenidos proceden de la experiencia; tienen preceptos condicionales, abocados a conseguir fines; el sujeto se determina mediante leyes ajenas a sí mismo o su propia razón.
La ética de Kant rechaza el contenido que le puede otorgar la experiencia, la determinación que establezca unos fines o cualquier ente externo al sujeto. La ética kantiana es formal. Esto es, no tiene fines y no determina lo que debemos hacer. La ética de Kant se centra en cómo debemos actuar.
Y ¿cómo debemos actuar? La respuesta es por deber. “Una acción hecha por deber tiene su valor moral, no en el propósito que por medio de ella se quiera alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta”. Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
En esa misma obra, Kant ofrece el único contenido que admite su ética, la manera en que puede expresarse la exigencia de obrar según el deber: el imperativo categórico. Existen diversas formulaciones del mismo:
–Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal.
–Obra de tal modo que uses la humanidad tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro siempre como un fin y nunca como un medio.
Un poco de controversia, por favor
En 1786, Federico Guillermo II se convierte en rey de Prusia tras morir sin hijos su tío, Federico el Grande. El llamado rey filósofo había logrado un nivel de libertad y libertades sin parangón que el nuevo mandatario no tenía ningún interés en continuar. ¿Cómo no reparar en aquel hombre de aspecto débil y ensimismado que siempre pasaba de largo –o simplemente pasaba– de la iglesia y sus ritos? ¿Cómo no llamar la atención al que saludó con el poco entusiasmo que su naturaleza le dejaba el advenimiento de la Revolución Francesa?
Además, en una época que regresaba a las restricciones en la enseñanza y en las imprentas, las opiniones sobre filosofía de la religión que Kant había vertido en libros como La religión dentro de los límites de la mera razón (1793) o El fin de todas las cosas (1794) eran cuando menos conflictivas. Pero ni el rey ni el filósofo eran personalidades dadas a la gresca, así que el asunto quedará en anécdota: el emperador ordena a Kant que, en adelante, se abstenga de tratar temas religiosos. Kant accede, pero hace una pequeña trampa.
Cumple su promesa hasta que el rey muere y toma el mando Federico Guillermo III. Entonces publica El conflicto de las facultades (1798), donde incluye amistosas, más bien melindrosas, palabras al nuevo emperador al que llama “hombre ilustrado” y del que dice que “asegurará el progreso de la cultura”.
Los últimos años de Kant
A quien toda su vida estuvo relativamente sano, y siempre preocupado por su salud, la enfermedad le llegó en forma de vejez. No tuvo una en concreto, sino la reunión de las diversas dolencias de la edad. Falta de memoria, de agilidad mental y física.
Consciente de su propia caducidad, Kant se había retirado en 1797 de la vida académica y poco a poco lo fue haciendo de la vida social. Es cierto que se afanaba en una obra que él decía que sería su obra maestra, pero también es cierto que circulaban rumores de que el viejo maestro ni siquiera era capaz de entender lo que escribía o lo que había escrito.
La situación agravó la hipocondria y el miedo de Kant y sus costumbres de inflexibles se convirtieron en maniáticas, enfermizas, extravagantes. Estaba convencido de que su estado se debía al tiempo atmosférico y consultaba compulsivamente termómetro, barómetro y todo tipo de aparatos medidores antes de decidirse a salir. Cuando la senilidad lo abrazó por completo, le abandonó la serenidad que intentó cultivar toda su vida.
Sus días y noches se llenaron de miedos y de pesadillas en las que creía ser atacado sin diferenciar entre los imaginarios malvados y su fiel sirviente.
Sus días y noches se llenaron de miedos y pesadillas en las que creía ser atacado
Murió poco antes de cumplir 80 años. Era el mes de febrero de 1804. Su entierro fue todo un acontecimiento para la pequeña y tranquila ciudad donde Kant había pasado su vida entera. En 1870 sus restos fueron exhumados de la catedral donde descansaban para colocarse en una capilla aneja. Médicos especialistas y forenses aprovecharon para tomar medida de un cráneo legendariamente grande y seguir alimentando la leyenda de un cerebro sobrenatural.
La tumba actual de Kant es uno de los pocos monumentos alemanes conservados por los soviéticos después de que anexionaran la ciudad en 1945. Es una costumbre local que los recién casados depositen flores allí en la tumba del filósofo que nunca se casó, del que algunos dicen que nunca amó. Cerca de ella, una placa conmemorativa muestra la hermosa frase de la Crítica de la razón práctica: «Dos cosas me llenan la mente con un siempre renovado asombro por mucho que continuamente reflexione sobre ellas: el firmamento estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí».
… Y su último día de vida
Una de las aproximaciones biográficas más conocidas de Kant fue la que elaboró el escritor y ensayista escocés Thomas de Quincey. Quien dijera en su obra más conocida, Las confesiones de un inglés comedor de opio, que su vida “había sido en general la de un filósofo”, se interesó siempre por la de los pensadores y muy especialmente por la Kant, cuyas obras se encontraban entre sus libros de cabecera. Este es el relato que culmina Los últimos días de Emmanuel Kant.
A las tres y cuarto del domingo, día 12 de febrero de 1804, Kant se estiró como para tomar posición para el acto final y adoptó la que había de conservar hasta el momento de su muerte. El pulso ya no se le notaba ni en las manos, ni en los pies, ni en el cuello. Busqué en todas partes en donde late, pero sólo hallé la cadera izquierda, en donde seguía latiendo con violencia, aunque intermitente.
Hacia las diez de la mañana experimentó un cambio notable; los ojos estaban fijos, y el rostro y los labios adquirieron una palidez mortal. Sin embargo, era tal la intensidad de sus hábitos constitucionales, que no apareció rastro del sudor frío que suele acompañar la agonía.
Eran casi las once y el momento fatal se acercaba (…). La última agonía tocaba a su fin, si puede llamarse agonía una muerte sin lucha. Primero se debilitó la respiración; luego se volvió intermitente y el labio superior ligeramente convulsivo; después siguió una débil respiración o suspiro, y luego, nada más. El pulso siguió latiendo unos segundos, más lento y débil, más lento y débil, hasta que cesó por completo. El mecanismo se había parado: en aquel preciso momento el reloj dio las once.
Poco después se rasuró la cabeza de Kant, y bajo la dirección del profesor Knorr, se tomó la máscara, pero no simplemente del rostro, sino de toda la cabeza, destinado, según creo, a enriquecer la colección craneológica del doctor Gall.
«Eran casi las once y el momento fatal se acercaba (…). La última agonía tocaba a su fin, si puede llamarse agonía una muerte sin lucha»
Una vez debidamente vestido el cadáver, una multitud de personas de toda condición social, desde la más elevada hasta la más humilde, acudieron a verle. Todos estaban ansiosos de aprovechar la última oportunidad que se les ofrecía de poder decir “que habían visto a Kant”. Esto duró varios días, durante los cuales, desde la mañana a la noche, la casa estaba repleta de gente (…).
Acerca de sus funerales, Kant había expresado su voluntad años atrás en un memorándum especial. En él manifestaba el deseo de que el entierro se verificase en las primeras horas de la mañana, con la menor ostentación posible, y seguido solamente por un grupo de los más íntimos amigos. Habiendo encontrado esa nota mientras arreglaba sus papeles, le dije con franqueza que aquella imposición me ocasionaría sin duda, en mi calidad de ejecutor testamentario, muchos disgustos, pues podían sobrevenir circunstancias en las cuales no habría forma posible de cumplimentarla.
Al oír estas razones, Kant rompió el papel, y lo dejó todo a mi discreción. El caso es que preví que los estudiantes de la universidad no consentirían jamás que se les escapara aquella ocasión de expresar en un acto público la veneración que por el maestro sentían. Los hechos demostraron que yo estaba en lo cierto; unos funerales como los de Kant, tan solemnes y magníficos, jamás los había presenciado la ciudad de Königsberg.
El día 28 de febrero, a las dos de la tarde, todos los dignatarios de la Iglesia y del Estado, no sólo los residentes de Königsberg, sino los venidos de los lugares más remotos de Prusia, se reunieron en la iglesia del Castillo. De allí, acompañados por todo el cuerpo universitario y por numerosos militares de graduación, que siempre fueron grandes amigos de Kant, llegaron a la casa del profesor difunto. Entonces, el cadáver, con acompañamiento de antorchas, fue conducido, entre repique general de campanas, a la catedral, que estaba deslumbrante de luces.
Seguía a pie una comitiva interminable. En la catedral, después de las ceremonias usuales, acompañadas de la máxima expresión de la veneración nacional, se celebró un solemne oficio cantado de difuntos, admirablemente ejecutado. Finalmente, los restos mortales de Kant fueron descendidos a la bóveda académica, en donde descansan ahora entre los restos de los patriarcas de la universidad. ¡Paz a sus cenizas y honor eterno a su memoria!
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