Todos aprendimos en el colegio que Cervantes no soportaba los libros de caballerías. Esto es verdad, pero no por su fondo —los ideales caballerescos de justicia y ayuda a los necesitados—, sino por su forma, completamente disparatada e inverosímil. Y es de eso de lo que se burla con maestría en el Quijote. El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, publicado en 1605 y 1615, es un relato de aventuras repleto de pensamiento y reflexiones.
La vida no es suficiente para don Quijote
El primer concepto clave para entender la concepción vital y filosófica que hay en el trasfondo del Quijote es lo que el filólogo y cervantista Américo Castro llamó «realismo existencial». El realismo existencial es, básicamente, la conciencia de que la vida tal cual es no es suficiente, de que necesita del empuje de la ficción para ser verdaderamente real. Don Quijote se lanza, efectivamente, a vivir una ficción como si fuera la realidad, porque la vida, por sí misma, no lo es. De hecho, se ha llegado a decir que don Quijote no está loco, sino que en realidad está jugando. En la aventura de los rebaños de ovejas, por ejemplo, dice el texto: «Comenzó de alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alancease a sus verdaderos enemigos» (I, 18)… cuando si realmente pensara atacar a caballeros su lanza apuntaría demasiado alto para poder acometer contra las ovejas. En el fondo, poco importa si don Quijote está loco o está jugando; el caso es que vive la ficción como realidad.
Este concepto es central en toda la literatura española del siglo XVII, y especialmente en el teatro, pero por supuesto cada autor le da un contenido ideológico diferente. En el caso de Cervantes, ocurre que la ficción o la locura de don Quijote es más justa y más bella que la realidad de un país encanallado en el que la Inquisición persigue de forma tan paranoide como implacable cualquier atisbo de heterodoxia religiosa —como no comer cerdo, lavarse con excesiva frecuencia o leer mucho, algo de lo que se burla Cervantes en La elección de los alcaldes de Daganzo— y los vecinos se denuncian unos a otros, muchas veces forma preventiva de despejar las sospechas en torno a sí.
Don Quijote, en cambio, es pura bondad. Nada más ser armado caballero, tropieza con Andrés, un muchacho a quien su amo está azotando con una correa por haberse descuidado al vigilar el rebaño. Inmediatamente, lo desata y obliga al labrador a pagarle el salario que le adeuda. En cuanto, creyendo haber «desfecho el entuerto», pica espuelas, el labrador vuelve a atar a Andrés y reanuda la paliza, pero esta vez con más saña.
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