«Los vientos en sí mismos no se ven, aunque manifiestos están para nosotros los efectos que producen y los sentimos cuando nos llegan». Con estas palabras Jenofonte atribuye a Sócrates la utilización del viento como metáfora de la actividad de pensar, a lo que añade que, en opinión de Anito, Licón y Melito, el viento del pensamiento es causa de desorden en la ciudad, pues cuando éste se levanta arrastra consigo todos los signos establecidos en los que los ciudadanos se apoyan habitualmente para orientarse.

Cabría considerar que la acusación tiene algún fundamento, pues la actividad de pensar se manifiesta y cristaliza en conceptos, en el lenguaje, y es sabido que el viento del pensamiento se vuelve con frecuencia en contra de sus anteriores manifestaciones, destruyendo de este modo la solidez de algunos conceptos que se habían mostrado eficaces para orientarnos en el mundo y para hacer inteligibles nuestras acciones, para producir sentido.
En las últimas décadas se ha convertido en un lugar común afirmar que un fuerte vendaval ha afectado al ámbito del pensamiento y ha tenido como efecto la crítica a la modernidad y a sus formas de aproximación reflexiva a lo humano. Así, se han cuestionado los discursos que pretendían ofrecer un sentido global al curso histórico de los acontecimientos, al tiempo que la categoría de «sujeto» y, por extensión, la de «hombre» han sido objeto de «deconstrucciones» y esquelas de defunción.
Tales actitudes críticas con respecto a las nociones fundamentales de la modernidad no son sólo el reflejo de una nueva búsqueda de estilos de pensamiento, sino también de las perplejidades generadas por cierta opacidad y complejidad propias del presente de las «sociedades posindustriales», que no se deja analizar fácilmente mediante categorías como «progreso», «alienación» o «emancipación».
Esto parece indicar que, para afrontar esta obstinación de lo real, necesitamos herramientas que vayan más allá del viejo ideal ilustrado de racionalización que se había concretado tanto en el proyecto de adueñarse de cualquier forma de alteridad como en la idea de una relación fluida y no problemática entre el pensar y la acción.
No resulta extraño que, tras los acontecimientos de este «siglo corto», como lo denominó Eric Hobsbawm, tengamos la impresión de habernos quedado con las manos vacías, sin útiles conceptuales para aproximarnos al presente, y andemos desorientados por la polis, por la ciudad.
Las reflexiones dominantes en las últimas décadas, que tanto nos han familiarizado con las explosiones de apasionada exasperación ante la razón, el pensamiento y el discurso modernos, han dejado como rastro el sentimiento de una aguda escisión entre la realidad y el pensar. Ha crecido, pues, la impresión de que las viejas verdades han perdido toda relevancia concreta y de que algunos conceptos y términos conectados a ellas se hallan actualmente diseminados acá y allá, sin fuerza ni contenido.
En este contexto, a los cien años de su nacimiento, Hannah Arendt ha adquirido una renovada actualidad, en la medida en que sus reflexiones parten precisamente del factum de la ruptura entre el pensamiento tradicional y la experiencia contemporánea. Como ella misma observó recurriendo a Paul Valéry, en el mundo moderno las ideas se han visto «atacadas, sorprendidas y disueltas por los hechos», y somos testigos de «algún tipo de insolvencia de la imaginación y de bancarrota de la comprensión».
El choque del pensamiento con la realidad, el vacío entre el poder de las palabras y los sobresaltos del mundo-experiencia que Arendt compartió a fondo con su tiempo le exigió alejarse de la simplificación y buscar esforzadamente nuevas herramientas de comprensión. De ahí que su obra se caracterice no solo por una feroz independencia intelectual, sino también por la presencia de una multitud de registros, unos procedentes del debate filosófico y de las ciencias sociales, y otros de la literatura, del retrato biográfico y de la poesía.
Como se verá más adelante, su obra manifiesta, así, una conflictiva relación con la filosofía y la sociología, la historia o la psicología. El pensamiento de Arendt no es, pues, una tentativa de recordar o recuperar los grandes principios o las grandes preguntas, sino una obstinada y lúcida búsqueda de las formas de pensamiento y de organización política que necesita nuestra época.
En efecto, hace ya mucho tiempo que criticar y cuestionar la solidez de las viejas nociones ha tocado fondo y que tenemos que explorar algunas vías para acercarnos reflexivamente a un núcleo de problemas que no obtienen respuesta ni formulación clara en los discursos de las diversas ciencias.
La segunda mitad del siglo XX y los primeros acontecimientos del nuevo siglo no han hecho más que poner de relieve que estos problemas todavía están por pensar. Quizá sea este uno de los motivos por los que Hannah Arendt se está convirtiendo en punto de referencia. Ahora bien, las reflexiones arendtianas no son solo el resultado de este auténtico empeño por pensar la especificidad de la experiencia contemporánea, sino que además no pueden desligarse de una fuerte conciencia que cabría considerar socrática de los efectos destructivos del viento del pensar.
Arendt parece saber que, cuando este viento se levanta y sopla, perdemos la seguridad en aquello que hasta el momento nos había parecido fuera de cualquier duda. Entonces, solo nos queda asirnos a la incertidumbre, a la contingencia, y compartirla con otros, que es lo mejor que podemos hacer con ella. Dicho en pocas palabras, el nihilismo es siempre uno de los posibles resultados del pensar; así lo indican ya figuras como las de Alcibíades o Critias, quienes, siendo discípulos aventajados de Sócrates, se convirtieron en una auténtica amenaza para la ciudad cuando, tras haber perdido la confianza en las definiciones de la piedad como resultado de la interrogación filosófica, decidieron ser impíos.
Pensar remueve las certezas que sostienen el orden común: como un viento invisible, arrastra conceptos que parecían sólidos. En un tiempo marcado por la ruptura entre pensamiento y experiencia, la obra de Arendt propone herramientas para habitar la incertidumbre sin caer en el nihilismo
***
Arendt es fiel a la idea clásica, aristotélica, según la cual pensar tiene que ver con distinguir, de modo que sus reflexiones se caracterizan por volver a las preguntas, a los conceptos; por un despliegue de definiciones. Su amiga, la escritora norteamericana Mary McCarthy, decía: «En su obra crea un espacio en el que se puede caminar con la magnífica sensación de acceder, a través de un pórtico, a un área libre pero, en buena parte, ocupada por definiciones».
A pesar de que el hábito de establecer distinciones no tiene nada de popular en el mundo moderno, en el que la mayor parte de los discursos está rodeada por una suerte de contorno verbal borroso, Arendt advierte que el empleo correcto de las palabras no es solo una cuestión de gramática lógica, sino de perspectiva histórica, puesto que una «cierta sordera a los significados lingüísticos ha tenido como consecuencia un tipo de ceguera ante las realidades a las que corresponden». Así, en sus escritos hallamos duras críticas dirigidas a la mayoría de los debates entre los expertos políticos y sociales, pues en ellos parece dominar un acuerdo tácito: todas las distinciones terminológicas podrían obviarse.
En último extremo, estos debates parten del supuesto de que todo puede denominarse siempre de otra forma, «como si estuviéramos viviendo en un universo proteico y lucháramos con él, un universo en el que todo, en todo momento, se puede convertir en cualquier otra cosa». En este contexto, si se concede algún sentido a las distinciones es porque se atribuye a todo individuo el derecho a definir sus propios términos. Sin embargo, este es un curioso derecho que más bien indica que palabras como, por ejemplo, «tiranía», «totalitarismo» o «fascismo» han perdido su significado común, que ya no vivimos en un mundo compartido en el que las palabras de sus habitantes poseen una significación incuestionable.
De hecho, al obviar las distinciones, al considerarlas irrelevantes, aceptamos vivir verbalmente en un universo carente de sentido y nos autorizamos, al mismo tiempo, a retirarnos a nuestro propio mundo de significación. Lo único que exigimos es que cada uno de nosotros sea coherente en el terreno de su terminología personal. Nos eximimos así de cualquier responsabilidad hacia los demás, hacia el mundo común, hacia la realidad política. Como si hubiéramos olvidado cuanto sugiere aquel conocido fragmento de Lewis Carroll:
«—La cuestión es —dijo Alicia— si puedes hacer a las palabras significar cosas diferentes.
— La cuestión es —repuso Humpty Dumpty— quién va a ser el amo. Eso es todo».
Para Arendt, en cambio, en el lenguaje hay una reserva de sentido, hay «pensamiento congelado», cristalizado, que el pensar debe descongelar cuando quiere averiguar el sentido original. Por eso, ella trabaja aislando conceptos, siguiéndoles la pista, enmarcándolos, de manera que, en sus manos, el acto de teorizar tiene algo que ver con reencontrar, recuperar y destilar un sentido que se ha volatilizado; teorizar se traduce, pues, en recordar. De ahí que afirme: «La memoria y la profundidad son lo mismo, o mejor aún, el hombre no puede lograr la profundidad si no es a través del recuerdo».
Frente a la confusión verbal del mundo moderno, Arendt reivindica la precisión del lenguaje como forma de responsabilidad política. Pensar exige distinguir, recuperar significados olvidados y resistir la disolución del sentido común en un universo donde todo puede decirse de cualquier modo
Pero esto no supone que pensar signifique moverse exclusivamente en lo ya pensado, sino que implica recomenzar a partir de la experiencia del acontecimiento, pues el pensar siempre se halla en el «campo de batalla». Como veremos, Arendt trata de rastrear las huellas de los conceptos políticos hasta llegar a las experiencias concretas y, en general, políticas que les dieron vida.
De modo que, por ejemplo, cuando en las primeras páginas de La condición humana leemos que el propósito no es «nada más que pensar en lo que hacemos», Arendt está sugiriendo que no se trata de investigar la naturaleza humana, sino las actividades humanas en términos de su destilación, en términos de nuestros más recientes temores y experiencias. En este sentido, con razón, se ha hablado de esta teórica de la política como si se tratara de una suerte de fenomenóloga.
Y, dado que considera que la realidad no es un objeto del pensamiento, sino precisamente aquello que lo activa, no nos ofrece algo semejante a un modelo teórico cómodo que permita dar cuenta de cualquier hecho con el que nos veamos confrontados.
Su pensar es una muestra de lo que significa encarar directamente el acontecimiento y tratar de comprenderlo en su especificidad, sin un discurso ideológico que nos sirva de airbag para protegernos ante el impacto de la experiencia o que reduzca lo nuevo a lo viejo, a lo ya conocido. De ahí que su modo de análisis y aproximación a las situaciones que le tocó vivir, el surgimiento del totalitarismo y las primeras explosiones atómicas, participe tanto del elemento clásico mencionado como de otros menos ortodoxos.
En el panorama de la filosofía contemporánea, el pensamiento de Arendt se distingue por su implacable crítica a la ineptitud de los intelectuales en todas sus variantes, académica y antiacadémica, conservadora y progresista; «nadie puede ser sobornado con tanta facilidad, atemorizado y sometido como los académicos, los escritores, los artistas». Palabras como estas no constituyen una crítica hecha sobre bases ideológicas, ni apuntan hacia una «superación» o «inversión» de la filosofía, sino que son una llamada a la responsabilidad de los hombres y las mujeres con respecto a sus propios actos y a su presente.
Así, cuando en 1964 se refería a lo acaecido en 1933, Arendt afirmaba:
«El problema, el verdadero problema personal, no fue lo que hicieron nuestros enemigos, sino lo que hicieron nuestros amigos. Dejé Alemania dominada por la idea algo exagerada sin duda de que nunca más, nunca más volvería a meterme en historias intelectuales. Mi opinión era que lo ocurrido tenía que ver con la profesión misma, con la intelectualidad. Hablo en pasado. Hoy sé algo más al respecto».
Arendt aludía así a la necesidad de analizar la característica propensión del pensamiento especulativo a la abstracción, a crearse un reino propio separado de la realidad; una necesidad que va ligada a la pretensión de gobernar, de dominar la contingencia a partir de las ideas. Pero ella no entendía la contingencia como una deficiencia, sino como una forma positiva de ser, la forma de ser de la política.
De ahí que, en sus «ejercicios de pensamiento político», partiese del supuesto de que el pensamiento nace de la experiencia viva, de los acontecimientos, a los cuales debe mantenerse vinculado por ser éstos los únicos indicadores para poder orientarse. Sus reflexiones arrancan de la experiencia de los hechos derivados del surgimiento de los totalitarismos. A partir de ahí, explora las posibilidades del pensar y de la comprensión, pues esos hechos han dejado una dramática estela en la que, como decía antes, no queda más remedio que leer la heterogeneidad entre las viejas herramientas conceptuales y la experiencia política del siglo.
Sobre la autora
Fina Birulés fue profesora de Filosofía Contemporánea en la Universitat de Barcelona (1979–2020) y forma parte del Seminari Filosofia i Gènere. Su trabajo se articula en torno a la subjetividad política, la memoria, la acción y el pensamiento filosófico femenino, con especial atención a Hannah Arendt y otras pensadoras del siglo XX. Es cofundadora del Seminario Filosofía y Género de ÀDHUC y del Grupo Arendtiano de Pensamiento y Política, y ha sido profesora visitante en universidades de Puerto Rico, Chile, Italia y Austria.
Entre sus obras destacan Una herencia sin testamento: Hannah Arendt, Entreactes, Hannah Arendt. El orgullo de pensar, Feminisme, una revolució sense model, y Hannah Arendt: el món en joc. Ha traducido obras de filosofía contemporánea y editado volúmenes colectivos sobre pensadoras como Simone Weil y Judith Butler.
Deja un comentario