Pocos libros han influido más en la historia de la filosofía que el Tractatus, de Ludwig Wittgenstein. El libro fue escrito en las trincheras de la Primera Guerra Mundial y aspiraba, nada más ni nada menos, que a resolver todas las preguntas filosóficas. Según las tesis del propio libro, todos los problemas filosóficos (o casi todos) son en realidad malentendidos lingüísticos.
Los filósofos piensan que discuten, pero todos sus malentendidos vienen de no usar correctamente las palabras. Para el Wittgenstein del Tractatus, si tenemos un análisis claro y certero del lenguaje, entonces nos daremos cuenta de que todas las discusiones sobre el ser, Dios o la causalidad del mundo son pseudodiscusiones. Si aprendemos a hablar, todos los problemas (o casi todos) se resuelven.
El problema con el que se topó Wittgenstein a medida que avanza el libro es que es difícil hablar del propio lenguaje. Lo que se defiende en el Tractatus es que las palabras son vectores de señalización, es decir, una herramienta que utilizamos para indicar un más allá: el mundo.
Sin embargo, y este es el gran problema del libro, si el lenguaje habla siempre del mundo («perro» refiere al perro que vemos), ¿cómo hablar del propio lenguaje? Si las palabras designan cosas, ¿qué palabras usar para hablar de las palabras? ¿Cómo hacer que la flecha que señala al mundo se señale a sí misma? La solución de Wittgenstein fue categórica: no se puede, el lenguaje no puede hablar de sí mismo sin incurrir en aporías y contradicciones. De ahí el famoso cierre del libro: «De lo que no se puede hablar es mejor callar».
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