Una expresión personal, única
Decidido a abandonar el siglo y enclaustrarse en su torre, en 1571, a la edad de 38 años Montaigne inicia un peregrinaje por un mundo en el que intentaba ser dueño de sí. Después de haberse dedicado durante varios años a su oficio como magistrado, alcalde de Burdeos y comisionado del rey, vende su magistratura —como era común en su época— y se dedica a una vida en la que, bien podría pensarse, abraza la renuncia y manifiesta un fracaso en lo que respecta a su labor oficial o profesional.
Esta decisión marca el camino hacia un proyecto decisivo en la historia de la literatura y el pensamiento de Occidente. Lo interesante es que la escritura de los Ensayos deriva justamente de allí, de una necesidad y vocación ajenas a cualquier tipo de ejercicio profesional.
Antes bien, Montaigne puede considerarse un aficionado, un amateur cuyas pautas se definen distantes a un vínculo académico, a un patrón técnico, agenciado dentro de normas o procedimientos estandarizados. Lo que hace implica una expresión personal, y como tal, única. Al recluirse en la torre de su castillo, intensifica su inmersión en sí mismo, en los recovecos de su intimidad. Así pues, alejarse del mundo involucra renunciar a las vicisitudes prácticas de un hombre útil, de un funcionario.
Este dar la espalda a las convulsiones cotidianas de la vida secular pública y política involucra la búsqueda de una soledad derivada de los ejercicios monacales que en el Renacimiento ya han dado paso a las actividades eruditas profanas. Montaigne es, en efecto, un hombre encerrado en su espacio con plena convicción de su vocación dentro de un mundo profano, y cuya más fuerte obsesión es el recorrido que pueda realizar sobre sí mismo.
Recorrer su intimidad se convierte en la cima de la libertad que se ejerce en la posibilidad brindada por el ocio. Esta actividad aristocrática no puede ser considerada como un aspecto menor dentro del derrotero por el cual se asimila el desenvolvimiento práctico enfocado en un ideal de libertad que en el autor es absolutamente imprescindible. Desligarse del mundo, escribir, meditar, autoevaluarse, son despliegues vitales a partir de una ética que proyecta el sentido de un hombre libre.
Montaigne puede considerarse un amateur cuyas pautas se definen distantes a un vínculo académico, a un patrón técnico, agenciado dentro de normas o procedimientos estandarizados
Explorador de la intimidad
Ajeno a las búsquedas filosóficas enmarcadas en la cientificidad, es decir, en el conocimiento del mundo externo, este aristócrata se siente obligado a describir y explicitar un espacio que a lo largo de la filosofía había sido poco explorado: la intimidad. Expresa entonces sus intereses, evidencia sus límites, enuncia sus preferencias, sus barreras, sus vicios. A través de este egotismo configura una de las obras más representativas de la literatura; su tema: él mismo.
Desplegado, seccionado y disuelto a partir de innumerables tramas subalternas, las cuales a su vez conforman una variada escenografía, Montaigne se da cuenta de la particularidad de su obra. Única y más que eso, creadora de un género, en ella expresa la poca disposición a hacer parte de la uniformidad estilística que cobija gran parte de la tradición literaria y filosófica.
Él mismo asume su libro como el único en su especie, presentándose como flujo dentro del vaivén permanente en el que el yo se diluye. Sin embargo, su libro tiene similitudes con otros. Pensar que, en efecto, los Ensayos sean un texto completamente original o absolutamente distinto, implicaría desconocer las relaciones e influencias que rigen y permean toda creación literaria.
En este caso, las diatribas griegas influyen en el género del discurso que, de cierta manera, acoge Montaigne. También las Moralia de Plutarco influenciaron en gran medida su obra, así como la Silva o miscelánea que acogía una variedad de temáticas y que fue conocida por el autor francés, lector de la obra del español Pedro Mexía. Además de estos, las cartas (Séneca), los soliloquios (Marco Aurelio) cumplen una influencia determinante en la escritura de Montaigne1.
Por supuesto, los Ensayos, si bien acogen todas estas particularidades escriturales, y también figuras retóricas como la paradoja y la digresión, van gestando ellos mismos una voz propia que se consolida en una singularidad estilística que va ganando terreno. En definitiva, esta se arraiga como experiencia decisiva en los lectores de estas tentativas o experimentaciones tanto en el ámbito estilístico como en su contenido.
Y es que, en efecto, la diferencia desarrollada en estos textos implica tanto el contenido como la forma. Ambos son indisolubles, se proyectan el uno al otro, constatan su entrelazamiento a través de direcciones plurales en las que las ideas y su expresión vagan con entera libertad.
Este aristócrata se siente obligado a describir y explicitar un espacio que a lo largo de la filosofía había sido poco explorado: la intimidad. A través de este egotismo configura una de las obras más representativas de la literatura; su tema: él mismo
Escritor polémico y problemático
Para alguien como él, promulgador del cambio, del devenir, del flujo, de la inestabilidad, de la variabilidad de todo, sus escritos corroboran esos movimientos en la medida de consignar la oscilación de temas, intensidades, humores, énfasis. Pocos textos logran suscitar tan fuerte correspondencia entre la forma y el contenido, aspecto clave dentro de la configuración interpretativa de una obra de enfoques plurales como de cualidades escriturales múltiples.
Sin duda, esta es una de las razones por las que el pensamiento del señor de Montaigne ha recibido críticas y rechazo desde la impronta fundamentalista de quienes conciben la filosofía como una reflexión sistemática y acabada. Así, el filósofo francés Nicolas Malebranche escribió una enérgica invectiva2 contra Montaigne contenida en su De la recherche de la vérité; más interesado por supuesto, en asuntos epistemológicos y morales, el teólogo no pudo ver en él más que liviandad, desfachatez y aturdimiento.
Montaigne no es apto para puritanos, por ello, a pesar de las detracciones, nos bastan unas pocas líneas de los Ensayos para advertir en ellos rasgos inagotables de una actividad filosófica que descarta suficiencias, revela contrariedades y enuncia proyecciones problemáticas.
Una de ellas la encontramos en los rasgos que el ser y el hacer ofrecen en la variedad de reflexiones que Montaigne expone como procedimientos íntimos que, de cualquier forma, han de poder ser conferidos a la condición humana en general. No es posible separar el ser de su proyección práctica (hacer), concibiendo así la unidad de pensamiento y acción. Lo que en Montaigne acaece es también lo que se despliega en el acontecer de cualquier persona.
Ser y hacer, analíticamente distinguibles, no lo son tanto en los acaecimientos que conforman el devenir humano. Marginar el ámbito práctico, y por ello ético, de la reflexión de este autor sería negar uno de sus principales focos. Filósofo sí, pero, al fin y al cabo, hombre.
En ese sentido, la impronta de su individualidad se universaliza en una célebre sentencia:
«Podemos (dice) unir toda la filosofía moral a una vida popular y privada como a una vida de más alta alcurnia; cada hombre encierra la forma entera de la condición humana».
Nos bastan unas pocas líneas de los Ensayos de Montaigne para advertir rasgos inagotables de una actividad filosófica que descarta suficiencias, revela contrariedades y enuncia proyecciones problemáticas
En estos cruces que ofrece el pensamiento de Montaigne no hay lugar para un ultimátum; todo depende, se concibe en perspectiva, se juzga en contexto. De esa forma, si desde su ser se aspira idealmente a una vida contemplativa que contrasta con la praxis, con los negocios, con las tribulaciones a las que se enfrenta en el hacer cotidiano, no es otra la relación conflictiva que puede envolver toda reflexión y acción humanas.
En el marco del ser y el hacer humanos se debe excluir una separación tajante como si fuesen esferas absolutas e irreductibles. Por el contrario, la vida reclama su paralelismo, el cruce de vertientes a las que está sujeta la existencia y, sobre todo, la necesidad de complementarse.
«Nuestra principal capacidad —indica Montaigne— es saber adaptarnos a distintas costumbres. Es ser, mas no vivir, el permanecer atado y obligado por necesidad a una sola manera. Las almas más hermosas son aquellas que tienen más variedad y flexibilidad». Montaigne, retirado en su biblioteca, da más importancia a la vida que al ser3.
Sabe que el ser humano transcurre su existencia entre vicisitudes prácticas, embrollos recurrentes, entre matices que moldean las maneras como va constituyéndose, con belleza o sin ella, la vida de cada quien. En ese sentido, en el vivir, no en el ser, precisa Montaigne su sentido.
Por ello también no dejó atrás sus afanes prácticos y domésticos, ni siquiera los intereses políticos circundantes le fueron enteramente ajenos en su madurez. A pesar de la molestia que le generaban, no se marginó de la vida secular. Montaigne, hombre del renacimiento, espíritu libre, no tendría afinidad con las exigencias de las órdenes regulares.
Ese mismo espíritu que germinaría teóricamente unos siglos después en el pensamiento enciclopédico francés o en las pautas éticas de Nietzsche, ya se ha puesto en práctica y se ha configurado en la constitución vital, estilística e intelectual de Montaigne, aunque de una manera quizás más auténtica.
«Nuestra principal capacidad —indica Montaigne— es saber adaptarnos a distintas costumbres. Es ser, mas no vivir, el permanecer atado y obligado por necesidad a una sola manera. Las almas más hermosas son aquellas que tienen más variedad y flexibilidad»
Una filosofía para una vida contradictoria
En tanto Honnête homme, modelo ético del renacimiento que recoge y al mismo tiempo reconfigura la kalokagathía griega, Montaigne intenta conciliar (a veces sin éxito claro), en una armonía siempre en riesgo, las contradicciones, los desatinos, los puntos divergentes a los que la generalidad y la individualidad, el arrebato y el sosiego, el equilibrio y el desafuero, van constituyendo en el flujo de su existencia.
Se trata de un ideal de vida ajeno al resentimiento, una ruta de construcción por medio de la cual se espera un goce de la vida, no a través de un simple y burdo hedonismo burgués, sino de una presencia espiritual aristocrática en la que se constituyan reglas y conductas ejercidas bajo el balance de la norma que se auto-constituye y el ímpetu del cuerpo que se manifiesta constantemente.
Montaigne se sabe contradictorio y, por ello, alejado de los delirios sectarios. Considera la vida como un movimiento desigual, irregular y multiforme que involucra por ello también una complejidad y una problematicidad que, no obstante, han de ser valoradas desde una óptica ajena al pesimismo.
Una sabiduría práctica en el marco de una libertad asumida desde sus dificultades y restricciones, una Gaya ciencia que, en el sentido atribuido por Nietzsche, instaura la búsqueda de sentidos en medio de las incongruencias y deméritos de la vida. Esa búsqueda en Montaigne da frutos.
La atmósfera de los Ensayos no atosiga el espíritu. Por el contrario, lo libera, lo exime de la pesadez, de los manifiestos reactivos, de las exacerbaciones fanáticas, de las servidumbres políticas, religiosas, morales… Que esa atmósfera irrite aún a los siniestros inquisidores de toda estirpe, es sin duda augurio de su buena salud, de su tono jovial, de su sonrisa ecuánime y, sobre todo, inteligente.
Montaigne se sabe contradictorio. Considera la vida como un movimiento desigual, irregular y multiforme que involucra una complejidad y una problematicidad que han de ser valoradas desde una óptica ajena al pesimismo
Referencias
1 Al respecto, puede consultarse el capítulo «La estética de Montaigne» del libro Montaigne de Peter Burke, Alianza Editorial, Madrid, 1985.
2 La diatriba de Malebranche fue traducida por Francia Elena Goenaga y Efrén Giraldo y publicada en la Revista Co-herencia Vol. 20, n.º 38, enero – junio de 2023.
3 Ser, en este caso, entendido como el mero hecho de existir sin libertad. La existencia estrictamente ontológica y no práctica.
Sobre el autor
Alfredo Abad es doctor en Filosofía por la Universidad de Antioquia (Medellín, Colombia), traductor y editor. Profesor titular de la Escuela de Filosofía de la Universidad Tecnológica de Pereira (Colombia) y director del grupo de investigación de Filosofía y escepticismo, ha publicado los libros Dispersiones y fugacidad. Al margen del substancialismo (2022), Cioran en perspectivas (2009), Pensar lo implícito en torno a Gómez Dávila (2008) y Filosofía y literatura. Encrucijadas actuales (2007).
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