En tiempos de reclusión generalizada, creación de fronteras donde ya se las había abolido, cierre de espacios aéreos y una avalancha de muertos diseminada por todo el planeta, resulta muy esclarecedor volver al pensamiento de Achille Mbembe, el filósofo camerunés, que acuñó el concepto de necropolítica, entendiéndola como una técnica característica del capitalismo globalizado.
Por Virginia Moratiel, doctora en Filosofía
Para muchos se trata sólo de un pensador postcolonial, quien hace una deconstrucción del discurso eurocéntrico y aboga por la recuperación de una memoria no victimista que, alejada del resentimiento y el deseo de venganza, contribuya a sanar las heridas de la explotación y, sobre todo, de la esclavitud en el continente africano. Y, sin duda, lo es, pero relegarlo exclusivamente a un examen del pasado es una forma cómoda de evitar el malestar que producen sus reflexiones si se las aplica a la realidad actual. Es cierto que sus trabajos sobre cuestiones «recientes» se refieren al exterminio nazi, al apartheid en Sudáfrica, a lo sumo, a las políticas de ajuste y expulsión que se ensayaron entre israelíes y palestinos a partir de mediados de los años 70 o en el continente africano desde los 90.
Sin embargo, está claro —y él mismo lo reconoce— que tales estrategias hoy se extienden por todas partes y parecen haber adquirido una dimensión planetaria. Así se entiende en América, donde existe una amplia población indígena que ha sido sojuzgada desde la época de la conquista por el gobierno tanto de los colonos como de los criollos y, además, hoy sufre el yugo de las mafias. Más concretamente, en México se cree que las ideas de Mbembe son esenciales para comprender el asesinato y desaparición de personas, así como los feminicidios y, en general, la violencia de género. Y es por ese motivo que los estudios sobre biopolítica y necropolítica han prosperado allí.
Relegar a Mbembe exclusivamente a un examen del pasado es una forma cómoda de evitar el malestar que producen sus reflexiones si se las aplica a la realidad actual
Según Mbembe, el capitalismo primitivo, el que va desde el siglo XV hasta la revolución industrial, cuando aparecieron las máquinas, no podría haber funcionado sin el recurso a la esclavitud. La mano de obra gratuita permitía obtener las materias primas para su posterior elaboración, de modo que el esclavo constituía un simple instrumento de trabajo en las minas o plantaciones y, a la vez, era una mercancía, puesto que podía venderse al mejor postor en el mercado. De este modo, el sistema de producción adquirió una función genética: se basaba en razas que, al mismo tiempo, eran clases sociales, introduciendo entre ellas un factor natural de desigualdad. Las políticas occidentales de división de clases necesariamente debieron acompañarse de racismo, porque la diferencia étnica facilitaba la atribución de inhumanidad a los pueblos extranjeros a los cuales se quería avasallar, permitiendo que el otro apareciese como sombra o enemigo del pueblo opresor. Finalmente, esas costumbres coloniales o imperiales generaron lo que Mbembe llama un «devenir negro del mundo», que culminó en una falta de distinción entre el ser humano, la cosa y la mercancía. Hoy en día cualquiera puede ser víctima de semejante equiparación con independencia de su raza, aunque es evidente que el ansia de beneficio se ensaña sobre todo con los vulnerables, con aquellos que resultan poco visibles y se encuentran más expuestos a caer en cualquier clase de sumisión, por ejemplo, los pobres, los niños, las mujeres, los enfermos y los ancianos.
La completa instrumentación del otro para el provecho propio hizo que el cuerpo se convirtiera en el objeto preferente de control de lo que —siguiendo a Foucault— se denomina «biopoder», el cual no tiene por qué ser una instancia pública, sino que puede encarnar en un grupo privado o en un particular anónimo. De semejante apropiación dan cuenta desde ciertas prácticas cotidianas como la alimentación, el ejercicio físico, la moda o la sanidad hasta el robo de órganos, el narcotráfico, la prostitución, la reclusión en prisiones o la pena de muerte. Al final, como ya había visto Hegel en su Fenomenología del espíritu, el reconocimiento individual se da en medio del antagonismo y, por tanto, a través de una lucha a muerte que concluye en una relación de sujeción y dominación, tanto más cuando se vive en una sociedad altamente competitiva.
El sistema de producción adquirió una función genética: se basaba en razas que, al mismo tiempo, eran clases sociales, introduciendo entre ellas un factor natural de desigualdad
De lo que no hay duda es que en el punto de partida elegido por Mbembe para su análisis está implicada la muerte, pues la esclavitud supone la entera disponibilidad de la existencia ajena en manos del amo, simplemente por el temor a perder la «vida desnuda» —como diría Agamben—, la mera supervivencia biológica. De esa completa entrega de la libertad emana una triple pérdida para el sometido, que le obliga a desistir de un hogar propio, de disponer de su cuerpo y, por supuesto, de los derechos políticos. De algún modo, lo convierte en ese homo sacer del que habla el italiano, un individuo a quien la legislación romana destinaba a morir y al que cualquiera podía matar impunemente sin que eso acarreara sanción, pues dicho acto no se reconocía como homicidio. Lo transforma en un ser descartable que seguramente nadie reclamará, al cual se le han suspendido todas las garantías civiles, empezando por el Habeas corpus, dejándolo a merced de la violencia en una ambigua tierra de nadie, entre la naturaleza y la política. En la sociedad esclavista, esa desigual distribución de poder se sostuvo gracias a la recurrente táctica del pánico, mediante castigos corporales y aislamiento, que actuaban como refuerzo y recordatorio de aquel temor originario que había llevado al doblegado a renunciar a su libertad. Las políticas modernas del terror y la crueldad siguen haciendo uso de esos principios que aún anidan en lo profundo de la psique humana. De ahí que exista una «concatenación» entre el biopoder, el estado de excepción y el estado de sitio.
Sobre estas bases surge el concepto de necropolítica, la idea de que «la última expresión de la soberanía reside en el poder y en la capacidad de decidir quién puede vivir y quién puede morir». A esta idea ha de sumarse también el hecho de que la violencia económica no se expresa tanto en la explotación del proletario, sino en hacer superflua a una parte importante de la población mundial. Un mundo que —como dice Mbembe— «cuestiona radicalmente el proyecto democrático heredado de la Ilustración», regido por el lema de igualdad, legalidad y fraternidad emanado de la revolución francesa. A causa de la maquinización primero, de la digitalización después y, finalmente, de la financiarización económica, que desplazó la inversión dineraria desde el ámbito agropecuario e industrial hacia el de la especulación financiera, el capitalismo ha ido produciendo un excedente de trabajadores que ya no necesita explotar.
La esclavitud supone la entera disponibilidad de la existencia ajena en manos del amo, simplemente por el temor a perder la «vida desnuda» —como diría Agamben—, la mera supervivencia biológica
Su manera de disponer de tales sobrantes de población es «exponerlos a todo tipo de peligros y riesgos, a menudo mortales», como ocurre con el goteo de feminicidios en México o con los operativos de eugenesia a cara descubierta durante el Holocausto. En ese sentido, no sorprende la situación a la que actualmente se han visto sometidos los ancianos, en quienes el virus de Covid-19 parece haberse cebado. La negativa a ofrecer asistencia médica a los que hicieron aportaciones económicas durante toda su vida para poder disfrutar de cobertura sanitaria en la vejez bajo el supuesto de que tenían menos probabilidades de sobrevivir, incluso cuando no exhibían patologías previas —como se ha comprobado en varios casos—, pone de manifiesto esa tendencia a deshacerse de la población no utilizable, asumida como criterio de selección sin demasiados escrúpulos por la mayor parte de la sociedad. Da la funesta impresión de que la pandemia hubiese actuado teleológicamente —como diría Kant—, de acuerdo con una finalidad natural, con una intención inconsciente y oscura similar a la que opera en la naturaleza, liberando a los países envejecidos, sobre todo a los europeos, no sólo de la carga de una población improductiva, sino de una cantidad de recursos que estaban destinados al pago de pensiones y ahora pueden dedicarse a otros objetivos.
Un método adicional para controlar la población no explotable es la «zonificación», que consiste en aislar y encerrar en lugares vigilados a los que se niegan o no pueden contribuir al sistema. En este sentido, Mbembe considera que es significativo constatar que el censo en las cárceles de los países ricos, como los Estados Unidos de América, China o Francia, no ha dejado de crecer de manera casi exponencial a lo largo de los últimos veinticinco años, llegándose en ciertas prisiones al hacinamiento. Algo parecido ha sucedido con nuestros mayores, quienes han terminado por ser recluidos en residencias para la tercera edad, que abundan por todas partes. Es evidente que no se puede atribuir la responsabilidad de la confinación de los ancianos a los Estados, sino a los individuos. Sin embargo, no hay duda de que es el sistema imperante el que impide el desarrollo armonioso de la familia, obligando a todos sus miembros a aportar económicamente sin poder dedicar tiempo a los que necesitan cuidados. Pero, además, a la vista del lamentable abandono en el que se encontraron muchos de estos geriátricos en distintos países, tanto en lo que atañe al personal como a las instalaciones, no se puede dejar de reconocer que hay una dejación colectiva de la responsabilidad hacia los viejos. Se los trata como material de desecho, olvidando que, si el sistema ha llegado hasta aquí, ha sido gracias a su trabajo.
A causa de la maquinización primero, de la digitalización después y, finalmente, de la financiarización económica, el capitalismo ha ido produciendo un excedente de trabajadores que ya no necesita explotar
La clausura así como la creación de fronteras son mecanismos similares cuyo objetivo es acotar el espacio para salvaguardar la soberanía, el derecho a decidir sobre la vida y la muerte, sobre la participación en la sociedad o el ostracismo. Presentan varias caras, dependiendo de la perspectiva desde la cual sean considerados. Por ejemplo, se puede aislar al enemigo apresándolo en una institución del tipo que sea o alejarlo de los que tienen una buena integración al sistema en un barrio distante. Pero también pueden ser estos, los poderosos, los que voluntariamente se autoexcluyan en urbanizaciones de lujo, rodeados de todas las medidas de seguridad posibles para impedir el contacto con los enemigos. En ambas coyunturas el encierro se traduce en un negocio, a veces bastante turbio. Pero existe, además, el estado de excepción —concepto acuñado por Carl Schmitt— que puede declarar un país en circunstancias especiales, como una catástrofe, una emergencia nacional, una guerra exterior o una conmoción interior, es decir, una guerra civil, que rápidamente hace derivar la figura jurídica hacia el estado de sitio. El decreto de excepción permite al Estado ejercer la facultad de determinar quién es el enemigo público, para lo cual anula ciertas garantías constitucionales como el derecho de locomoción, de reunión, de libertad de opinión, de trabajo, etc. Este sería el caso de la cuarentena generalizada en todo el mundo, prescindiendo de que ciertos gobiernos no hayan recurrido a dicho mecanismo y prefiriesen recomendar simples medidas de distanciamiento. No es arbitrario que una y otra vez se nos hable del virus en términos bélicos, porque los Estados ya lo han señalado públicamente como un enemigo invisible, que ataca a todos. Y ante eso, ante el miedo de perder la vida, reacciona el instinto animal para salvarla a toda costa, e —igual que en la dialéctica del amo y el esclavo— los ciudadanos rehúsan voluntariamente a la libertad. De ahí la preocupación de ciertos filósofos sobre las consecuencias y derivaciones de semejante renuncia.
El decreto de excepción permite al Estado ejercer la facultad de determinar quién es el enemigo público, para lo cual anula ciertas garantías constitucionales como el derecho de locomoción, de reunión, de libertad de opinión, de trabajo, etc.
El confinamiento se viene realizando desde hace tiempo a nivel internacional con una proliferación de fronteras y zonas exclusivamente militares en una etapa de grandes olas migratorias, azuzadas por la guerra y la devastación ecológica. Según Mbembe, corresponden a una fase de repoblación del planeta, donde ya no quedan nuevos lugares por descubrir o explotar, pero están relacionadas también con un envejecimiento de las sociedades del norte y un rejuvenecimiento de las del sur, en particular, del continente africano y el asiático. Para protegerse del enemigo, los países ricos han aumentado la segregación social en el exterior y en el interior, levantan muros y guetos o crean infinidad de obstáculos administrativos, a pesar de que muchos necesitan de esta población joven para hacer funcionar su economía. Así, se ha favorecido la emergencia de una autoridad transnacional que les ofrezca seguridad y normalice el estado de excepción a escala mundial. Es obvio que este poder no puede ser asumido por una fuerza democrática, debido a su aspiración a abolir lo político. Dadas las masivas privatizaciones del sector público en todo el mundo, las inmensas deudas de los países dependientes económicamente, que encubren el expolio sistemático de sus recursos, Mbembe concluye que es previsible el fortalecimiento de un «gobierno privado mundial» ya operante, formado por los grandes capitales.
Sobre la autora
Su nombre original es Virginia López-Domínguez. Es doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, donde fue profesora titular durante 30 años y vicedecana de la facultad. Especialista en idealismo alemán, en 2008 dejó la docencia en la UCM y adoptó el nombre de Virginia Moratiel. Desde entonces ha publicado novela, cuentos y minirrelatos. Sus dos últimos ensayos tratan temas de género. Desde 2014 reanudó su labor académica como profesora visitante en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad de Buenos Aires y como Visiting Scholar en la universidades de Harvard y Oxford.
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