La nostalgia es poderosa y vive buenos tiempos. Aunque quizá solo sintamos nostalgia de los buenos tiempos. O quizá sea que, cuando no nos acordamos exactamente, fabricamos los recuerdos a la medida de nuestros deseos. El caso es que la nostalgia se disfruta, por eso se practica y hasta se crea, pero ojo con la inflación: puede que la burbuja de la nostalgia acabe por estallar.
«Uno lo recuerda todo con gran detalle, pero lo recuerda mal», afirma el protagonista de Subir a por aire en el momento cumbre de la obra. Es una de novela de George Orwell consagrada a la nostalgia en todas sus escalas: desde la nostalgia individual de un hombre por su niñez y los paisajes de su infancia a la nostalgia de seguridad –más bien de continuidad– ante un mundo incierto en vísperas de cambiar y sobre el que planea la amenaza de la guerra.
Subir a por aire, lo explica el autor en su novela, es lo que hacen las tortugas marinas cuando necesitan rellenarse los pulmones de oxígeno y poder bajar de nuevo a su medio «entre las algas y los pulpos». El protagonista de la novela es un agente de seguros de mediana edad, casado y con hijos asfixiado por la rutina que decide escapar, aunque sea por unos días. Sin dar cuentas a nadie, con un pellizco que le ha tocado en las carreras, prepara con emoción su subida a por aire, su regreso al pasado. «¡Subir a por aire! Si no hay aire», exclamará indignado una vez allí, una vez comprobado que nada queda de todo aquello que recordaba y añoraba. «¿Podemos volver a la vida de antes o se ha terminado esta para siempre? Pues bien, ahora tenía la respuesta. La vida de antes ha terminado, y el andar buscándola es sencillamente perder el tiempo (…). Durante todos aquellos años, Lower Binfield había estado guardado en mi mente como un rincón tranquilo al que podía ir a refugiarme cuando quisiera, y ahora, por fin, había ido a refugiarme en él y había descubierto que no existía. Yo mismo había arrojado una granada sobre mis sueños».
«¿Podemos volver a la vida de antes o se ha terminado esta para siempre?», se pregunta el protagonista de la novela de George Orwell Subir a por aire
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Animales que añoran
Que una revisión de la nostalgia desde un punto de vista filosófico comience apoyándose en la literatura adelanta ya uno de las claves de esta particular manera de recordar: tiene mucho de ficción. De ficción, siendo indulgentes, porque igual se podría decir que tiene mucho de engaño y autoengaño. Hacemos lo que nos viene en gana con nuestros recuerdos, que para eso son nuestros (y de nadie más, aunque sean compartidos). ¡Ea! La relación que establecemos con ellos es tan cercana, tan íntima que no se sabe si somos lo que recordamos o aquello que recordamos (y olvidamos) es lo que somos. En cualquier caso, que la memoria nos constituye, más allá de la expresión de barra de bar formulada anteriormente, es la tesis del artículo inaugural de este dosier. En él se reunía un grupo no escaso de filósofos (como Emilio Lledó o Javier Sádaba), de científicos como Robert Quian Quiroga o de escritores como Borges que consideraban desde sus distintas aproximaciones que somos memoria. Esta parte se interna por ese camino y sigue al filósofo y profesor de filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid (España) Diego S. Garrocho, quien, en su ensayo Sobre la nostalgia (Alianza) –que vertebra parte de este artículo–, afirma: «El ser humano es un animal que añora». Garrocho rescata esta singular experiencia de la memoria «de las muchas descripciones que históricamente se han dado para definir la esencia de lo humano». Una idea que hunde sus raíces en la Grecia clásica y en la que su dúo más conocido, el formado por Platón y Aristóteles, también tuvo algo que decir.
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