La historia de la humanidad siempre ha corrido pareja, o en total conexión, con nuestro desarrollo cognitivo. La mente humana ha sido, más que ningún otro condicionante, la razón de que los humanos hayamos llegado al nivel en el que nos encontramos hoy, y en ello ha tenido mucho que ver nuestra capacidad de imaginar nuevos mundos.
Desde siempre, las personas hemos soñado con vivir más, mejor, más felices y en mejores condiciones. Algunas veces, esos deseos han ido aparejados a tesis políticas que prometían «cielos en la tierra», mientras que otras veces esos proyectos ideales quedaban en nuestras obras de arte, en nuestros libros, cuadros o películas. De un modo u otro, lo cierto es que la humanidad siempre ha soñado, sigue soñando hoy y, con toda probabilidad, seguirá haciéndolo mañana.
El nacimiento de la utopía
¿A qué llamamos utopía? El primero en usar ese término fue Tomás Moro, aunque no está del todo claro su origen, puesto que dicha palabra no existía en el latín clásico. Podría significar tanto «buen lugar» como «ningún lugar», pero, puesto que ambas traducciones son parte de sus características intrínsecas, no escogeremos ninguna y a lo largo del texto nos decantaremos por ambas según convenga.
Utopía, la isla de Tomás Moro
Si bien ya hubo autores antes de él que se plantearon ideas utópicas respecto a las sociedades perfectas, la obra más famosa y de mayor peso tal vez sea Utopía de Tomás Moro. en ella el pensador y religioso inglés plantea un tipo de sociedad racional y basado en los principios éticos del cristianismo que, en teoría, debería ofrecer una vida mejor y más justa a sus habitantes.
El pensador inglés imaginó una isla, Utopía, creada artificialmente por sus habitantes. El país se compone de 54 ciudades-estado organizadas de la misma forma, situadas a misma distancia unas de otras y con, aproximadamente, la misma extensión. Dichas ciudades están todas construidas racionalmente, dividiendo sus territorios en las ciudades propiamente dichas y sus terrenos de agricultura y ganadería para proveerse de sustento.
La población alternaría su trabajo entre la ciudad y el campo cada dos años, trasladándose cuando acabara su turno. En Utopía no existiría la propiedad privada, de manera que nadie debería tener queja por perder su casa. En todo caso, con el fin de que no se crearan divisiones, toda familia estaría obligada a cambiar de casa, por sorteo, cada 10 años. Teóricamente, en el país todo el mundo podría aprender las profesiones extra que quisiera, pero necesariamente tendrían que conocer y realizar las labores relacionadas con las profesiones productivas, para así crear riqueza, proveer a la sociedad y asegurar su supervivencia.
Agustín Alonso G. (Madrid, 1980) es filólogo, novelista y productor de contenidos digitales en RTVE, donde actualmente es subdirector de Contenidos Juveniles. Ha colaborado con Radio 3 y El ojo crítico, de Radio Nacional, y ha formado parte de proyectos que han merecido dos Premios Ondas y los Cannes Corporate TV & Media Awards, entre otros.
En cuanto a la organización política, la isla seguiría un modelo parecido al de la Iglesia católica, pero con diferencias notables. La población estaría organizada de manera piramidal, siendo el integrante masculino de mayor edad quien tendría la autoridad de su familia. Luego, cada treinta familias, escogerían a un jefe, y el conjunto de estos serían los encargados de formar un parlamento o senado que tendría dos funciones: por un lado, elegir al príncipe gobernante de entre cuatro candidatos propuestos por el pueblo; y por otro, de ejercer como consultores de gobierno de dicho príncipe, el cual, aunque sería elegido con cargo vitalicio, podría ser depuesto en caso de que se demostrara que había actuado no conforme a los intereses del país, sino de los suyos propios.
En cualquier caso, Moro no se engañaba. Era plenamente consciente de que su idea era imposible de llevar a cabo, por la sencilla razón de que la política lleva asociada una progresiva degradación moral, en la que los distintos integrantes no luchan por el bien común, sino por la imposición de sus intereses en detrimento de los del rival. Es decir, la propia naturaleza del sistema deja fuera a los más necesarios, lo que imposibilitaría el ideal platónico de una sociedad gobernada por los buenos y sabios.
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