Desde los inicios de la filosofía, el tiempo ha sido una cuestión sobre la que pararse a pensar. Aunque los siglos pasen, la eternidad, el recuerdo, lo que dura un instante… no dejan de ser ideas que nos seducen para que descubramos qué significan realmente. En este dosier, Mercedes López Mateo hace un recorrido por las comprensiones de la temporalidad más relevantes de la historia de la filosofía hasta llegar a las aportaciones de su máxima pensadora en la actualidad española: Teresa Oñate y Zubía.
Es innegable la enorme distancia que separa nuestra concepción del tiempo de la que tenían en la Grecia Clásica los filósofos. Y, aunque no se pueda decir que compartimos una manera común de pensar en este tema, en palabras del filósofo y sociólogo Antonio Campillo, «no se trata sólo de saber cómo pensaron ellos acerca del tiempo, de su propio tiempo, sino también de cómo podemos pensar nosotros nuestro propio tiempo a partir de lo ya pensado por estos lejanos antepasados nuestros».

Lo que tienen en común los filósofos de entonces y los de ahora —los antiguos y los modernos, como diría Benjamin Constant— no son las respuestas que dan a la cuestión del tiempo, sino el hecho de que se hacían y hacen las mismas preguntas. Para todos, el tiempo ha sido, es y será la cárcel del pensamiento: de donde no podemos escapar y desde donde pensamos hasta cumplir condena mortal.
Los cuatro tiempos de la Grecia Clásica
El tiempo como se entendía en Grecia no era lineal y siempre hacia delante como el nuestro, sino que se organizaba de manera circular, es decir, en repetición y regresando siempre al origen. Esto era así porque el tiempo nacía de un principio divino, el arché (en griego, ἀρχή), que además es eterno. Esta eternidad implica que no tiene un inicio ni final determinados, como sí sucede en el tiempo lineal, por lo que siempre se acaba regresando a él.
Como tantas veces hemos visto, allí era habitual que se emplease la mitología para intentar asimilar con mayor claridad realidades que escapaban al entendimiento de los griegos. Como dijo el filósofo francés Jean Brun en Platón y la Academia, «gracias al mito, lo inefable puede relatarse y lo incomunicable se comunica». La mitología era la manera habitual que había en Grecia para hacer visible lo invisible. Por ello, cuando hablaban del tiempo, diferenciaban entre tres divinidades que encarnaban tres concepciones distintas del tiempo: Chrónos, Aión y Kairós. A ellos se les suma otro, a veces olvidado en ese tránsito no siempre real del «mito al lógos», el Aidíon.
Chrónos
Chrónos o Kronos es el tiempo visto desde la muerte. Suele ser el más conocido en la actualidad debido a las numerosas representaciones que ha tenido en la historia del arte, como el famoso «Saturno devorando a sus hijos», su versión romana, en las pinturas negras de Goya. Chrónos es el Titán que nace de la unión entre el Cielo (Urano) y la Tierra (Gea), y suele ser representado portando la hoz con la que castró a su padre. Ese corte parricida es el que marcó la división entre el Cielo y la Tierra como hoy los conocemos: Chrónos es el responsable de la génesis del orden cósmico.
La mitología era la manera habitual que había en Grecia para hacer visible lo invisible
Por otro lado, Chrónos no solo se ensañó contra su padre, sino también contra sus hijos comiéndoselos nada más nacer, pues Gea le había advertido de que uno de ellos se sublevaría contra él. Como explica Teresa Oñate, catedrática de Filosofía en la UNED (Universidad Nacional de Educación a Distancia) y directora de la cátedra internacional HERCRITIA, Chrónos «es un dios que necesita engullir y matar a todo lo otro para que permanezca su poder. El dios que mata para conservar su eternidad. Dios de la muerte de todo lo finito para ser él, infinito».
El tiempo que representa Chrónos es el del movimiento extensivo. Es un tiempo «tan impotente como prepotente», ya que solo es capaz de durar y perdurar ocupando y devorando con crueldad el siguiente momento que está por llegar. Es el soberano del mundo, un tiempo continuo, lineal e ilimitado en su extensión, pero al mismo tiempo es un tiempo engendrado, por lo que no es eterno. En la Lógica del sentido, Deleuze lo explica de la siguiente manera: «Chrónos es el presente que sólo existe, y que hace del pasado y del futuro sus dos dimensiones dirigidas, de tal manera que se va siempre del pasado al futuro, pero a medida que los presentes se suceden en los mundos o en los sistemas parciales».
Aidíon
El Aidíon es el tiempo continuo y constante. Representa la eternidad del tiempo visto desde la vida incondicional e intensiva. Es solamente vida. En el Aidíon no hay cabida para la muerte, no tiene contrario. A diferencia de Chrónos, es una divinidad sin génesis, precisamente por su ser constante. Aidíon es la plenitud eterna de la vida que no tambalea frente a un antes o un después.
Aión
Aquello que enlazaba el Chrónos devorador con el impasible Aidíon era el Aión. En otras palabras, se trata del enlace entre la eternidad continua y la muerte en movimiento que se extiende. Aión es solo un instante extático: aparece y desaparece, pero nunca permanece en el tiempo. Irrumpe constantemente porque siempre tiene ansias de volver ya que es el límite más perfecto que encuentra a la Muerte con la Eternidad.
Al Aión se le representa, principalmente de dos maneras distintas: por un lado, Heráclito contaba que el tiempo Aión era un niño que juega con los dados; por otro, se lo asocia con un anciano por simbolizar lo inengendrado, lo eterno que carece de origen, como el Señor del tiempo. Erwin Panofsky, teórico de la crítica artística, en su extensa obra Estudios sobre iconología, explica que Aión suele aparecer rodeado por una serpiente —o junto a una que se muerde la cola— en referencia al eterno retorno.
Aión es el enlace entre la eternidad continua y la muerte en movimiento que se extiende
Kairós
Por último, encontramos el tiempo oportuno, el Kairós. Este nos enseña el criterio correcto para identificar el corte del instante eterno (del Aión, que nace del encuentro entre Chrónos y Aidíon). Kairós es la ocasión, el tiempo del acontecimiento, único, que no puede darse ni antes ni después, ya que se trata del delicado equilibrio para encontrar el momento oportuno. Este tiempo cuenta con una particularidad que lo distingue del resto, pues debe entenderse de forma espacial, es decir, como el lugar, no solo el momento, donde se encuentran el resto de tiempos, haciendo de ellos lo uno, pero al mismo tiempo múltiples.
Antonio Campillo lo explica de forma muy clara cuando dice que «el Kairós no es, pues, una unidad de tiempo abstracta, independiente de lo que en él acontece, sino que el acontecer como tal es lo que puede llegar a configurarse como Kairós en un momento y lugar determinados. Por eso no cabe siquiera separar tiempo y espacio, puesto que la ocasión se refiere a un momento y a un lugar».
Panofsky dice que a Kairós se le representaba como un hombre joven alado en movimiento de fuga. «Además su cabeza mostraba a menudo el mechón de pelo proverbial, por el cual se puede atrapar a la Oportunidad, calva». ¿Te suena la expresión «a la ocasión la pintan calva»? Pues ahora ya sabes de dónde viene. Si no se agarra en el momento justo, se nos escapará debido a su velocidad. Kairós porta también una balanza desequilibrada en señal de que solo él conoce la medida correcta.
«La lengua de los dioses»: del cuándo al cómo
Sin duda, un libro que se titule La lengua de los dioses reúne ya en su portada toda la gloria del Olimpo, pero si además nos sumergimos en sus páginas, Andrea Marcolongo, su autora, consigue descubrirnos la sabiduría de la diosa de ojos de lechuza que albergaban las palabras en el griego antiguo que tan poco se aprecia en nuestros días. En su obra, Marcolongo nos ofrece de manera muy didáctica nueve razones por las que amar el griego desde las particularidades que hacen de él una lengua única.
«Al griego volvemos cuando estamos cansados de la vaguedad, de la confusión y de nuestra época», son las palabras que nos recuerda de Virginia Woolf. En la amplia travesía por los mares griegos en la que nos guía, abre las cuestiones del silencio y la pronunciación, los géneros y números perdidos como el neutro y el dual, el deseo que escondía el modo optativo y un largo etcétera, pero lo aquí relevante es que Marcolongo nos muestra cómo es posible decir el tiempo de otra manera: desde el aspecto.
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