Para ella, la escritura representa un tiempo, en el sentido del momento oportuno (kairós). Por otra parte, el pensar se expresa en la perplejidad de una pregunta. Woolf inicia su ensayo imaginando qué supone preguntar. Su inquietud se formula en estos términos: ¿qué tiene que ver una mujer escritora con una habitación propia? El lugar para pensar la pregunta es un banco cerca del río. La modalidad del pensar queda pegada al significado de las palabras, como el líquido elemento que baja y se renueva en total transparencia. Y así dice literalmente en el inicio de su texto: “Me siento en un banco cerca del río y me pregunto qué quieren decir las palabras” (p. 5).
Una habitación propia es el título de este ensayo sin final feliz. Para Virginia Woolf, el problema de la relación de las mujeres con las palabras escritas no se puede resolver. Queda indeterminada, como un imposible de decir: “De cualquier manera, cuando un tema es muy controvertido –y cualquier cuestión sobre sexo lo es– no podemos esperar decir la verdad” (p. 6).
La cuestión filosófica de la búsqueda de la verdad, en este ensayo “tan Oxfordshire”, consiste en admitir que la verdad no puede ser toda dicha. Pero entonces, ¿hay una verdad en lo que escribimos, decimos, hablamos? Solo en la medida en que una precaria, deslizante hiladura de vocablos no la delimitan en su totalidad. La verdad en femenino es para Woolf un real en el sentido de Lacan: “Lo que no deja de no inscribirse”. Los límites de la verdad coinciden, pues, con la fragilidad del decir: en algún momento perdemos un cabo suelto. La gramática no alcanza a enlazar perfectamente las palabras circulantes, resbaladizas, como el agua del río que baja. En su obra inacabada Between the acts (1941), Woolf dirá que las palabras son como caramelos humedecidos y rodantes en la lengua. En definitiva: una degustación.
En Una habitación propia, Virginia Woolf plantea el problema de ser una mujer que piensa y escribe
En una sugerente escena de Una habitación propia, Woolf recuerda las luncheon parties (literalmente, fiestas con almuerzo incluido) en la Universidad de Oxford. Se fija en un detalle: el hecho de que estos acontecimientos académico-sociales sean siempre recordados por algo sabio que se dijo o se hizo: “Muy pocas veces se dedica una palabra a lo que se comió” (p. 12). Woolf observa que, a menudo, los novelistas hombres simulan no comer ni beber, como si una secreta convención les impidiera hablar de ello. Entonces, deliberadamente, cuenta el menú que sirvieron ese día, tomándose la libertad de desafiar la convención masculina desde otro punto de vista, amarrado a la subjetividad femenina de la autora:
“(…) el almuerzo en esa ocasión empezó con lenguados, servidos en un plato hondo, encima del cual el cocinero del college esparció una cubierta de salsa blanca, salvo que estaba marcada aquí y allá con manchas marrones como las manchas en los costados de una cierva” (p. 12).
La salsa blanca del lenguado ¿qué significa? Resulta que no es del todo blanca. Sus manchas señalan la imperfección del plato, en contraste con la tozudez del discurso de los hombres novelistas consagrados. Estos académicos elegantes están empeñados en encontrar la inmaculada versión de la realidad del mundo, vano empeño que las mujeres sabias, contando que también se come en la mesa, cuestionan en su propia producción intelectual.
Virginia Woolf es aquí un poco Diotima. Las dos participan indirectamente de la experiencia de comer con otros, sin compartir el goce idealista de los hombres, sino más bien fijándose en lo que falta, en lo que no está y hace pegar un respingo al orden masculino de la perfección incólume. Se fijan en la salsa blanca del lenguado.
Woolf observa que los novelistas hombres simulan no comer ni beber, como si una secreta convención les impidiera hablar de ello. Entonces cuenta el menú que sirvieron ese día, desafiando la convención masculina desde otro punto de vista, amarrado a la subjetividad femenina de la autora
Después del almuerzo, Virginia Woolf busca un lugar para fumar un cigarrillo, pero no hay ceniceros a mano. Se sienta al lado de la ventana, la abre para tirar la ceniza por fuera. Entonces contempla un gato sin cola pasearse por el impecable césped del jardín. Woolf describe el extraño gato como un “abrupto y truncado animal”, evocador y pintoresco, que ella ve de repente, en una especie de imprevisto realismo mágico, porque abrió la ventana al faltar ceniceros.
Marcas marrones en la salsa del lenguado; falta de ceniceros; gato sin cola. Woolf escribe una lista de “no-hay” justamente en un texto sobre cómo escriben las mujeres.
Siguiendo sin saber el rastro de Diotima, una mujer busca una habitación propia en un mundo de hombres a la hora del almuerzo. Esa habitación propia representa una modalidad del discurso “no-todo” que agujerea la falsa consistencia del novelista, académico, filósofo, divino intelectual narcisista encargado de preservar lo insostenible.
(Referencias: A room of one’s own, de Virginia Woolf. London, Penguin Books, ed. 2000. Between the acts, de Virginia Woolf. London, Penguin Books, ed. 2000).
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