Para Platón, el cuerpo era la cárcel del alma. Para el cristianismo, fuente de multitud de pecados (lujuria o gula, por ejemplo). Para Descartes, cuerpo y mente son sustancias radicalmente distintas que (casi) no interactúan entre sí. Para Kant, la grandeza del ser humano no está en su ser-cuerpo, sino en su dignidad moral. ¿Por qué esta concepción —occidental— más bien peyorativa del cuerpo? En este dosier, Julieta Lomelí examina estas concepciones negativas del cuerpo y aborda una propuesta positiva del mismo de la mano de Jean-Luc Nancy.
Perdí mi cuerpo
«Un día comprendió cómo sus brazos eran
solamente de nubes;
imposible con nubes estrechar hasta el fondo
un cuerpo, una fortuna.
La fortuna es redonda y cuenta lentamente
estrellas del estío.
Hacen falta unos brazos seguros como el viento,
y como el mar un beso».
Luis Cernuda
Una mano amputada del resto del cuerpo de un hombre se escapa del anticlimático congelador de un laboratorio para emprender un riesgoso viaje por la ciudad. Su objetivo es volver a unirse al cuerpo que ha perdido, encontrar a su dueño, que es el agente principal de sus memorias. La mano camina de noche y de día, se enfrenta a ratas de alcantarilla, escapa de numerosos peligros que podrían romperle los dedos, logrando, incluso, sortear la monstruosidad de una metrópoli que vuelve invisible incluso al hombre o mujer más famoso y reconocido.
Así comienza el largometraje de Jeremy Caplin Perdí mi cuerpo (J’ai perdu mon corps, Francia, 2019), con la historia de una mano audaz que con «pasos» pequeños, usando sus dedos como el vehículo para recorrer grandes distancias, visita las profundidades y también las alturas de la ciudad en la que ha perdido a su «dueño», o mejor dicho, el sitio donde ha perdido «el resto de su cuerpo», el sitio donde lo ha perdido todo.
Pero, en realidad, no importa si el cuerpo fue primero o si fue el dueño y mente de dicho cuerpo, porque al final estamos hablando de lo mismo, pero desde distintas perspectivas. De esto habla el filme de Jeremy Caplin al presentarnos una mano que no podría tener una narrativa sin el cuerpo que ha perdido. La mano pertenece a algo más grande, al cuerpo de Naoufel, un joven marroquí que no solo es cuerpo y materia, sino también memoria, afectos, inteligencia y pensamientos.
Así, la mano amputada se guía por los sitios que le recuerdan algo, por los parajes significativos que en el instante en que los toca evocan un pasado lleno de sentido que ella reconstruye con sus delicadas fibras nerviosas. Cuando sus dedos exploran superficies, la mano amputada deja de ser solo una mano inerte que no está en conexión con el cuerpo extraviado. Abramos nuestra imaginación y entendamos esto desde la narrativa fílmica.
Finalmente, cuando la mano consigue encontrar a su dueño, se da cuenta de que es una pieza perdida del rompecabezas corporal de Naoufel, se da cuenta de que es una carnalidad que siente y, a partir de ello, entra en conexión con su pasado. Sin embargo, se da cuenta también de que desafortunadamente ella no es tan necesaria para poder mantener en pie el sentido de aquel rompecabezas: no se necesitan ambas manos para que un cuerpo humano sobreviva. El motor que hace funcionar el organismo de Naoufel no se detiene por perder una mano. Porque, si bien el corazón bombea sangre a sus extremidades, no es necesaria una extremidad —no es necesaria una mano— para hacer latir su corazón.
En las últimas escenas de la película de Jeremy Caplin, miramos al dueño de la mano, al joven Naoufel, que no la extraña más porque le trae malos recuerdos. Esa mano fue, desde su memoria, la culpable de sus tristezas más hondas: la mano que de niño asomó por la ventanilla del automóvil de sus extintos padres, la mano torpe que no alcanza sus propósitos, la mano que provoca accidentes letales, la mano que sobra.
La mano por fin encuentra a su dueño y pretende unirse una vez más a esa totalidad, volverse una junto a los latidos, terminales nerviosas, órganos y extremidades que aún se conservan jóvenes y sanas. La mano pretende ser otra vez parte y memoria del chico. Pero eso no será posible; la mano ha sido desplazada por la cuchilla de una enorme sierra de carpintería; la mano está ya fuera de un organismo y no podrá volverse a unir a él nunca más. Finalmente, la mano quizá muera al estar tanto tiempo desunida de esa gran maquinaria de sensaciones, pensamientos, carne, fluidos e infinito que es el cuerpo de Naoufel, quien ha perdido su mano.
El filme de Jeremy Caplin Perdí mi cuerpo nos presenta una mano que no podría tener una narrativa sin el cuerpo que ha perdido. La mano pertenece a algo más grande, al cuerpo de Naoufel, un joven marroquí que no solo es cuerpo y materia, sino también memoria, afectos, inteligencia y pensamientos
La mano que se extravía y los recuerdos convertidos en un tipo de brújula para encontrar a su joven dueño vuelven el filme de Caplin una bella metáfora del complejo funcionamiento del cuerpo: mente y carne no pueden ser una sin la otra. Así, las sensaciones están conectadas con las extremidades y estas con el pensamiento. Al mismo tiempo que una mano siente algo, provoca en el cerebro algo, deja una huella, produce un afecto o un pensamiento. En fin, que todo ello está funcionando en conjunto en esa gran caja de tripas, pasiones y razón que es el cuerpo.
A pesar de que una película de animación sí lo haya entendido, a lo largo de la historia occidental ha sido difícil comprender de una vez por todas que el cuerpo es con la mente, que el cerebro provoca pensamientos muy racionales y lógicos, pero también es culpable de las pasiones. El cuerpo no es algo que funcione aparte de las «funciones de la cabeza». De igual forma, estas sí pueden incluir las sensaciones más primitivas del cuerpo.
A la filosofía le ha costado trabajo, desde sus inicios, pensar en la conexión entre cuerpo y mente. No ha podido evitar divorciar la carnalidad humana de las funciones más abstractas y menos visibles en términos inmediatos del cerebro: la reflexión racional, el pensamiento.
A la filosofía de la Antigüedad y la modernidad le fue difícil hacer coincidir las funciones mentales (o las funciones cerebrales) con eso que parecía ser una función sensible de otra naturaleza, con las funciones más deplorables: la volición de la carne, la volición del cuerpo que provocaba los afectos, los impulsos, las pasiones y los deseos.
Muchas teorías clásicas y modernas no lograron asimilar cómo un hombre o mujer de notable inteligencia podría también dejarse dominar por el mundo irracional de los afectos y los requerimentos de la corporalidad. Un mundillo, por cierto, que habría de ser despreciado por las funciones de la razón. La esfera de la inmediatez corporal, de los deseos terrenales, muchas veces pretendía ser reemplazada por una cabeza fría y una inteligencia que supiera comprometerse con un nivel más «exigente» de vida, uno más alto que a veces quedaba fuera de lo propiamente humano y, por supuesto, de las posibilidades terrenales del cuerpo.
Mientras los griegos atomizaban el pequeño universo humano en un montón de imperativos morales, obligándolo a aspirar a lo intangible, el cristianismo perfeccionó esa estrategia de huida del mundo terrenal. Esta estrategia condenaba a la oscuridad lo que más encarnado estaba en el mundo: las pasiones, los instintos, las formas del cuerpo bailando en el goce de lo más originario a la vida, la sexualidad.
Así es como zarpaba el navío filosófico en dirección al mar abierto, que osa guardar en las profundidades del océano las vísceras, los órganos, las extremidades y los miembros incómodos que se agitaban con violencia en el cuerpo, a la par que desterraba los pensamientos irracionales y los arrebatos de esa totalidad física, y también metafísica, racional y pasional, que significa ser humano en un sentido íntegro.
Sobre ese antiguo mar trataremos de navegar en común hasta encontrar nuevamente el tesoro que se escondió por siglos en las profundidades y que ahora sale a relucir, cual oro fino, como una posibilidad más de intercambio comercial entre cosas.
Paradójicamente, el cuerpo pasó de ser completamente invisible en el pasado a quedar cosificado en la actualidad, quedando tan objetualizado para sí mismo y para los demás que se ha vuelto una moneda más de cambio entre cosas. Hoy, con olor metalizado, el cuerpo revierte por completo su sentido del pasado, polarizándose y quedando sobreexpuesto y sobrexplotado a cualquier fin.
La esfera de los deseos terrenales pretendía ser reemplazada por una cabeza fría y una inteligencia que supiera comprometerse con un nivel más «exigente» de vida, uno más alto en el que quedaba fuera lo propiamente humano, esto es, las posibilidades terrenales del cuerpo
El inicio del dualismo alma-cuerpo
La muerte pareciera ser en el Fedón el único remedio que nos conduce a gozar de la sabiduría, a la cual solo se llega por medio del alma. El alma es, en este libro, de naturaleza inmortal, perteneciendo al mundo invisible, mientras que el cuerpo se encarna en la naturaleza visible, o sea al mundo físico y material.
En el Fedón, Sócrates dice a sus seguidores que «la muerte no es otra cosa que la separación del alma y el cuerpo» 1. Esta desfragmentación del cuerpo, que tiene por intermediaria a la muerte, no parece ser una tragedia para el filósofo. Este asegura, con algo de severidad moral, que la carne es un estorbo para el alma, que el cuerpo es un medio por el cual nos llenamos de deseos, de vilezas, de impresiones y pensamientos que nos alejan de la práctica de la sabiduría.
El cuerpo es, para Sócrates —en la pluma de quien ha dejado impresos sus pensamientos, su discípulo Platón—, una carga que nos atasca en la resolución más inmediata del día a día. Somos arrastrados por las pasiones, nos autoengañamos, nos dejamos guiar ciegamente por los sentidos del cuerpo, volviéndonos esclavos de sus demandas —generalmente de carácter egoísta, voluptuoso y hedonista—.
Pero sigamos el faro de uno de los mitos más bellos que el padre de la mayéutica dejó proyectado en su Fedón para explicarnos la naturaleza inmortal del alma en contraparte con la finitud de un cuerpo (que se desprenderá de dicha entidad eterna por el bien de conservar lo que sí parece valer la pena conservar). Esa cosmogonía del alma es el anuncio para levar anclas e ir tras la búsqueda del más profundo mar en donde puedan silenciarse los latidos de las pulsiones, los deseos escandalosos y las enceguecedoras formas de un cuerpo sexualizado.
Al parecer, si se leyera en un tono muy pesimista la lección socrática, solo la muerte podría conducirnos a gozar de la sabiduría. La razón es que es la única manera de deslindarse por completo de las exigencias corporales que nos distraen de lo que resulta esencial (o que para los filósofos clásicos era, por mucho, el sentido más alto de la existencia humana): la vida dedicada al conocimiento, a la reflexión intelectual y a la práctica de la sabiduría.
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