Aunque la fama de Einstein se debe fundamentalmente a la promulgación de la teoría de la relatividad, el físico alemán nos legó varios escritos filosóficos de los que podemos entresacar toda una lección de vida basada en la aspiración a la verdad.
Por Carlos Javier González Serrano
Quizás como ninguna otra, la obra de Albert Einstein (1879-1955) nos muestra cuán cerca conviven las inquietudes científicas y las filosóficas, y más allá, cómo las segundas pueden llegar a complementar a las primeras cuando las herramientas de la ciencia parecen resultar insuficientes para otorgar un sentido a la existencia.
Y es que, como ya escribiera Einstein en El mundo como yo lo veo, «los hijos de la Tierra vivimos una curiosa situación. Estamos aquí de paso y no sabemos con qué fin, aunque a veces creamos intuirlo». El asombro por el mundo que nos rodea es, sin duda, la piedra de toque del pensamiento científico y filosófico de Einstein. Aunque llegó a afirmar que preguntarse por el sentido de la vida desde un punto de vista objetivo (científico) le parecía absurdo, nunca dejó de lado la vertiente anímica que esconde toda actividad científica: «El que experimenta su propia vida y la del prójimo como carente de sentido no solo es infeliz, sino incluso incapaz de vivir», aseguraba. A fin de cuentas, el don más hermoso con el que nos ha premiado la naturaleza como seres humanos es «la alegría de mirar» y, llegado el caso, poder llegar a comprender.
Un plus necesario
A pesar de su comprometida y frenética carrera científica, que le condujo a presentar en 1905 su teoría de la relatividad (cuando, con tan solo veintiséis años, se ganaba la vida a duras penas como oficinista de una agencia de patentes en Berna y aún no desempeñaba ningún cargo académico), Einstein sabía muy bien que, tras cualquier dato cuantificable, nos topamos con un resto inescrutable que la ciencia, en su aparente omnipotencia, no es capaz de abordar.
En una sentencia que recuerda mucho a las frases finales de Diotima en El Banquete de Platón, Einstein afirmaba que «la cosa más bella que podemos experimentar es lo misterioso, ese sentimiento primordial que se encuentra en la cuna del arte y la ciencia verdaderos. Quien no lo conoce y ya no puede maravillarse ni sorprenderse, está, en cierto modo, ciego o muerto».
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