¿Cómo podríamos definir el bien y el mal en el siglo XXI? ¿Es posible seguir definiéndolos igual que los filósofos griegos? ¿Siguen vigentes sus teorías más de dos mil años después, o han perdido relevancia con el paso del tiempo? Una de las grandes preguntas, si no la primera, de la filosofía y de la ética es si el hombre es bueno o malo por naturaleza. Filósofos, artistas y escritores han elaborado distintas respuestas. En este dosier, Laura Martínez recopila las más destacadas.
El tema del bien y el mal es inabarcable y depende del punto de vista desde el que se mire para que, además, se convierta en controvertido y complejo. ¿Quién ha dictado, a lo largo del tiempo, lo que es bueno y lo que es malo? Primero, fue la filosofía clásica; después, las distintas creencias religiosas; luego, la ley y la ética laica. Hoy, ¿quién asume la responsabilidad de definir lo que es bueno o malo? Todos tenemos una noción más o menos generalizada de ello. El bien y el mal son ideas que todo el mundo, o casi todo el mundo, posee, escribe el filósofo Bertrand Russell.
El problema radica en que no es posible dar por válida una sola definición porque ambas nociones son mucho más amplias, complejas y fundamentales que cualquier otra relacionada con la conducta. No es un tema sencillo, ni es un asunto que esté relacionado con «lo deseado» ni con el placer, ni con la cualidad de las cosas que conocemos. Tampoco tiene que ver con la «conformidad con la naturaleza» u «obediencia a la voluntad de Dios». Russell agrega: «El simple hecho de que se hayan propuesto tantas definiciones diferentes e incompatibles entre sí es una prueba de que ninguna es realmente una definición».

En sus Ensayos filosóficos, al intentar encontrar un significado para el bien y el mal, Russell señala que, en el estudio de la ética, es esencial comprender el sentido impersonal de dichos términos: «Si algo es bueno, debe existir por sí mismo, no en razón de sus consecuencias ni de quién pueda disfrutar de ellas». En ello estriba la dificultad de la definición: ¿se puede llegar a deducir algún resultado a partir de las cosas que conocemos, de aquello que existe?, se pregunta el filósofo. Él mismo nos abre una puerta: «Lo que sabemos del mundo tiende a sugerir que el bien y el mal están claramente equilibrados, pero también es posible, naturalmente, que lo que no conocemos sea mucho mejor o mucho peor que lo que conocemos». La bondad o la maldad de un objeto, pues, no pueden inferirse a partir de su existencia o inexistencia.
Los griegos, siempre los griegos
Heráclito de Éfeso (535-475 a. C.), fue uno de los primeros pensadores que reflexionó sobre la combinación de los opuestos, el bien y el mal. Una de sus grandes tesis fue la armonía, producto de la lucha de los contrarios. No se consideraba una reconciliación, sino, más bien, la tensión que había entre ellos «como el arco y la lira». Si esta armonía cesara, acabaría también el cosmos, afirmaba el filósofo. Suya es la frase: «Lo que se opone, se une; de las cosas diferentes [nace] la más bella armonía».
El núcleo central de su pensamiento se basaba en la doctrina del logos, una ley universal del devenir que es común a todos, que es discurso, razón y «razón de ser» de las cosas. Se trata, agrega la Enciclopedia Herder, de una fuerza ordenadora que debía ser escuchada no por medio de los sentidos, sino a través del alma (psykhé). El alma ya era una preocupación para los presocráticos. Heráclito insistía en la necesidad de unir «lo completo y lo incompleto, lo convergente y lo divergente, lo consonante y lo disonante. De todas las cosas, una, y de una, todas». Así, el bien y el mal eran uno.
Russell: «Si algo es bueno, debe existir por sí mismo, no en razón de sus consecuencias ni de quién pueda disfrutar de ellas»
Para algunos filósofos de entonces, todo lo que condujera a la felicidad era bueno y no dependía tanto de las cosas materiales —que eran transitorias—, sino del deseo interno del individuo. La falta de lo material solo causaba mal, es decir, infelicidad. Otros pensaban que el bien y el mal eran un asunto de tradición y hábito, y que no se estaba obligado a cumplir determinados principios morales, sino a crear un código de vida propio. Las personas eran libres de vivir como deseaban y de obtener lo que querían por cualquier medio posible.
Algunos pusieron el foco en otro elemento. Pitágoras (569-475 a. C.), el filósofo y matemático griego que se hizo famoso por el teorema que lleva su nombre, tuvo tiempo, durante sus noventa y cuatro años de vida, de reflexionar también sobre el tema que nos ocupa: «Hay un principio bueno que creó el orden, la luz y al hombre, y un principio malo que creó el caos, la oscuridad y a la mujer». La identificación de la mujer con el mal viene desde entonces, pero a ello volveremos más adelante.
Protágoras (485-422 a. C.), el más grande sofista de su tiempo, apostó por el principio del homo mensura: «El hombre es la medida de todas las cosas». El núcleo de su filosofía estaba determinado por la reflexión sobre y a partir del hombre, sus sensaciones y su pensamiento, así como su relación con la colectividad o la polis. Una de sus preocupaciones teóricas era la posibilidad de la paideia o educación, de la enseñanza de la areté o virtud.
Protágoras sostenía que la virtud política, aunque era innata en los individuos, podía y debía ser enseñada. El sofista defendía que, si bien la naturaleza humana detentaba la posibilidad del progreso moral, la realización efectiva de este dependía de la educación. En el terreno de la moral, consideraba que todos tenían el derecho de determinar por sí mismos qué era bueno y qué era malo.
Vinieron otros pensadores. Se fueron creando grupos de adeptos, nuevas escuelas. Y llegó Sócrates (469-399 a. C.), el hombre «más sabio y justo de su tiempo», decía Platón. Hay un antes y un después del maestro ateniense que afirmaba no saber nada y que no dejó ninguna de sus enseñanzas por escrito, aunque tuvo una larga fila de amigos y discípulos que lo elogiaron y se nutrieron de sus conocimientos.
A diferencia de los sofistas, que se dedicaban a elaborar largos y retóricos discursos dirigidos a la obtención del éxito (no tanto de la verdad), Sócrates estableció un método propio basado en el diálogo y la inducción en su búsqueda de la verdad (no tanto del éxito). Para entender en qué consiste el método socrático, hay que remitirnos a los diálogos de Platón y a los textos de Aristóteles.
En relación al tema del bien y el mal, Sócrates identificaba el conocimiento de estos conceptos éticos con la práctica de la virtud y la consecución de la felicidad. Igualaba «saber» con «virtud» y afirmaba que «nadie hace el mal voluntariamente». El mal es producto de la ignorancia. Así lo expresa su discípulo Platón en el Protágoras:
«Yo, pues, estoy casi seguro de esto, que ninguno de los sabios piensa que algún hombre por su voluntad cometa acciones vergonzosas o haga voluntariamente malas obras; sino que saben bien que todos los que hacen cosas vergonzosas y malas obran involuntariamente».
Sócrates vinculaba la felicidad con el obrar bien, o el vivir bien. Y, así, queda registrado en la Ética Nicomaquea de otro de sus discípulos más ilustres, Aristóteles (384-322 a. C.), quien consideraba que la felicidad no era un sentimiento ni un mero estado de ánimo, sino toda una forma de vida.
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