Simone Weil: la pasión antibélica
Nacida en Francia en 1909, su infancia transcurrió en medio de la Primera Guerra Mundial y murió poco después del estallido de la segunda, en 1943. Su padre, Bernard Weil, judío agnóstico, sirvió como médico en el frente francés, por lo que Weil pasó sus primeros años de vida en un contexto bélico. Esa experiencia marcaría toda su vida y su pensamiento, como veremos en este dosier, donde repasamos su existencia vertiginosa, atravesada por la militancia política y la resistencia antifascista.
Terminada la guerra, la familia se trasladó a París. Simone asistió al liceo de señoritas, del cual fue expulsada por su activismo político y enviada a otra institución. Luego ingresó en la Escuela Normal Superior, donde obtuvo uno de los mejores promedios y fue compañera de Simone de Beauvoir, con quien mantuvo una relación de amistad, por momentos tensa, debido a sus divergencias ideológicas. A los veintidós años, ya graduada y con una prometedora carrera por delante, abandonó París y trabajó como obrera en Renault entre 1934 y 1935, en apoyo a la lucha obrera.
En 1936 viajó a España para participar como voluntaria no combatiente en la columna Durruti durante la Guerra civil. También colaboró como redactora en el Comité Central de «Francia Libre». Murió poco después, a los 34 años, de tuberculosis, refugiada en Londres.
Este texto recorre los momentos clave de su vida y las reflexiones que surgieron al calor de los acontecimientos en los que Weil se implicó con la intensidad de una existencia breve pero profundamente comprometida. Fue una pensadora que escribió y luchó hasta el final.
La más antigua de las fuerzas
Comencemos por un texto algo marginal y tardío en su obra, pero donde pueden vislumbrarse varias de sus ideas fundamentales en torno a la guerra: «La Ilíada o el poema de la fuerza», un breve análisis de la epopeya homérica. Allí despliega una delicada interpretación sobre los símbolos de la guerra antigua y las primeras nociones de sufrimiento, piedad y desgracia. La pregunta que estructura el texto es, creo, la siguiente: ¿cuál es la fuerza que lleva a los hombres a hacer la guerra y a permanecer en ella?
Escrito entre 1939 y 1940, el texto debía publicarse en la «Nouvelle Revue Française», pero la ofensiva alemana y la ocupación de París por el enemigo lo impidieron. Weil y su familia se trasladaron a la zona no ocupada y se instalaron en Marsella. Finalmente, el artículo se publicó en otra revista bajo el seudónimo de Emile Novis.
Más que un análisis, Weil entrelaza pasajes del poema con su voz propia, tensando los problemas universales que la epopeya trae al presente. Las primeras líneas son estremecedoras:
«Cuando la fuerza se ejerce hasta el fin, hace de él una cosa, en el sentido literal de la palabra, pues hace de él un cadáver. Había alguien y, un instante después, no hay nadie».
Uno de sus planteos iniciales es que la guerra constituye «un mundo». Para el guerrero, es un microcosmos sin exterior posible. Hay, sin embargo, una evocación fugaz, rápidamente borrada, de otro mundo:
«El mundo lejano, precario y conmovedor de la paz, de la familia, ese mundo donde cada hombre es para los que lo rodean lo que más cuenta».
Es decir, el guerrero es un desterrado, alejado de lo común, de la familia, del cuidado, de los «baños calientes», dirá Weil. Y reducido también a una cosa física: una masa de «carne, músculos y nervios».
Ante el pasaje en que Príamo se arrodilla y besa las manos de Aquiles, tras haber matado a sus hijos, Weil escribe:
«El espectáculo de un hombre reducido a tal nivel de desgracia hiela casi tanto como el aspecto de un cadáver».
La idea misma de «desgracia» remite a las cosmovisiones antiguas, ligadas al destino, que en el caso griego formalizarán tragedistas como Esquilo o Sófocles (Weil considera a la tragedia como «la verdadera continuación de la epopeya»), pero que en la Ilíada aparece en estado puro. El pathos trágico de la Ilíada es un estado completamente abierto y descarnado frente a lo divino:
«En los límites asignados por el destino, los dioses disponen soberanamente de la victoria y la derrota; son ellos los que siempre provocan las locuras y las traiciones, impiden la paz».
Uno de los planteos iniciales de Weil es que la guerra constituye «un mundo». Para el guerrero, es un microcosmos sin exterior posible
El suplicante, el esclavo y el guerrero
Weil cristianiza esta escena al describir a Príamo como un «suplicante» frente al enemigo Aquiles. El suplicante es una especie de «semivivo», «un compromiso entre el hombre y el cadáver», dice Weil: «Al menos los suplicantes, una vez escuchados, vuelven a ser hombres como los otros».
Aparece también la figura del esclavo:
«Cuando sufre o muere uno de aquellos que le han hecho perder todo, que han asolado su ciudad, que han asesinado a los suyos bajo sus ojos, entonces el esclavo llora. ¿Por qué no? Solo entonces le son permitidos los llantos».
La esclavitud se presenta como uno de los objetivos de la guerra:
«No se puede perder más que lo que pierde el esclavo: pierde toda vida interior. Solo la reconquista en parte cuando aparece la posibilidad de cambiar de destino».
Pero tampoco el héroe puede cambiar su destino: es otro eslabón en el engranaje de la guerra. La escena de Príamo ante el enemigo Aquiles es la de un hombre que pide piedad a otro imposibilitado de detener su maquinaria de muerte, de la que él mismo es un engranaje. «La fuerza es el único héroe», recuerda Weil.
Como el suplicante, el guerrero y el esclavo están igualados por la muerte. «Siempre entre los hombres, ya se trate de servidumbre o de guerra, las desgracias intolerables duran por su propio peso y así parecen desde afuera fáciles de sobrellevar. Duran porque quitan los recursos necesarios para salir de ellas».
Los enemigos recíprocos no tienen libertad real. Están igualados por la guerra como horizonte y la muerte como destino. El soldado vencedor está tan poseído por la guerra como el esclavo, aunque de otro modo. Ambos, dice Weil, «sufren su infalible efecto: transformar a quienes toca en mudos o sordos. Tal es la naturaleza de la fuerza. El poder que posee de transformar a los hombres en cosas es doble y se ejerce en dos sentidos: petrifica, de modo diferente pero igual, a las almas de los que la sufren y de los que la manejan».
Es significativo y políticamente actual este movimiento que convierte al victimario también en víctima: «Vencedores y vencidos están igualmente próximos». La guerra, como mundo cerrado sobre sí mismo, produce también su propio tiempo: un tiempo sin fin, limitado solo por la inminencia de la muerte.
«Desde que la práctica de la guerra hace sensible la posibilidad de muerte que encierra cada minuto, el pensamiento se vuelve incapaz de pasar de un día a otro sin atravesar la imagen de la muerte. Entonces el espíritu posee una tensión que no puede soportarse por mucho tiempo; pero cada alba nueva trae la misma necesidad; los días agregados a los días forman años. El alma sufre violencia todos los días. Cada mañana el alma se mutila de toda aspiración, porque el pensamiento no puede viajar en el tiempo sin pasar por la muerte».
Concluye: «Así, la guerra borra toda idea de fines, incluso la de los fines de la guerra. Borra el pensamiento mismo de poner fin a la guerra».
La guerra sin fin es, a su vez, el germen de una enemistad perpetua donde los enemigos son los hombres que luchan por su propia salvación. A pesar de todo, el alma clama por su liberación, dice Weil, pero «el alma a quien la existencia de un enemigo ha obligado a destruir lo que en ella había puesto la naturaleza no cree que pueda curarse sino destruyendo al enemigo».
En todo el texto se percibe una atmósfera de profunda opresión que genera aislamiento entre los enemigos, y que resuena con la lógica deshumanizante de los fascismos: «Ante ellos los otros se mueven como si no estuvieran; y ellos, a su vez, en el peligro en que se encuentran de ser reducidos a nada en un instante, imitan la nada».
Aquí se exponen ideas muy poderosas sobre lo que significa la dignidad humana reducida por la fuerza de la guerra. Weil identifica esas estructuras en uno de los relatos de guerra más antiguos de la cultura occidental. Basta con leerlo para comprender que esta exégesis de la Ilíada se publica al calor del ascenso de la fuerza más sistemática de deshumanización de la historia: el nazismo.
Los enemigos recíprocos no tienen libertad real. Están igualados por la guerra como horizonte y la muerte como destino. El soldado vencedor está tan poseído por la guerra como el esclavo, aunque de otro modo
Echar raíces en la resistencia: Francia Libre
En 1942, Simone Weil y su familia se trasladaron a Nueva York para ponerse a salvo del antisemitismo. Sin embargo, para Weil, el hecho de haber tenido que refugiarse la impulsó a redoblar su compromiso: buscó participar de alguna manera en la resistencia francesa al nazismo. Primero intentó regresar a Francia, presentando formalmente una carta en la que solicitaba integrarse como combatiente, petición que fue rechazada enérgicamente. También intentó intervenir en la prensa norteamericana en favor de «Francia Libre», el gobierno de resistencia del bando aliado, liderado por Charles de Gaulle, pero los artículos que enviaba fueron rechazados.
Finalmente, Maurice Schumann, periodista que la tenía en alta estima y miembro del comité de De Gaulle, la recomendó a André Philip, comisario a cargo del Comité Nacional de Francia Libre, quien iba a viajar a Estados Unidos. Philip se reunió con ella y luego le facilitó un viaje a Londres para que comenzara a colaborar con él.
Así fue como Simone Weil llegó a Londres y comenzó a trabajar como redactora para Francia Libre. Entre los informes que se le encargaron figuran: «Bases para un estatuto de las minorías francesas no cristianas y de origen extranjero», «Esquema de la constitución hitleriana francesa», entre otros de ese estilo. Al principio se trataba de documentos burocráticos, pero poco a poco pasaron a formar parte de un plan político enemigo del colaboracionismo y del programa que Francia debía adoptar para su liberación.
Es decir, Weil desarrolló allí una suerte de trabajo de intelligentsia dentro de la resistencia francesa al nazismo: mapeaba, entre otras cosas, la composición de algunos sectores que terminarían alineándose con el enemigo, y contribuía a delinear la política que Francia Libre debía adoptar durante la guerra e inmediatamente después de su liberación. Mientras tanto, continuaba con su escritura personal y su vida espiritual. Esta experiencia, sin duda, le permitió comprender la dimensión que sus ideas podían llegar a ocupar.
Para Weil, el hecho de haber tenido que refugiarse la impulsó a redoblar su compromiso: buscó participar de alguna manera en la resistencia francesa al nazismo
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El desarraigo
Al calor de esta experiencia, Weil escribió un texto titulado L’Enracinement (Echar raíces), donde aborda varias cuestiones relativas a la guerra en un tono casi programático. Una de las principales es la idea de «desarraigo», sin duda la que más la atravesó en los distintos territorios a los que fue desplazada por la guerra. La concibe con diversas implicancias: no solo territoriales, sino también económicas y culturales. Se acerca así a la noción de «desposeído» en términos marxistas. Dice:
«Un sistema social está profundamente enfermo cuando un campesino trabaja la tierra no porque se sienta campesino, sino porque no es lo bastante inteligente para llegar a ser maestro».
Tanto los campesinos desposeídos de su tierra como los obreros de su fuerza de trabajo, así como aquellos sin acceso a la educación —o con una educación limitada—, todos ellos, que hoy podríamos caracterizar como excluidos de la justicia social, son para Weil también desarraigados.
Estos distintos estados de precariedad, que afectan también la constitución espiritual —como lo observó en los esclavos y guerreros troyanos que solo pueden pensarse «para la muerte»—, constituyen el terreno fértil para la guerra y la conquista. «Los seres desarraigados tienen solo dos comportamientos posibles: o caen en una inercia del alma casi equivalente a la muerte, como la mayoría de los esclavos en tiempos del Imperio romano, o se lanzan a actividades tendientes siempre a desarraigar, a menudo por los métodos más violentos, a quienes aún no lo están o solo lo están en parte». En definitiva, quienes no tienen «nada que perder» buscan reproducir esa desigualdad ejerciendo el desarraigo sobre sus enemigos.
Weil traza una genealogía de este proceso a través de distintos momentos históricos:
«Los hebreos eran esclavos evadidos que exterminaron o redujeron a servidumbre a todos los pueblos de Palestina. Los alemanes, en el momento en que Hitler se adueñó de ellos, no eran más, como repetía Hitler sin cesar, que una nación de proletarios, esto es, de desarraigados; la humillación de 1918, la inflación, la industrialización a ultranza y, sobre todo, la extrema gravedad de la crisis de desempleo habían llevado en ellos la enfermedad moral al grado de agudeza que entraña la más absoluta irresponsabilidad. Los españoles e ingleses que, a partir del siglo XVI, masacraron o sojuzgaron a los pueblos de color eran aventureros sin apenas contacto con la vida profunda de su país».
Se acerca Weil a la noción de «desposeído» en términos marxistas. Dice: «Un sistema social está profundamente enfermo cuando un campesino trabaja la tierra no porque se sienta campesino, sino porque no es lo bastante inteligente para llegar a ser maestro»
Se detiene luego en el caso francés, intentando trazar una genealogía que oriente la situación contemporánea:
«Lo mismo ocurre con una parte del imperio francés, constituido por otra parte en un período en que la vitalidad de la tradición francesa estaba debilitada […]. En Francia, el desarraigo de la condición proletaria redujo a una gran parte de los obreros a un estado de estupor inerte y arrojó a otra parte de ellos a una actitud de guerra hacia la sociedad […]. El poco afecto al país que podía quedar intacto en ellos se vio superado, sobre todo a partir de 1936, por el miedo y el odio a los obreros. También los campesinos estaban casi desarraigados desde la guerra de 1914, desmoralizados por su papel de carne de cañón».
Así muestra cómo el discurso «antiobrero», tanto en el caso nazi como en su influjo sobre la sociedad francesa, es uno de los vectores del deseo de sometimiento de unos sobre otros. Concluye: «Quien está desarraigado, desarraiga».
Por tanto, las raíces tanto de la guerra como de su posible superación deben buscarse en esta estructura, cuya transformación será, para Weil —aunque con importantes diferencias respecto al marxismo—, la revolución social.
Este tipo de pensamiento y de vocación por la emancipación de los pueblos se vincula directamente con su experiencia de «proletarización» en la fábrica Renault y con su participación, pocos años después, en la Guerra Civil Española.
Weil muestra cómo el discurso «antiobrero», tanto en el caso nazi como en su influjo sobre la sociedad francesa, es uno de los vectores del deseo de sometimiento de unos sobre otros
Amigos y enemigos en la Guerra Civil española
«Tenemos que crear un mundo nuevo, diferente al que estamos destruyendo. Si no es así, no vale la pena que la juventud muera en los campos de batalla. Nuestro campo de lucha es la revolución».
Buenaventura Durruti
Bajo esos ideales, Simone Weil se suma a la columna Durruti en el frente de Aragón. Lleva un diario como registro de su experiencia. En una entrada fechada en agosto de 1936 escribe:
«Hace falta un tiempo para comprender que estamos en una Revolución, y que estamos viviendo uno de esos períodos históricos que aprendimos en los libros y que alimentaron tantos sueños desde pequeños: 1792, 1871, 1917. Hay una revolución en Barcelona; ojalá sirva para que haya más felicidad. Nada ha cambiado, en efecto, salvo una sola cosa: el pueblo tiene el poder».
Sin embargo, Weil pronto experimenta encuentros y desencuentros con el rumbo que toma la política de Durruti y de Juan García Oliver. En poco más de mes y medio, percibe la transformación del sueño anarquista y los conflictos internos del Frente Popular español, así como la creciente oposición entre las distintas izquierdas, que —como sabemos— se irían profundizando.
Particularmente, observa cómo algunos grupos de la resistencia revolucionaria, en especial las milicias, adoptan rápidamente un discurso belicista de «exterminio del enemigo», lo cual, según Weil, contradice los ideales comunitarios y humanitarios del proyecto republicano. Por ejemplo, el periódico Avance de la columna Mangada, fechado el 23 de octubre de 1936, proclamaba: «Una sola voluntad al servicio de la guerra. Una táctica: el ataque a fondo. Un solo objetivo: exterminar al enemigo».
Si todo el objetivo está orientado al «exterminio del enemigo», difícilmente la guerra civil pueda convertirse en un verdadero proceso de transformación social. Muy pronto, advierte Weil, se convertiría en «otra guerra más», justo lo que ella deseaba evitar. En su Carta a Bernanos llega a afirmar que respiraba ese mismo «olor a guerra civil, a sangre y a terror».
Para «crear un mundo nuevo, diferente al que estamos destruyendo», como proclamaba Durruti, es necesario un pensamiento radicalmente distinto al del fascismo. De lo contrario, se corre el riesgo de continuar la guerra con otros fines, pero bajo la misma lógica belicista del enemigo.
Por ello, Weil se distancia de las posiciones del marxismo respecto a la guerra. En Reflexiones sobre la guerra (1933) escribe:
«Constatamos que, en lo referente a la guerra, la tradición marxista no presenta ni unidad ni claridad. Existe un punto en común a todas las teorías, que es el rechazo categórico a condenar la guerra como tal. Los marxistas, principalmente Kautsky y Lenin, parafraseaban sin ambages la fórmula de Clausewitz, según la cual la guerra no es otra cosa que la continuación de la política por otros medios. De ello se concluía que no había que juzgar una guerra por la violencia de los procedimientos empleados, sino más bien por los objetivos propuestos a través de estos procedimientos».
Es probable que Weil hubiera hecho suyas las estrofas de la canción republicana compuesta en los años sesenta por Chicho Sánchez Ferlosio, La canción de los soldados: «Dicen que la patria es un fusil y una bandera. Mi patria son mis hermanos que están labrando la tierra. Mientras aquí nos enseñan cómo se mata en la guerra. ¡Ay, que yo no tiro contra mis hermanos! ¡Ay, que yo tiraba, que sí, contra los que ahogan al pueblo en sus manos!».
Weil estaba especialmente preocupada por la situación en la retaguardia, la relación con los campesinos y, muy particularmente, el rol de los enfermeros en el frente de batalla. A partir de ello, diagnostica un problema que será el punto de partida de una de sus contribuciones más originales:
«Enfermero de la columna del P. O. U. M. (estudiante de medicina). Lleva en coche a Lérida un herido con gangrena en la pierna. Pretende (no es cierto) que no hay sitio en Lérida, y ordena al chófer seguir a [?]. A seis kilómetros de Lérida, avería. El enfermero vuelve a Lérida llevando la ‘“‘documentación‘”‘, abandonando el coche en la carretera».
Ante la recurrencia de este tipo de situaciones, donde se pierden vidas debido a la falta de contención sanitaria, Weil pone en marcha uno de sus proyectos más particulares: la formación de un cuerpo de enfermeras para la primera línea.
Si todo el objetivo está orientado al «exterminio del enemigo», difícilmente la guerra civil pueda convertirse en un verdadero proceso de transformación social
Golpear la imaginación
Como estudia la investigadora María del Solo Romano, la función de este cuerpo no era solo reforzar los cuidados que los enfermeros varones no podían brindar adecuadamente, sino también cumplir un rol psicológico, moral y espiritual.
Son bien conocidas las historias de las milicianas en el frente de batalla, pero el rol de las mujeres que participaban en la guerra sin portar armas, para Weil, consistía en ejercer y oponer un oficio de humanidad frente a la barbarie:
«El apoyo moral que ellas aportarían a todos aquellos de los que pudieran ocuparse sería igualmente inestimable. Ellas consolarían las agonías, reuniendo los últimos mensajes de los moribundos para sus familias; disminuirían, con su presencia y sus palabras, los sufrimientos del período de espera —a veces tan largo y doloroso— que transcurre entre el momento de la herida y la llegada de los camilleros».
Romano enmarca este proyecto dentro de un horizonte más general del pensamiento weiliano: el valor de lo simbólico y lo místico como parte de las estrategias de los fascismos enemigos. Recoge una cita reveladora: «Hitler nunca perdió de vista la necesidad esencial de golpear la imaginación de todos: de los suyos, de los soldados enemigos y de los innumerables espectadores del conflicto».
Las SS empleaban instrumentos de propaganda sumamente eficaces, ya que —explica Romano— «se trata de una propaganda que no se reduce a grandes discursos, sino a acciones concretas. Los integrantes de estos grupos están preparados para afrontar cualquier riesgo, incluso la muerte, y representan un fuerte impacto en la imaginación de quienes conocen sus hazañas».
Finalmente, Romano analiza los elementos religiosos que daban forma a ese fervor. Según Weil, los soldados nazis, a diferencia de otros, estaban resueltos a llevar a cabo acciones concretas de exterminio porque «están animados por una inspiración distinta a la de la masa del ejército, una inspiración que se asemeja a una fe, a un espíritu religioso».
La investigadora María del Solo Romano enmarca la formación de un cuerpo de enfermeras dentro de un horizonte más general del pensamiento weiliano: el valor de lo simbólico y lo místico como parte de las estrategias de los fascismos enemigos
Recuperar el alma
Por eso, la liberación política ante la guerra será también, para Weil, una liberación anímica y espiritual. Como afirma en la última parte de este libro, el proyecto de volver a generar «inspiración» en el pueblo es una cuestión vital: ¿qué sentido de esperanza y de creatividad política puede resurgir durante o poco después de una guerra?
El régimen nazi y, en particular, su aparato de propaganda, clausuraron —según Weil— todos los orificios por los que la inspiración pudiera surgir; llenaron de fanatismo el alma entera, haciendo un uso supremacista del sentimiento religioso. La experiencia de la guerra, para Weil, produce una profunda crisis espiritual, no solo en el cuerpo de una nación, sino también en el de cada individuo. Por eso, llega a afirmar que la misión del movimiento francés, antes que política y militar, debe ser una misión espiritual.
Es una idea que los fascismos y las derechas suelen tener clara. Como escucharemos decir mucho más tarde a Margaret Thatcher, en esa frase inaugural del neoliberalismo: «el objetivo es el alma». En ese sentido, y en uno de sus últimos textos —parte de los Escritos de Londres (1942)—, Weil arenga:
«Por encima de las instituciones destinadas a proteger el derecho, las personas, las libertades democráticas, hay que inventar otras destinadas a discernir y a abolir todo lo que, en la vida contemporánea, aplasta a las almas bajo la injusticia, la mentira y la fealdad. Hay que inventarlas, pues son desconocidas, y es imposible dudar acerca de si son indispensables».
Simone Weil es, sin duda, la filósofa que más se ha concentrado en religar la relación entre fe y acción política. Pero no hallaremos en ella una restauración del pensamiento religioso en sentido tradicional. Es, sí, una filósofa de la pasión, en el sentido crístico del término, que busca en la inspiración cristiana claves para una ética del cuidado y la piedad, únicos caminos —según ella— para recomponer los ideales humanos en tiempos de guerra. Como escribe en La gravedad y la gracia, su obra cumbre, en el apartado sobre la violencia:
«La causa de las guerras: cada hombre, cada grupo humano se siente legitimado como poseedor y dueño del universo. Pero esa posesión está mal entendida, por haber ignorado que el acceso a la misma —en la medida en que le es posible al hombre en la tierra— pasa, para cada cual, por su propio cuerpo».
Habrá, entonces, que recuperar el alma. Saber que hay algo más grande que nosotros (Dios); que esa relación con lo divino no puede encarnarse en un proyecto político —como ocurrió con la divinización del Führer—, sino que, en todo caso, los proyectos políticos deben orientarse según los ideales del cristianismo.
Se trata de inspirar sentimientos contrarios al supremacismo y a la lógica del exterminio, para que cada combatiente enemigo pueda recuperar su propia humanidad, su propio cuerpo. Para dejar de pensarnos como seres para la guerra —es decir, como cadáveres—: tal es la proclama de Weil.
Melina Alexia Varnavoglou (Buenos Aires, 1992) es ensayista, poeta y librera. Estudió Filosofía en la Universidad Nacional de San Martín (Argentina). Lectora de Sontag desde su primera juventud, ha seguido toda su obra y su pensamiento. En FILOSOFÍA&CO, ha publicado el libro Susan Sontag. También es autora del poemario Por mano propia y una de las autoras de la publicación de poesía y fotografía Los mundos posibles. Ha participado en otros libros, como Historia feminista de la literatura, tomo IV y Poetas argentinas.
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