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Simone Weil: filosofía entre la mística y la política

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Simone Weil, conocida como «la Virgen roja», es la conjunción perfecta entre mística y militancia política. El resto, su pensamiento filosófico, es únicamente la consecuencia lógica de estas dos premisas de vida. Albert Camus, quien se encargó de publicar sus escritos póstumos en la colección de Gallimard que llamó Espoir, la describió como «el único gran espíritu de nuestro tiempo». Para él, Weil era una de las pocas capaces de mostrar la cura al nihilismo en el que estaba —y está— inmersa nuestra sociedad. Mercedes López Mateo traza su semblanza.

1909, el año en que París, la ciudad de la luz, mostró al mundo el Manifiesto futurista de Marinetti, Simone Weil abría los ojos por primera vez en el seno de una familia burguesa agnóstica de origen judío. Sin ser aún conscientes, aquel texto sembraría una de las muchas semillas del fascismo que tanto acongojó y marcó la vida de Simone Weil hasta su fallecimiento, en 1943. Rafael Narbona, en su libro Peregrinos del absoluto (2020), cuenta la anécdota de que, con solo 5 años de edad, durante la Gran Guerra, «Simone decide privarse del azúcar para compartir las penalidades de los soldados de las trincheras. Su estricto sentido ético ya ha comenzado a despuntar, exigiendo compromisos».

Volcada en el mundo desde que nació

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Peregrinos del absoluto, de Narbona (Taugenit).

Su educación fue francamente impecable. Estudió en los mejores centros públicos: primero, como alumna del filósofo Alain en el Liceo Henri IV, por donde pasaron desde Sartre o Foucault hasta Macron, y después, en la Escuela Normal Superior (ENS) de París, una de las Grandes Écoles, las instituciones de enseñanza superior más prestigiosas y exclusivas del país por su difícil acceso.

La compasión por el mundo que ya tenía de pequeña continuó creciendo y, en 1932, decide unirse a los grupos anarcosindicalistas y a las huelgas contra el desempleo y las bajadas salariales entre los obreros. Comprometida con el proletariado y la revolución, mantiene siempre una heterodoxia marxista firme desde la cual, como veremos, marca distancias con las líneas de actuación del régimen de Stalin.

Su búsqueda espiritual en la religión católica no comienza hasta 1935, aunque durará hasta el fin de sus días. En A la espera de Dios cuenta que las tres experiencias decisivas en su encuentro con lo absoluto fueron en una aldea de pescadores portuguesa, en la capilla románica de Santa Maria degli Angeli en Asís y en la abadía benedictina de Solesmes durante la Semana Santa de 1938. Sobre esta última le escribe al padre Perrin en una de sus cartas lo siguiente: «Esta experiencia me permitió comprender mejor, por analogía, la posibilidad de amar el amor divino a través de la desdicha. […] El pensamiento de la pasión de Cristo entró en mí de una vez y para siempre».

A continuación, en el desglose de su pensamiento pivotante entre la mística y el compromiso político, veremos otros hechos centrales de su vida que ayudarán a comprender mejor la idiosincrasia tan única de Simone Weil. Por el momento, de su biografía quedémonos con las palabras que su coetánea Simone de Beauvoir le dedicó en sus Memorias de una joven formal: «Una gran hambruna acababa de devastar China y me contaron que al oír las noticias había sollozado: esas lágrimas me inspiraron más respeto que sus dotes filosóficas. Envidiaba un corazón capaz latir a través del universo entero».

Ante todo, Weil no pierde de vista que debe estar de parte de los marginados; es un compromiso doble, político y de coherencia espiritual. Cristo no dejaba a nadie fuera, por lo que su paraíso tampoco debería

Anathema sit: la salvación desde el margen

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Carta a un religioso, de Weil (Trotta).

Simone Weil llevó siempre su espiritualidad de forma personal y heterodoxa, sin la necesidad de hacerla encajar en los dogmas institucionales de ninguna religión. Su Carta a un religioso comienza de la siguiente manera: «Cuando leo el catecismo del Concilio de Trento, me da la impresión de que no tengo nada en común con la religión que en él se expone. Cuando leo el Nuevo Testamento, los místicos, la liturgia, cuando veo celebrar la misa, siento con alguna forma de certeza que esa fe es la mía o, más exactamente, que sería la mía sin la distancia que entre ella y yo pone mi imperfección».

En esta carta, le presenta al padre Couturier las 35 razones por las que se niega a bautizarse y, por ende, por las que permanece en el umbral, al margen de la institución de la Iglesia. La principal de estas objeciones es sin duda el principio del anathema sit, es decir, la excomunión de alguien por herejía al no cumplir con los preceptos y dogmas de la Iglesia (el término viene del griego, ἀνάθεμα, que literalmente significaba «maldito» o «apartado»). Sylvie Courtine-Denamy, en Tres mujeres en tiempos sombríos (Edith Stein, Simone Weil y Hannah Arendt), explica que Weil entendía esto como un símbolo del autoritarismo y totalitarismo presentes desde la Inquisición en el siglo XIII. Frente a esta actitud, retoma la definición de su maestro Alain: «católica quiere decir universal». Ante todo, Weil no pierde de vista que debe estar de parte de los marginados; es un compromiso doble, político y de coherencia espiritual. Cristo no dejaba a nadie fuera, por lo que su paraíso tampoco debería.

Curiosamente, durante mucho tiempo existió la duda sobre si llegó a bautizarse en su lecho de muerte, puesto que solicitó la presencia de un sacerdote. No se resolvió el misterio hasta 1990, cuando se publica Mes entretiens avec S. Weil à Londres en 1943, de René de Naurois, sacerdote y miembro de la resistencia francesa contra el nazismo. En él, el abate cuenta que Weil no llegó a pedir el bautismo en ese momento.

La desgracia como apertura

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La gravedad y la gracia, de Weil (Trotta).

El concepto de desgracia (malheur) resulta decisivo para la comprensión del pensamiento weiliano. Aparece en varias de sus obras, pero principalmente se desarrolla en La gravedad y la gracia y en Pensamientos desordenados; siempre definido como el gran enigma de la humanidad, algo específico e irreductible dentro de la esfera del sufrimiento, más allá del mero sufrimiento físico y pasajero. En este último libro describe la desgracia como «un desarraigo de la vida, un equivalente más o menos atenuado de la muerte, que se hace irresistiblemente presente al alma por la consecución o la aprehensión inmediata del dolor físico». Es la distancia infinita con Dios, el sentimiento profundo de abandono que Cristo tuvo al proclamar desde la cruz Elí, Elí, lama sabachthani («Padre, Padre, por qué me has abandonado»).

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