Despreciativos o resignados, negacionistas o anhelantes, desesperados o airados, los filósofos han reaccionado de diversas formas ante la idea de la muerte. Sus posturas van más allá de la época y, en ocasiones, saltan varios siglos para acabar dando la mano a otro pensador o abrazando otra corriente. Porque una cosa está clara: ante la muerte el pensamiento se crece. Lo hace para el común de los mortales, ¡cómo no iba a hacerlo para los profesionales! De ayer a hoy, Miguel Antón Moreno revisa en este artículo las actitudes y reflexiones que la muerte ha suscitado a los filósofos a lo largo de la historia.
El problema filosófico de la muerte no es un tema poco relevante, anclado al pasado, como intentaron sostener algunos pensadores como los fenomenólogos Alfred Schütz o Max Scheler, sino que, por el contrario, constituye uno de los problemas fundamentales en toda la historia de la filosofía, y, por supuesto, sigue siéndolo también en la filosofía contemporánea.
Si la filosofía queda del todo inaugurada por Platón, habrá que tener muy presente que el tema central de una de sus principales obras, Fedón, es precisamente la muerte. La muerte en general, contada a través de la muerte particular de Sócrates, donde el final de la vida se presenta incluso como una ganancia. De ahí que uno de los lemas más célebres del pensamiento antiguo, atribuido a Platón, sea que la filosofía consiste en aprender a morir. Así fue transmitido de Grecia a Roma, al afirmar Cicerón en sus Disputaciones tusculanas que toda vida filosófica es un commentatio mortis, es decir, una reflexión sobre la muerte. En este sentido, aprender a morir no es sino aprender a vivir, a vivir bien, incluso sabiendo que la vida es limitada y finita. La afirmación de la muerte, de forma paradójica, se transforma al mismo tiempo en la afirmación de la existencia.
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