El último hombre, pensó Nietzsche, era ese individuo que, al perder las certezas y el timón en medio del océano, podía o no sucumbir al naufragio, podía o no interpretar su existencia desde la negatividad, podía o no sobrevivir al peso de la angustia que el transitar sin aquellas verdades del pasado le consignaba. Escribió el filósofo italiano Franco Volpi, en aquella hermosa historia de El nihilismo, publicada a fines de los años noventa:
«[El nihilismo] nos ha enseñado que no tenemos más una perspectiva privilegiada —ni la religión ni el mito, ni el arte ni la metafísica, ni la política ni la moral, y ni siquiera la ciencia—, capaz de hablar por todos los otros, que no disponemos más de un punto arquimedeo, haciendo palanca sobre el cual pudiéramos nuevamente dar un nombre al todo. Este es el sentido más profundo de la terminología negativa —‘pérdida del centro‘, ‘desvalorización de los valores’, ‘crisis de sentido‘— que el nihilismo ha hecho florecer y que evidentemente expresa la crisis de autodescripción de nuestro tiempo. El nihilismo nos ha dado la conciencia de que nosotros, los modernos, estamos sin raíces, que estamos navegando a ciegas en los archipiélagos de la vida, el mundo y la historia: pues en el desencanto ya no hay brújula ni oriente; no hay más rutas ni trayectos ni mediciones preexistentes utilizables, ni tampoco metas preestablecidas a las que arribar».
Sin embargo, ese «nihilismo» al cual se refería Franco Volpi (recuperando las reflexiones más significativas desde inicios del siglo XX hasta el arribo del segundo milenio) ya no es el mismo nihilismo que vivimos hoy en día. Aunque sí es (por muy paradójico que parezca) un segundo capítulo de la parte «optimista o rescatable» de aquel primer nihilismo que incendió el novecientos. Rememoro las palabras de Volpi nuevamente:
«[Si bien] el nihilismo ha carcomido las verdades y debilitado las religiones; también ha disuelto los dogmatismos y hecho caer las ideologías, enseñándonos así a mantener aquella razonable prudencia del pensamiento».
Lo positivo del nihilismo
El escepticismo que acarreó el nihilismo del siglo pasado tuvo su lado positivo porque, al renegar de esos grandes valores que han configurado a Occidente, nos invita también a romper con los dogmatismos y las creencias totalitarias, con las exigencias performativas de la existencia. Las mismas que en su momento, ante el afán de cumplirlas y verse imposibilitados a conseguir dicha «perfección», desataron tragedias inverosímiles que cobraron la vida de millones de almas inocentes. En este tenor, el nihilismo quizá sí logre ser (como escribió Franco) «un pensamiento oblicuo y prudente, que nos vuelve capaces de navegar a ciegas entre los escollos del mar de la precariedad, en la travesía del devenir, en la transición de una cultura a la otra, en la negociación entre un grupo de intereses y otro».
El nihilismo es como una bandera de negociación entre las diferencias, entre los desacuerdos que nacen de la imposición de valores absolutos y de culturas homogéneas. Y en ese sentido, el nihilismo, tal y como comentó el filósofo italiano en una entrevista, «tiene su cara hermosa: no creer en nada produce tolerancia». Pienso, sin embargo, que esta apertura de creencias derivada del desmontaje de los grandes metarrelatos también dio paso a un segundo episodio del nihilismo, uno que apenas estaba en ciernes en los años en que Franco Volpi escribió su libro. Esta nueva época del nihilismo, venida de la fragmentación de las trascendencias, de los absolutos y, por supuesto, de la moral, orilló al individuo actual a un tipo de repliegue solipsista, a la ideación de valores propios que no dependen de nadie más. Y aunque esto signifique el triunfo de la plena libertad sobre cualquier coerción ajena a uno mismo, implica también la renuncia a la comunidad: el abandono de la construcción común de sentido.
El escepticismo que acarreó el nihilismo del siglo pasado tuvo su lado positivo porque al renegar de esos grandes valores que han configurado a Occidente, nos arroja también a romper con los dogmatismos y las creencias totalitarias, con las exigencias performativas de la existencia
La completa indiferencia ante todo aquello que pueda tener un valor y un significado para la comunidad supone un riesgo. Moramos así en una época desierta del prójimo, de la alteridad como un valor coercitivo que tejía las grandes comunidades del pasado. Estamos ante una época también omisa de compasión, una compasión que se olvida cuando se transgrede el enigma del otro. Cuando la diferencia abruma se considera mejor omitirla a comparecer con ella: en este nuevo nihilismo es más fácil darle el portón en la cara al otro. Nos ha tocado vivir un siglo que envuelve al individuo en un capullo confortable, aislándole en la certeza de estar siempre seguro de sus propias e inigualables convicciones, construyendo micromundos que jamás logran conectarse de forma profunda con otros micromundos.
Habitamos así una comunidad desprovista de sentido comunitario, un planeta con miles de millones de almas, pero que, al mismo tiempo, en la privacidad de sus cuartos, se encuentran recluidos en sus propios pensamientos y creencias, renegando y alejándose de lo que no encaja con ellos. Nietzsche creía que el nihilismo moderno culminaría en «la rebeldía frente a la obsesión de convertirse en el hombre perfecto». Para el filósofo alemán esto significaba echar por la borda también algunos valores que fueron necesarios para levantar pueblos en el pasado. Este hombre rebelde del que nos habla también lo sería ante la idea de volverse el hombre «valiente, casto, probo, fiel, creyente, recto, confiado, abnegado, compasivo, altruista, concienzudo, simple, suave, justo, generoso, tolerante, obediente, desinteresado, sin envidia, benévolo, trabajador».
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El altruismo o la compasión fueron también valores que se han ido por la borda ante la instauración de este segundo nihilismo, de este nihilismo de la egocracia, en el cual la dictadura del yo vuelve insufrible e imposible la comunicación con el prójimo. Nos hallamos entonces en un siglo vaciado de compasión, en una «no-comunidad» fundada en el nihilismo, en no ser nada más para el otro, en individuos aislados que solo miran hacia su propio ombligo. Individuos atomizados que simulan comparecencias o relaciones virtuales (ayudadas por un algoritmo de la inteligencia artificial que solo muestra cosas y personas similares a sí mismos) que terminan eliminando la existencia de una comunidad diversa y realista.
Por ello podemos hablar de nihilismo, de un nihilismo contemporáneo que se erige desde vínculos vacíos, es decir, desde relaciones que son pensadas de la misma forma en que se piensan o se comparece con los objetos. Recordemos rápidamente las palabras de Heidegger, quien pensó en dos maneras de tratar al prójimo. Una de ellas era ocupándose de él en un sentido originario, esto significa cuidando de él, procurándolo (dicho en términos coloquiales), respetando su dignidad. Por otro lado, al prójimo se le puede tratar desde la violación de esa dignidad: acercándonos de la misma manera en que nos acercamos a las cosas, haciendo de las personas como si fueran objetos y estableciendo vínculos utilitaristas con ellas (tratándolas como medios para conseguir fines propios). Esta última forma es muy cercana a cómo nos relacionamos hoy en día con el otro.
Nos ha tocado vivir un siglo que envuelve al sí mismo en un capullo confortable, aislándose en la certeza de estar siempre seguro de sus propias e inigualables convicciones, construyendo micromundos que jamás logran conectarse de forma profunda con los demás micromundos
Volpi y el devenir del nihilismo
Pienso que Franco Volpi sospechaba el devenir de este nihilismo más contemporáneo, expresado como un atomismo individualista, uno que (como Volpi escribió), «después de la caída de las trascendencias y la entrada en el mundo moderno de la técnica y las masas, después de la corrupción del reino de la legitimidad [solo nos queda] operar con las convenciones sin creer demasiado en ellas, la única actitud no ingenua es la renuncia a una sobre-determinación ideológica y moral de nuestros comportamientos». Renuncia que también implica una disolución de la comunidad, una actitud escéptica ante la alteridad, una que nos arroja a sentir miedo y desconfianza hacia los otros, tratándolos sin involucrar sentimientos porque ello podría después hacernos sufrir.
El yo contemporáneo es un individuo monocorde, que prefiere buscar en sí mismo la confirmación última de sus creencias, antes que ser aquel individuo del primer nihilismo que tolera las diferencias. Este yo prefiere dejar pasar las diferencias escondiéndose en sus propios paradigmas, tras la filosofía de que no basta con tolerar al otro, sino que más bien hay que ser indiferente ante el otro. Consumimos cuerpos como consumimos comida rápida o productos del supermercado, las diferencias son mínimas. La comida rápida es mediocre, e ir al supermercado es una acción autómata y poco trascendental, pero es lo que te dicen que debes hacer. Somos hijos de una época de objetos y no de afectos, de cantidad y no de sustancia. El prójimo, el otro como un ser humano con quien seríamos capaces de construir un paraíso común, en este segundo nihilismo parece no existir más.
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