Por Filosofía&CoÚltima actualización1 febrero, 2023
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Jean Améry a partir de la imagen de cubierta (Album-akg-images/Binder) de la biografía escrita por Irene Heidelberg-Leonard y publicada por PUV (Publicaciones de la Universidad de Valencia). Su lectura inspira y vertebra este artículo.
Intentó comprender lo que le había pasado y descubrió nuevas formas en el ensayo: la gracia de la palabra precisa convirtió en canónica su experiencia de la tortura o del resentimiento. Sin embargo, él siempre ansió ser reconocido como escritor, donde también inventó géneros. Por inventar se inventó a sí mismo: se dio nombre, se analizó, se escribió. El conjunto de su vida, su muerte programada y sus libros hacen de Jean Améry una obra literaria total, maciza, perfecta.
Por Pilar G. Rodríguez
«Mucho después leyó por casualidad un ensayo Sobre la tortura de un hombre de apellido francés, pero que era austriaco y vivía en Bélgica (…), en este ensayo quedaba expresado lo que ni ella ni todos los periodistas podían expresar, lo que ni las víctimas supervivientes se atrevían a decir». Con estas palabras hablaba inequívocamente de Jean Améry la escritora y poeta austriaca Ingeborg Bachmann. Lo hacía desde la ficción, en el relato Tres senderos hacia el lago: «(…) era evidente que él había necesitado muchos años para atravesar la superficie de hechos aterradores y para entender esas páginas, que sin duda pocos leerían, hacía falta una capacidad muy distinta de la que produce un pequeño horror pasajero, pues aquel hombre trata de descubrir en la destrucción del espíritu lo que le había ocurrido a él mismo, y averiguar de qué manera un ser humano se había transformado y aniquilado realmente y, pese a saberlo, seguía viviendo».
Autoficción y autoensayo
Desde la ficción llega, pues, el retrato más concentrado y uno de los más certeros que se pueden hacer de Jean Améry. Porque Jean Améry, por empezar por algún lado, es ficción. Él mismo se tituló, es decir, eligió su nombre en 1955 después de nacer Hans Mayer en Viena en 1912. También eligió morir y se suicidó en 1978 en un hotel en Salzburgo. Lo había dejado todo preparado y previsto: dinero para los gastos, cartas a la policía, a su viuda… Dos años antes había reflexionado sobre ello y escrito Levantar la mano contra uno mismo. Y en el 74 ya había intentado quitarse la vida. Y así es como la escritura fue configurándose como guía en la existencia de Jean Améry. Y al revés, por supuesto. No puede ser de otra manera en el caso de este autor en donde lo biográfico es origen y parte indisoluble de su obra, es propiamente material de ensayo y de autoensayo, se podría decir, alumbrando quizá una nueva categoría.
Por empezar por algún lado, Jean Améry es ficción. Él mismo se tituló, es decir, eligió su nombre después de nacer Hans Mayer en Viena en 1912. También eligió morir: se suicidó en 1978 en un hotel en Salzburgo
Irene Heidelberg-Leonard: todo sobre Améry
Jean Améry. Revuelta en la resignación, de Irene Heidelberg-Leonard (PUV Publicaciones de la Universidad de Valencia).
Del retrato concentrado de Bachmann al más detallado y extenso, la biografía que sobre él firma la profesora en la Universidad libre de Bruselas Irene Heidelberg-Leonard. Publicada por PUV (Publicaciones de la Universidad de Valencia) y traducida por Elisa Renau, se trata de una exhaustiva biografía que, al tener a Jean Améry como protagonista, se convierte por momentos en un ensayo sobre su obra. Las 350 páginas de Jean Améry. Revuelta en la resignación incluyen abundante material inédito entre documentos, testimonios, conversaciones de la autora con familiares y amigos y las siempre valiosísimas cartas. Todo ese material se añade a las detalladas descripciones y el fino análisis que la autora hace tanto de la vida como de las obras de Améry. Heidelberg-Leonard es la responsable de la edición completa de las obras de Améry publicadas por Klett-Cotta. Por Jean Améry. Revuelta en la resignación fue distinguida con el premio Einhard a la biografía más relevante. La lectura de esta obra inspira y vertebra este articulo.
Víctima de las víctimas
Tumba de Jean Améry en el cementerio central de Viena. CC 3.0
En la lápida del cementerio de Viena donde está enterrado Jean Améry se leen sus cifras: nacimiento, muerte y el número que llevó en Auschwitz. Hasta ese punto Améry interiorizó su condición de víctima. Pero él no era una víctima más, era la revíctima o la metavíctima. Al sufrimiento de la tortura y el paso por los campos añadió el espectáculo de lo que vendría después. Tras el 45, Améry esperaba y deseaba que pasara algo, algo importante, profundo: una revocación de la historia, una retractación de los culpables, juicios y condenas ejemplares hubieran significado ese algo esperanzador, la posibilidad de un comienzo… Irene Heidelberg-Leonard resume: «Nada ha sucedido, nada ha cambiado, justamente esa es la tragedia».
En lugar de aquello que ansiaba, Améry se encontró con la indiferencia, cuando no la amnesia de un pueblo, punteada por testimonios de víctimas que proliferaron de forma sensacional y, en ocasiones, sensacionalista. Con la sorna implacable que aplicaba a sí mismo antes de lanzarla contra los demás, se autodenominaba «profesional de Auschwitz» cuando era reclamado en los medios para hablar de su experiencia y de sus ensayos. Se lo llamaba a él y a su colega Primo Levi, con quien tuvo una tensa relación. Y no fue el único.
Desencuentros encadenados
Con Primo Levi. Se supone que la extraña pareja coincidió en el mismo barracón: mientras que Jean Améry afirmaba recordar a Levi, este decía no acordarse de él. Y este anecdótico desencuentro fue el primero a partir de cual se fueron asentando dos modos de leer el pasado y de encarar el futuro, dos mundos enfrentados y dos posturas irreconciliables. Para Levi, el campo había sido su universidad, allí habría aprendido todo (todo lo importante): «A mirar a nuestro alrededor y juzgar a los hombres». Para Améry, si Auschwitz fue una escuela, lo fue del mal. Escribe en En las fronteras del espíritu: «En Auschwitz no nos hemos vuelto más sabios (…), ni más profundos (…), ni mejores, ni más humanos, ni más amables con las personas ni moralmente más maduros». Parece un reproche casi personal. Los tenía. Le reprochaba a Levi esas ansias de comprender a los responsables que parecían mirar de reojo la posibilidad del perdón. «A diferencia de Levi
–dice en una carta a una amiga común que les había intentado acercar–, yo no perdono y no siento ninguna comprensión hacia unos señores que pertenecían en el IG-Auschwitz al ‘personal de dirección’. Ya basta».
Con Hannah Arendt. Pero no bastó porque ¿qué podría pensar alguien como él que había definido la tortura como la «apoteosis del nacionalsocialismo» de la expresión de Hannah Arendt «banalidad del mal»? Para él constituía un insulto, el veredicto de alguien que «conocía al enemigo solo de oídas y lo observaba solo a través de la jaula de cristal». De quienes le torturaron, Améry escribe en su ensayo más conocido que estaban concentrados en la «autorrealización homicida». Y sigue: «Se entregaban a su deber con toda el alma».
Con Albert Speer. Para el arrepentido arquitecto y del Tercer Reich, Améry tuvo severas palabras que escribió en una carta abierta en el Frankfurter Rundschau: «Haga el favor de guardar silencio (…) por pura decencia. Opino que ninguno de los que fueron verdugos tiene el derecho moral de presentarse ante la luz pública con sus patéticas expectoraciones. La expiación y la rectificación solo cobran dignidad en la soledad: sin gestos en el proscenio». Poco después, en una carta personal se explicaba así: «Speer no necesita apoyo: el mundo lo escucha atentamente sacudido por agradables escalofríos (…) como si nunca hubieran reventado miserablemente cuentos de miles de personas en las instalaciones que dirigía».
Una vida «in medias res»
La biografía de Jean Améry se simplifica mucho si se empieza in medias res, por el hecho diferencial que supuso su tortura en Fort Breendonk, Bélgica, y posterior deportación al campo de concentración de Auschwitz, aunque este no fue el único por donde pasó. De origen judío, Hans Mayer se quedó pronto huérfano de padre y creció rodeado de mujeres. Mostró enseguida interés por la literatura, pero no por la enseñanza reglada. Se formó y colaboró en la universidad popular, se sintió atraído por el Círculo de Viena y fundó una revista literaria junto con su amigo Ernst Mayer. Políticamente lo marcan los violentos altercados del 34 en Viena en los que luchó junto a los socialistas y comunistas de la Liga de Defensa Republicana contra las fuerzas conservadoras de la Heimwehr. Pierden. Judío y enemigo político, la vida no iba a ser nada fácil para Hans Mayer en su país: en el año del Anchluss, 1938, marcha al exilio junto a su esposa.
20 años y un libro
Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia, de Jean Améry, en Pre-textos.
Enrolado en la resistencia belga, Mayer es capturado en 1943, torturado y enviado a Auschwitz. Tras la liberación volvió a Bruselas y se ganó la vida como freelance escribiendo sobre cultura, sociedad y sobre casi todo lo que le mandaban. En 1945, desde la ficción, se planteó una primera revisión de lo que había ocurrido, en la que la tortura ocupaba un lugar destacado. Tuvieron que pasar veinte años más hasta que fue capaz de alumbrar una serie de ensayos donde escrutaba ese periodo y lo que sucedió después. El resultado se tituló Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia. Lo componen cinco ensayos: En las fronteras del espíritu, sobre el papel del intelectual en Auschwitz; La tortura, donde relata su experiencia y reflexiona sobre el significado y las consecuencias de este castigo; ¿Cuánta patria necesita el ser humano?, sobre los exilios interiores y exteriores, los voluntarios y los forzados; Resentimientos, donde habla «como víctima y escudriño mis resentimientos», donde se dirige a un pueblo con «escasa comprensión de mi rencor reactivo»; y el último, de explícito título, Sobre la obligación e imposibilidad de ser judío.
Pasaron décadas hasta que Jean Améry dijo lo que tenía y quería decir: «Hablo como víctima y escudriño mis resentimientos», afirma en Más allá de la culpa y la expiación
Cuando sucede una gran tragedia o, lo contrario, en medio de una enorme alegría, es decir, ante situaciones que desbordan el común entendimiento y emociones, la mayoría recurre al «no encuentro palabras» o «no hay palabras para…». No es fácil encontrarlas y tampoco lo fue para él, que tardó lo suyo, décadas, pero lo consiguió. Jean Améry encontró las palabras precisas, las escribió y cada uno de estos cinco textos –pero muy especialmente los dedicados a la tortura y al resentimiento– devinieron canónicos, imprescindibles, obligatorios en la materia.
Y el mundo quedó deslumbrado porque aquel náufrago de Auschwitz que había pasado más de 20 años queriendo escribir, reelaborando textos antiguos y firmando artículos como buen «siervo del periodismo» para mantener una existencia precaria les enseñó cosas sobre su pasado que no sabían, que no habían visto ni oído o que no habían querido ver ni escuchar. Y entonces le llegó el éxito a ese náufrago destruido y rehabilitado tardíamente como «profesional de los campos». El mundo le escuchaba, pero él ya había dicho todo lo que sabía y tenía que decir en ese libro. Y tampoco tenía mucha ganas de cháchara, así que cambió de discurso: «El simple hecho de que me encontrara, mediados ya los sesenta años de mi vida como ser humano, allí, en mi vida exterior de escritor, donde otros habían llegado ya con treinta y treinta y cinco años, era motivo suficiente para percibir la vejez como algo particularmente torturante. Yo me hallaba al comienzo y avanzaba ya al galope hacia el final a rienda suelta. No habría hecho falta, a la vista de este estado de cosas, ni siquiera una salud psíquica en peligro para convertir el problema de mi envejecimiento en el centro de mi escritura». Así pues, Améry procedió a cambiar de tema, es decir, de tortura.
Jean Améry encontró las palabras precisas para hablar y explicar un pasado sobre el que se quería pasar página. Tuvo éxito, le llegó la fama y se convirtió en ensayista de renombre. Entonces cambió de discurso
Nuevas viejas torturas
Sobre el envejecer aparece en 1968. En época de revueltas la suya es la más utópica, la más personal: él sí que pedía lo imposible. Con la vehemencia habitual rechaza las connotaciones que suelen acompañar al hecho natural de hacerse viejo. «(…) la nobleza de la resignación, la sabiduría de la vejez, la satisfacción tardía, todo eso se presentaba a mis ojos como una mixtificación infame contra la que me propuse protestar en cada línea». Él habla de escándalo, de violación y de tortura, de convertirse en otro en la misma piel, de resultarse cada vez más extraño hasta llegar a ser «la negación de nosotros mismos». El libro vuelve a ser un éxito y él tiene un infarto de miocardio. Un primer aviso de muerte que le recuerda su vida. En su siguiente obra, en vez de ponerse a regañar con el futuro, se lía a bastonazos con su pasado y surge Años de andanzas nada magistrales. De nuevo se inventa un género, una novela de formación al revés en la que el protagonista en vez de narrar el aprendizaje que lleva a un joven de la niñez a la vida adulta (en eso consiste a grandes rasgos la Bildungsroman, el género acuñado en 1819 por el filólogo Johann Carl Simon Morgenster) examina y cuenta su proceso de desintegración. «Ciertamente –explica Irene Heidelberg-Leonard– estamos ante un Bildungsroman con signos invertidos, pues su meta y su vocación no es la integración social, sino la marginalidad y el distanciamiento».
En los últimos años Améry alterna el fracaso de sus novelas con el éxito de sus ensayos. Para el tipo de piel dura que parecía ser, esto suponía una buena ocasión de seguir haciendo escarnio de sí mismo; al escritor en lucha por emerger sencillamente le destruía. Siempre pendiente de las críticas y de los silencios, en ocasiones no se siente capaz de encararlos. En la biografía de Irene Heidelberg-Leonard se lee la siguiente secuencia: «El 16 de febrero de 1974 termina de escribir el libro [Lefeu o la demolición], el 20 de febrero de 1974 intenta morir siguiendo la estela de su Lefeu. Todavía tres meses antes de publicarse la crítica en el FAZ, incluso antes de la publicación de la novela en marzo del 74, su amigo el químico Kurt Schindel lo encuentra en coma».
En los últimos años Améry alterna el fracaso de sus novelas con el éxito de sus ensayos. Y él siempre quiso ser reconocido como escritor
Camino de la libertad
Améry es devuelto a la vida: lo que es un triunfo para el médico que lo trata y para quienes lo quieren se convierte en una pesadilla y una humillación para él. Quiere la muerte y escribe sobre ella y su deseo en Levantar la mano sobre uno mismo. ¿Cómo que las cosas son como son? Ni siquiera aquellas tomadas como irreversibles lo son para Améry; él que se ha levantado contra la tiranía de la tortura, de la guerra, del cuerpo y los achaques tiene que plantarle cara a esa muerte y a su carácter inexorable. No, muerte, no, no eres destrucción para Jean Améry: él ve en ti una manera de retomar la creación y habla de ti como del «último estadio de la ilustración que podemos alcanzar». Es para el escritor la apoteosis de la autodeterminación, la última medida de la libertad. Así, le cuenta a una amiga por carta la anécdota que le ocurrió con un estudiante. Tras haber leído su obra Levantar la mano… le preguntó por qué había escrito ese libro sobre la muerte voluntaria y cuál era el verdadero motivo de que no se hubiera quitado entonces la vida. Su respuesta: «Un poco de paciencia».
La muerte es para Jean Améry la apoteosis de la autodeterminación, la última medida de la libertad. La persigue y, al final, la consigue
Un poco de paciencia, una última oportunidad para la literatura en forma de novela, un poco de amor en trío que sumar a quien fuera su compañera durante décadas… Y entonces, ya sí, pastillas, explicaciones, disculpas y cartas de despedida. La que dirige a su mujer, María comienza: «Amado corazoncito mío, queridísima ante la que me arrodillo mientras muero. Estoy de camino hacia la libertad (…)».
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