Aristóteles explicaba tanto en Ética a Nicómaco como en sus escritos políticos que si la ciudad (polis) ha de contener una potencia, es aquella que otorga un poder para hablar y actuar en comunidad –dejando a un lado las relaciones privadas del entorno doméstico–. De esta manera se gana un espacio público donde no se “habla por hablar”, donde el tiempo es compartido con nuestros semejantes y donde, por tanto, se dan acciones que tienen distintos efectos sobre la convivencia entre seres humanos.
Los demás animales viven principalmente guiados por la naturaleza; […] pero el hombre además es guiado por la razón; sólo él posee razón, de modo que es necesario que estos tres factores [naturaleza, hábito y razón] se armonicen uno con el otro. Muchas veces, efectivamente, los hombres actúan mediante la razón en contra de los hábitos y de la naturaleza, si están convencidos de que es mejor actuar de otra manera (Aristóteles, Política, Libro VII, 1332b).
Si el sabio estagirita pudiera haber leído a un autor como Thomas Hobbes, intentaría explicar a este que la debida obediencia a la ley no ha de ser vista como un poder irresistible bajo la amenaza de la coacción, sino como un seguimiento racional. En términos aristotélicos, la inteligencia posee un carácter productor respecto al logos, que se convertirá en una realidad y un instrumento solo en tanto que cobremos consciencia de tal capacidad. En el Libro VII de la Política, Aristóteles afirma que “la razón y la inteligencia son para nosotros el fin de nuestra naturaleza, de modo que en vista de estos fines deben organizarse la generación y el ejercicio de los hábitos”.
Es manifiesto que durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra tal que es la de todos contra todos. Porque la guerra no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, sino que se da durante el lapso de tiempo en que la voluntad de luchar se manifiesta de modo suficiente (Hobbes, Leviatán).
La inteligencia educa y perfecciona el deseo
Aristóteles explica en el Libro I de la Ética a Nicómaco que hay en lo irracional algo que no ignora a nuestra parte racional. Tomás de Aquino tomará muy en serio pasajes como este: tanto o más decisivo que arrancar la obediencia del hombre es propiciar que cobre conciencia de lo que hace de ella una conducta debida –en tanto que racional–; lo que, tanto para Aristóteles como para el aquinate, precisará de un aparato educativo como suplemento de la política. El noûs, la inteligencia, educa y perfecciona el deseo (apetito), y lo conduce a elegir (proairesis) bien, lo que requiere a su vez de una correcta educación y de un caldo de cultivo –aportado por la tradición– en el que queden estipulados (en tanto que recordados) ciertos hábitos.
La introducción en la polis o ciudad supone un renacimiento para el individuo, que pasa a adquirir la condición de ciudadano: es entonces cuando comienza también a existir en el lugar propio del lenguaje. La política no produce por tanto a los hombres, sino que estos son tomados de la naturaleza (physis) y renacen en la ciudad, donde se han de conducir racionalmente con el objetivo de alcanzar la virtud y una vida buena en común. Ahora bien, este tipo de vida no consiste en la mera conservación de una estructura o en el respeto formal a una serie de reglas; más bien supone una forma de existir radicalmente enfrentada con los fines que los diferentes grupos sociales pretenden imponer a la ciudad como fin supremo, sin buscar otra cosa que la satisfacción de sus propios deseos. Así, debe impedirse la reducción del gobierno de cualquier ciudad a un dominio despótico.
Sin embargo, ¿hasta qué punto y con qué corrección pensaríamos si no pensáramos, por decirlo así, en comunidad con otros a los que comunicar nosotros nuestros pensamientos y ellos los suyos a nosotros? Por tanto, bien se puede decir que ese poder externo que arrebata a los hombres la libertad de comunicar públicamente sus pensamientos les quita también la libertad de pensar, única joya que todavía nos queda al lado de todas las cargas civiles (Kant, ¿Qué significa orientarse en el pensamiento?).
¿Cabe hablar de libertad en un mundo en el que cada vez es más necesario alimentar la desigualdad entre países y capas sociales… a fuerza de vivir?
Frente a Hobbes, para quien lo racional no se impone de por sí en la naturaleza humana, tanto Aristóteles como Tomás de Aquino están convencidos de que la ley tiránica, por lo mismo que no es conforme a la razón, no es ley propiamente, sino más bien una perversión de la ley. La criatura racional es la única a la que le es dado un poder para separar sus actos individuales de los de su especie, es decir, la potencia de gobernarse a sí mismo. Para Tomás de Aquino, Dios no solo confiere la bondad, sino también la capacidad de ser causa de otras cosas.
El don de la ley se dirige únicamente a los seres racionales. Esa exclusividad que concierne a la criatura racional impide hacer de la ley un mero medio de sometimiento de un inferior a un superior, sino más bien un instrumento externo del que se sirve un ser dotado de libertad para dirigirse a sí mismo hacia la razón.
¿Cabe hablar de libertad en un mundo en el que cada es vez más es necesario alimentar la desigualdad entre países y capas sociales… a fuerza de vivir?
El contenido cultural (y social) de los cómics
Son numerosas las voces críticas que a menudo se alzan en contra del –aparente–contenido cultural de los cómics. Sin embargo, las viñetas que nos relatan las aventuras de los superhéroes nos acercan en muchas ocasiones a lo que podríamos tildar de fiel reflejo de nuestra sociedad. Se habla sin cesar de la necesidad de “despolitizar” los poderes judiciales de cara a conseguir una inexistente imparcialidad en los procesos abanderados por los distintos tribunales de justicia. Lejano queda el recuerdo de la efigie clásica en la que la Justicia es representada con los ojos tapados por la venda de la genuina inocencia; una inocencia que no teme señalar con su dedo al culpable de un delito en previsión de las posibles contingencias que pudiera suponer su decidido e inapelable gesto.
Las viñetas que relatan las aventuras de los superhéroes nos acercan en muchas ocasiones al fiel reflejo de nuestra sociedad
Se asegura desde distintos institutos de estadística que asistimos a un problema de credibilidad de la Justicia que precisaría de un giro cualitativo en la forma en que el Tribunal Constitucional o el Consejo General del Poder Judicial (en el caso de España) toman sus decisiones respecto a los procesos en que están inmersos como únicas autoridades competentes. Los jueces han de estar sujetos al imperio de la Ley, sin que haya cabida para jugueteos –nada indefensos– con la voluntad política de turno, lo que requiere que el Estado les provea de medios suficientes, tanto materiales como legislativos, para que la administración de justicia no tenga otro fin que el de no falsear ideológicamente las sentencias.
Lo que distingue a los superhéroes de las figuras reales es que no se limitan a defendernos de una amenaza inminente, sino que tratan de participar activamente en la detención de los criminales –incluso cuando sus fechorías aún no hayan sido cometidas o ni siquiera ideadas–. Podemos ver la Gotham City de Batman como un insospechado retrato de la parcialidad de los tribunales de justicia actuales, muchas veces en triste comadreo con la fuerza gobernante. Y es que, como recuerda Nietzsche en numerosas obras, no por seguir la moral vigente se actúa de hecho moralmente.
Tal es el problema fundamental ante el que se sitúan aquellos ciudadanos que, no contentos con el funcionamiento de las autoridades judiciales, demandan una revisión de los métodos en que la propia Justicia es llevada a efecto en los distintos tribunales, denunciando sus métodos por hallarse teñidos de parcialidad política –y acaso económica–.
Como recuerda Nietzsche en numerosas obras, no por seguir la moral vigente se actúa de hecho moralmente
La justicia como ideal
Un caso muy parecido encontramos en Batman: sus acciones, aunque en ocasiones se vean refrendadas por las autoridades policiales, quedan las más de las veces sin autorización oficial. En cierto sentido, Batman se toma “la justicia por su mano”. Ahora bien, el quebrantamiento de las leyes por parte del Caballero Oscuro se hace en nombre no ya de una justicia particular, sino de la Justicia como ideal (o lo que él entiende por tal), persiguiendo a los delincuentes que coartan la libertad de decisión de las distintas autoridades civiles.
En una de sus aventuras, Superman, muy al contrario que Batman, se hace agente secreto del gobierno en una suerte de giro kantiano. Y aquí entra en tenso debate con el murciélago, que achaca al superhombre haberse dejado comprar. A este respecto, Batman sostiene un discurso realmente interesante, que nos saca de dudas en lo tocante a la cuestión de si los cómics encierran un auténtico contenido cultural:
Tú siempre dices que sí a quien veas con una insignia o con una bandera… Nos has vendido, Clark. Les has dado el poder que debería haber sido nuestro. Justo lo que te habían enseñado tus padres. Mis padres me enseñaron otra lección: tirados en esta calle, agitados por la brutal conmoción… muriendo por nada… me enseñaron que el mundo sólo tiene sentido cuando lo obligas (en The Dark Knight Returns, Libro 3).
De igual modo que, para Nietzsche, la existencia de una bandera o una insignia no resulta condición suficiente (ni siquiera necesaria) para la aparición de la justicia: las leyes podrían ser injustas y los políticos corruptos… o, como sucede en la actualidad (quizá siempre desde que existe el poder establecido), los tribunales de justicia pueden estar politizados, actuando de manera parcial e interesada. Batman se pregunta por qué ha de permitirse que las estructuras sociales establecidas, aun actuando baja capa de la buena intención, han de suponer un estorbo para la consecución de lo justo. Así, como Rorschach afirma antes de morir a manos del Doctor Manhattan en Watchmen (Capítulo XII): “Acuerdos, nunca… El mal debe ser castigado”.
Podemos ahora embarcaremos en otro peculiar viaje en el que seguiremos acompañados del hombre murciélago, que decide ponerse a leer la Ética a Nicómaco en la batcueva. Nuestro destino es desentrañar las profundidades del alma humana.
Batman se pregunta por qué ha de permitirse que las estructuras sociales establecidas, aun actuando baja capa de la buena intención, han de suponer un estorbo para la consecución de lo justo
Como saben los lectores de Aristóteles, el noûs (podemos ahora traducirlo como inteligencia) es la facultad que para el estagirita “permite el ser”, ser lo que somos en el modo en que el mundo adviene presencia. Aunque somos mortales, aquel noûs nos distingue de la animalidad; no por nuestra condición mortal hemos de entregarnos siempre a los asuntos humanos (los propios de la necesidad): ante todo somos inteligencia.
Si, pues, la mente es divina respecto del hombre, también la vida según ella será divina respecto de la vida humana. Pero no hemos de seguir los consejos de algunos que dicen que, siendo hombres, debemos pensar sólo humanamente y, siendo mortales, ocuparnos sólo de las cosas mortales, sino que debemos, en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo esfuerzo para vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros». (Aristóteles, Ética a Nicómaco [X, 7, 1177b28-1178a]).
Entre el bien y el mal
Esta contradicción interna entre animalidad y humanidad ha de ser gestionada por nosotros mismos. En este sentido, la inteligencia es la facultad capaz de captar y comprender lo que le rodea, introduce presencia en el mundo sin convertirse en una parte de él (como diría Heidegger, somos el ente en el que el mundo se manifiesta, Dasein).
¿Podemos dar la razón Aristóteles cuando declara la victoria final de lo racional frente a lo irracional, a pesar de darse tras una encarnizada lucha? En una de las últimas y más logradas historias del hombre murciélago (Silencio, con guión de Jeph Loeb e impresionantes ilustraciones de Jim Lee), Batman coincide brevemente con Superman. El hombre de acero se encuentra bajo el influjo de una fuerza maligna que no le permite actuar normalmente; Batman, sin embargo, y a sabiendas de su inferioridad en cuanto a fuerza se refiere, decide poner en práctica un plan, diremos, aristotélico: hace ver a Superman que él no es ese influjo que le domeña, ese impulso por el mal, y que bajo todo aquel aparato que le tiene enajenado, se encuentra –al decir de Batman– todo un boy scout, alguien que cree saber muy bien cómo distinguir entre el bien y el mal –por mucho que Batman no aplique nunca este esquema sobre él mismo en una especie de ejercicio nietzscheano por superar toda clasificación moral definitiva–.
El Caballero Oscuro logra así, a fuerza de destapar lo mejor de Superman, poner bajo control aquella fuerza que empujaba a Superman a hacer el mal. Empero, y esto es lo interesante, Batman reconoce en numerosas historias (en una línea que le acerca al Wolverine de Marvel) verse doblegado por ciertos impulsos irracionales, lo que supone un dejarse ir por la ira; eso que Aristóteles denominó thimós.
En aquel mismo cómic (Silencio), en un nuevo intento por acabar con Joker, Batman ha de enfrentarse a una decisión fundamental: terminar con su vida (convirtiéndose en un asesino) o dejarle con vida (a pesar del irreparable mal que su eterno enemigo ha sembrado en Gotham City). El propio Batman explica: “Esta noche morirá a mis manos. No hay escapatoria. No hay nada que pueda hacerle que le cause la misma agonía que ha infligido a otros”. Tras la aparición estelar del excomisario Gordon, que representa en este caso el noûs de Aristóteles, Batman replantea su proceder y acaba por confesar: “Hice la promesa, frente a la tumba de mis padres, de librar esta ciudad del mal que les arrebató la vida. Esta noche… casi me convierto en parte de ese mal».
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