Ernesto Laclau (Buenos Aires, 1935-Sevilla, 2014) fue un teórico político argentino. Desarrolló el grueso de su actividad en la Universidad de Essex (Reino Unido), donde fundó la Escuela de Essex de análisis del discurso junto a Chantal Mouffe, con quien colaboró estrechamente. Dialogó con figuras capitales del pensamiento contemporáneo como Judith Butler, Slavoj Žižek, Toni Negri, Giorgio Agamben, Alain Badiou o Richard Rorty, pero también con clásicos como Karl Marx o Antonio Gramsci.
Laclau fundó, junto con Mouffe, la corriente posmarxista, basada en una relectura de la teoría de la hegemonía de Antonio Gramsci a la luz de las aportaciones del pensamiento posestructuralista, especialmente las aportaciones elaboradas por Jacques Derrida y Jacques Lacan. La trayectoria de Laclau se inscribe en la tradición marxista, pero a la vez aspira a superarla. Hoy es conocido principalmente como el teórico del populismo por haber sido sus reflexiones al respecto muy influyentes para la izquierda en Europa y América Latina. Aquí te damos diez claves para entender sus principales aportaciones.
1 Posmarxismo
La postura de Laclau y Mouffe es descrita como posmarxista debido a que supone un cuestionamiento profundo de algunas premisas del marxismo. Su crítica a Marx se concentra en el economicismo que le atribuyen, fruto de lo que Laclau y Mouffe consideran una insuficiente ruptura con el idealismo hegeliano.
El materialismo histórico de Marx había negado el pensamiento de Hegel mediante el desplazamiento de la Razón (en mayúsculas) como motor de la historia en favor de la lucha de clases. Para Marx, ya no son las ideas las que mueven la historia, sino que es el conflicto real y concreto entre las dos clases sociales.
Pero esta ruptura no había sido tan radical como Marx pretendía, pues dejaba inalterada la idea de que existe un sustrato racional para el proceso histórico. En vez de la Razón, ahora tenemos en el motor de la historia al desarrollo de los modos de producción económica, que pasaban a determinar la realidad social. Con este giro, Marx se había limitado a cambiar un determinismo por otro. Sin embargo, superar verdaderamente el idealismo de Hegel requería superar la idea misma de que la historia estuviera determinada.
Para que la determinación sea posible, el elemento determinado debe poder ser completamente subsumido dentro de la estructura en la que se inscribe. Una cosa solo puede venir determinada por otra si la primera está, de una forma u otra, ya dentro de la segunda. Laclau y Mouffe parten del análisis de Louis Althusser del capitalismo como una estructura, pero, como resultado de la influencia del pensamiento deconstruccionista derridiano y del psicoanálisis lacaniano, son muy escépticos sobre la posibilidad de que existan estructuras perfectamente cerradas sobre sí mismas.
Para Laclau y Mouffe, como para Lacan, toda estructura se halla siempre habitada por fallas e inconsistencias que le imposibilitan determinar por completo la identidad de los elementos que la componen. Por tanto, el capitalismo no puede determinar del todo a los sujetos porque para hacerlo necesitaría ser una estructura perfecta, y ninguna estructura puede serlo.
Pasar a concebir el capitalismo como una estructura internamente fallida les permitió ampliar sustancialmente el margen de acción de las prácticas políticas, pues estas ya no se concebían como subordinadas a la economía.
Marx pensaba que había dado la vuelta al pensamiento de Hegel al sustituir la Razón por la lucha de clases como motor de la historia. Sin embargo, la idea misma de que la historia está determinada es una idea hegeliana de la que Marx no pudo desprenderse
2 Hegemonía
Laclau y Mouffe extraen su concepto de hegemonía de Gramsci. Aparte de un inestimable teórico marxista, Gramsci fue un importante dirigente de la III Internacional que urgía a la clase trabajadora a que abandonase la mera defensa de sus intereses corporativistas y buscase encarnar la posibilidad de la emancipación universal como centro dirigente de una alianza de clases.
Para ello, estimaba que los comunistas debían acometer una reforma intelectual y moral rearticulando (y apropiándose de) los elementos ideológicos más avanzados en una sociedad concreta en torno al programa revolucionario, adquiriendo estos su carácter de clase de este modo. Esta idea se observa claramente en su artículo «El ocaso de un mito», de 1917, en el que afirma la necesidad de no rechazar directamente el catolicismo, dados los «núcleos de buen sentido» emancipadores dentro de su doctrina que podrían ser aprovechables para los revolucionarios.
Más allá de la militancia en los centros de trabajo y las luchas por la apropiación obrera de la infraestructura económica, para Gramsci los comunistas debían articular una nueva cosmovisión a partir de las ideas, prácticas y nociones de sentido común ya presentes en la sociedad. Su objetivo era la creación de una «voluntad colectiva» revolucionaria de la que el proletariado tenía que ser el centro dirigente.
Laclau y Mouffe se reconocen herederos de Gramsci en este aspecto, aunque difieren de él en un punto que resulta decisivo: Gramsci definía el núcleo de los procesos hegemónicos como el «principio hegemónico», entendido como el sistema de valores adscritos a una de las dos únicas clases con capacidad hegemónica, esto es, las dos únicas clases con un privilegio epistemológico y/o práctico por su posición en la infraestructura económica: la burguesía y el proletariado.
Para Laclau y Mouffe, sin embargo, que estas fueran las dos únicas clases con capacidad hegemónica lo consideraron como un reducto economicista en la teoría de Gramsci. Un reducto que las fuerzas transformadoras ya no podían permitirse. En un contexto de multiplicación de las escisiones o divisiones (cleavage) en el seno de las sociedades modernas —feminismo, ecologismo, poscolonialismo, etc.—, Laclau y Mouffe afirman que la capacidad hegemónica es de carácter contingente y su éxito depende antes de las condiciones sociohistóricas y de la transversalidad de las estrategias discursivas que de la posición en el modo de producción de los agentes políticos.
Para Laclau y Mouffe, lo específico de lo político es, pues, la lucha política por la hegemonía. Y esta no ocurre únicamente entre dos clases económicas, sino que son muchos más los ejes que pueden determinarla, como el feminismo o la lucha antirracista, por ejemplo.
La hegemenonía es la capacidad de un grupo social para articular los elementos de una sociedad y generar un sentido común. Para Gramsci, esto solo pueden realizarlo la burguesía o el proletariado. Para Laclau y Mouffe esto es un reduccionismo económico y hay más ejes que pueden organizar la hegemonía (feminismo, ecologismo…)
3 Discurso
Como decíamos, Laclau concibe toda estructura como algo fallido, como incapaz de establecerse del todo, de solidificarse permanentemente. Este intento constante de distintos órdenes por establecerse a costa del resto es lo que podemos entender por conflicto. El discurso es lo que dota de sentido a dicho conflicto.
El discurso o, mejor dicho, los discursos son esas explicaciones que compiten por volverse aceptadas, incuestionables, evidentes. Así, fue un discurso exitoso —y es en algunos lugares todavía— el que daba cuenta de la mujer como un ser exclusivamente doméstico, el de las personas negras como seres intelectualmente inferiores al hombre blanco, etc.
El discurso da cuenta así de la parcialidad de todas las posiciones en la medida en que ninguna consigue totalizarse y zanjar definitivamente el conflicto en la sociedad. Siempre hubo cierta oposición a la opresión femenina y de raza. Igualmente, siempre existe la posibilidad de subvertir otras opresiones. Por eso, el discurso no deja lugar a posiciones de «neutralidad» u «objetividad», ya que todas las afirmaciones, sean políticas o científicas, se hacen desde un marco previo de sentido sobre lo que es uno, el mundo y las cosas. Un marco que es parcial, histórico y que siempre está en pugna.
Dada la centralidad de la categoría de discurso en la obra de Laclau, a menudo se acusa a su proyecto de un mentalismo o idealismo naif. Como si el discurso se refiriera a la opinión pública y ello agotase la política, ignorando aquello a lo que el marxismo ortodoxo se ha referido tradicionalmente como «lo material». O, de forma más exagerada si cabe, como si lo material estuviera subordinado a las ideas.
Sin embargo, la conceptualización de discurso que hacen Laclau y Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista impugna esta relación entre lo cultural, lo lingüístico o lo político y lo material. El discurso no niega o ignora la materialidad, sino que señala que esta no tiene un sentido y una existencia social inmediata, universal y ahistórica. Es decir, el discurso es aquello que da sentido y que estructura lo social. Los propios autores atienden esta habitual lectura errada de la siguiente forma:
«Un terremoto o la caída de un ladrillo son hechos de cuya existencia no dudamos porque ocurren aquí y ahora, independientemente de mi voluntad. Pero, que su especificidad como objetos se construya en términos de ‘fenómenos naturales’ o de ‘expresión de la ira de Dios’ depende de la estructuración de un campo discursivo».
Esto estaría en realidad en línea con la célebre cita de Marx en Trabajo asalariado y capital:
«Un negro es un negro. Solo en determinadas condiciones se convierte en esclavo. Una máquina de hilar algodón es una máquina para hilar algodón. Solo en determinadas condiciones se convierte en capital. Arrancada a estas condiciones, no tiene nada de capital, del mismo modo que el oro no es de por sí dinero, ni el azúcar el precio del azúcar».
Así, el discurso es la forma de dar cuenta de la especificidad histórica de cada lugar y coyuntura a través de las nociones ampliamente aceptadas y las que están en pugna.
4 Antagonismo
Si la política es hegemonía y los discursos siempre son incompletos, esto nos aboca a un antagonismo irreconciliable entre diversos agentes políticos que, a su vez, ponen todos sus recursos para asentar, desde su parcialidad, un fundamento para la sociedad. Por ejemplo, aun asumiendo que se estableciera la «sociedad regulada comunista», aún estaríamos excluyendo de ella a todas las ideologías totalitarias o despóticas.
Esta necesidad del antagonismo que recorre lo social, Laclau y Mouffe lo consideran inherente a la propia lógica de institución de lo social, autónoma (por supuesto) de posibles determinaciones de otras esferas sociales, como los valores éticos objetivamente buenos o la infraestructura económica. Así, Laclau y Mouffe afirman la necesidad de exclusión en política, la necesidad del antagonismo, si somos consecuentes con su noción de discurso y de la hegemonía (entendida esta como la postulación universal de una cosmovisión que en realidad es particular). Para estos autores, es imposible llegar a un régimen que incluya a todos los agentes políticos porque, por definición, toda hegemonía es en el fondo la postulación universal de algo únicamente parcial. Lo universal, lo que aglutina a todos y en paz, no existe, siempre es construido y elevado a partir de lo particular de los agentes. Y, de hecho, las distintas cosmovisiones que pugnan por la hegemonía no pueden medirse entre sí porque son inconmensurables entre sí.
Es aquí donde hallamos un desencuentro entre Gramsci y Laclau y Mouffe: mientras que Gramsci confió en que el reino de la deliberación vendría tras la revolución y establecería una sociedad autorreconciliada consigo misma, Laclau y Mouffe afirman que el conflicto político es infinito. Todo orden social o toda fundación está necesariamente abierta a ser superada, puesto que siempre está basada en la exclusión de ciertos elementos. De esta forma, la necesidad de la contingencia la previene de un cierre total, lo cual posibilita el surgimiento de alternativas políticas que disputen la hegemonía.
5 Lo político
Para Laclau, «lo político» no es una esfera social más que agrupar junto a otras esferas como serían lo económico, lo cultural o lo social. Sin embargo, «la política» sí que lo sería. Así, Laclau apuesta por distinguir entre la política y lo político. No es una innovación propia: Claude Lefort, Paul Ricœur, Jean-Luc Nancy, Pierre Bourdieu o Cornelius Castoriadis también hicieron esta distinción. Y autores como Jacques Rancière o Miguel Abensour hicieron una distinción con un contenido similar utilizando la oposición policía/política y Estado/democracia, respectivamente.
La política puede ser considerada una esfera social más porque está plenamente constituida. Es un área delimitada y con una lógica conocida: con sus instituciones, sus sujetos y sus normas consolidadas (es decir, lo instituido).
Lo político, por el contrario, alude a algo mucho menos tangible y delimitable. Lo político son las posibilidades de ruptura de todo orden, aquello que queda fuera de lo instituido y que, por tanto, no es delimitable. Lo político es el antagonismo, la pura negatividad que vuelve todo orden inestable.
Es un exceso (o una falta, según se quiera ver) que las instituciones (la política) nunca pueden llegar a captar del todo, por lo que nunca se va a lograr una estabilización definitiva. Lo político es, por un lado, lo que permite la institución, sin quedar reducido a aquello que se instituye; y, por otro, aquello que acecha lo instituido y que amenaza con desestabilizarlo. Lo político no es una esfera social más, sino el límite de todas las esferas.
La importancia de la distinción radica en que, si confundiéramos la política (lo que hay) con lo político (lo que podría haber), estaríamos estrechando el horizonte de lo posible. Además, estaríamos dejando fuera del foco las condiciones que permiten la constitución del marco de la acción política.
El ser humano siempre vive en sociedad y ese componente de siempre-en-sociedad es lo que Laclau y Mouffe llaman «lo político». En cambio, la sociedad concreta en la que vivimos (históricamente determinada) es lo que llaman «la política». Según su teoría, la política nunca agota lo político y, por eso, siempre está abierto el cambio (a mejor, pero también a peor, claro)
6 Populismo
La razón populista (2004) surgió en un contexto de ascenso de líderes de izquierda por vía democrática en América Latina en torno al cambio de milenio: Hugo Chávez, Néstor Kirchner, Evo Morales, Rafael Correa… En este libro, que posteriormente influyó en la hipótesis política del primer Podemos, Laclau establecía que hay dos lógicas diferentes de construir lo político: el populismo y el institucionalismo.
Mientras que Laclau identificaba el institucionalismo con la lógica gramsciana del gatopardismo («cambiar todo para que nada cambie»), el populismo hace referencia a la lógica discursiva a través de la cual se dicotomiza el campo político en dos, mediante la postulación de «significantes vacíos» o «flotantes» que articulan de forma equivalente las demandas insatisfechas de la ciudadanía.
Los rasgos principales del populismo son: la explicitación del antagonismo en el interior de la comunidad y la impugnación del orden en su conjunto. Esta impugnación debe hacerse en términos del pueblo contra la élite, si bien estos términos puedan tomar contenidos «ónticos» diversos (como proletariado frente a la burguesía, la nación frente a los tiranos…).
¿Qué es un significante vacío? Pensemos, por ejemplo, en la palabra «democracia». Los significantes vacíos (como «democracia») son elementos discursivos que aparecen en situaciones de dislocación del campo político, en situaciones de disputa política («¡Esto no es una democracia!», «¡La verdadera democracia es…!»). Es decir, son elementos cuyo significado siempre está en disputa (como ocurre con «libertad») y que tratan de articular diferentes demandas insatisfechas y dispersas (como las de los migrantes y los desahuciados, por ejemplo) y dotarlas de una superficie de inscripción común que las presente como equivalentes en tanto que opuestas al mismo orden (como cuando decimos que esto es el gobierno de las élites y que la verdadera democracia no deja a nadie sin recursos mínimos).
Pero ¿cómo puede un significante vacío (es decir, cuyo significado siempre está en disputa) articular demandas que, en principio, no tienen nada que ver (como las del movimiento de vivienda y las antirracista)? Pues lo hace mediante la construcción de una frontera política entre dicho conjunto de demandas y un orden, que, supuestamente, les impide realizarse. En otras palabras, las demandas del movimiento de vivienda y del movimiento antirracista se pueden unir si pensamos que ambas están insatisfecha por culpa de un mismo régimen político (el gobierno de las élites, pongamos). En este caso, el significante vacío dota de sentido y de una identidad común a las demandas dispersas que desean realizarse, funcionando, así, mediante la lógica del objet petit a de Lacan, en la medida en la que se trata de la investidura de un objeto parcial que se vuelve en sí mismo nombre de la totalidad (como cuando en el amor toda nuestra felicidad recae en una persona particular).
De lo que se trata es de construir discursivamente esta articulación y ser capaces de nombrar a este orden político que impide a las demandas diferentes realizarse y que sirve como «exterior constitutivo» del campo popular, es decir, que sirve como enemigo común al conjunto de las demandas dispersas del pueblo.
De este modo, dicho significante (sigamos pensando en «democracia», pero valdría otros como «libertad») se asocia con el nombre de un líder en el interior del campo popular, que lo dota de capacidades de dirección y lo hace, por definición, hegemónico. ¿Por qué le hace por definición hegemónico? Porque es el ejemplo vivo de lo común de las demandas, el líder encarna la unión dispersa de las demandas.
A diferencia de la lógica populista, que pretende construir una articulación entre todas las demandas parciales para impugnar la totalidad del régimen político, la lógica institucionalista, la lógica de la democracia liberal en la que cada movimiento y visión tiene su propio partido, trataría de evitar, por el contrario, la construcción de dichas «cadenas de equivalencias» entre demandas a través de su satisfacción diferencial y su integración en el orden (por ejemplo, una subida de salarios tras una huelga en una fábrica puede permitir una desmovilización que impida una alianza de los obreros con otros elementos antiestablishment).
Por tanto, la noción de populismo de Laclau no trata de identificar a un pueblo ya presente en la historia y elevarlo en tanto que sujeto revolucionario, sino de constituirlo como tal a través de la práctica de la hegemonía. Finalmente, dado que «lo político» hacía referencia a la lógica antagónica que siempre irrumpe y reconstituye lo social, Laclau identifica al populismo como la lógica específica de lo político (de ahí la equivalencia entre populismo, hegemonía y política).
Los significantes vacíos (como «democracia» o «libertad») son palabras en disputa cuyo significado no está cerrado y sobre los que siempre hay una pugna (¿qué es verdaderamente la libertad?). Estos significantes vacíos pueden articular un conjunto de demandas dispersas y armar así una impugnación al orden en nombre del pueblo frente a sus élites
7 Emancipación
El horizonte político de Laclau es la emancipación. Escogió la palabra «emancipación» en lugar del término típico del marxismo, revolución, para huir del imaginario asociado a ella. Quiere desprenderse de todas aquellas prescripciones teleológicas sobre cómo debe darse y a dónde conduce el hecho revolucionario.
Laclau considera que, si conociéramos al detalle aquello a lo que conduce una transformación política, esta no sería verdaderamente transformadora, pues sería un mero desarrollo lógico de la realidad que pretende superar. Sería anticipable desde el orden que le preexiste y, por tanto, quedaría subsumida en él (de la misma forma en que el árbol es anticipable desde la semilla y puede entenderse desde su propia lógica). Una transformación política implica una ruptura genuina cuyo resultado es necesariamente imprevisible.
Pero esto implica a la vez un vaciamiento del contenido de la transformación que podría llevar a un relativismo nihilista del «todo vale»: podría parecer que cualquier transformación es buena por el mero hecho de que transforma, sin importar las características del nuevo orden que construye. Por eso, la apertura a «lo otro», necesaria, debe quedar limitada por la afirmación de ciertos principios políticos ético-políticos.
Estos principios, sean cuales sean, no serán universales, sino absolutamente particulares y contingentes: no serán más que unos de entre los posibles. Esto significa que imponer su vigencia implica siempre la exclusión de sus alternativas, como ya vimos anteriormente.
Afirmar un principio implica negar su otro. Afirmar un orden nuevo implica no solo negar el existente, sino el resto de órdenes alternativos al que se apuesta construir. Por ello, una transformación política emancipatoria nunca es plena: siempre se ve obligada a limitar las posibilidades de transformación inscritas en el orden que se pretende superar y que resultan contradictorias con aquel por el que se ha apostado.
Así, la emancipación es «una promesa» que nunca se acaba de cumplir del todo. Nunca puede ser del todo consumada porque no existe un «fin de la historia» donde el poder y la otredad queden definitivamente abolidos. Por insatisfactorio que pueda parecer este panorama, es en realidad la garantía de la libertad: la garantía de que siempre será posible postular un orden distinto al existente.
La emancipación nunca es plena, siempre hay un orden de posibles que hemos rechazado cuando tomamos un camino. La emancipación es una promesa, pero nunca será un hecho consumado. Por insatisfactorio que pueda parecer este panorama, es en realidad la garantía de la libertad: la garantía de que siempre será posible postular un orden distinto al existente
8 Teoría y política: la consecuencia política de la teoría
Laclau y Mouffe fueron siempre pensadores militantes: su teoría de la política está intrínsecamente ligada a la acción. Esto se vuelve evidente al observar tanto su compromiso partisano como la prolífica influencia que han tenido en movimientos en distintos lugares del mundo.
Cabe destacar la temprana militancia socialista y peronista de Laclau, la fundación y colaboración en distintas revistas de Inglaterra (New left review, editorial Verso) y la inspiración teórica y el apoyo público a las experiencias populistas de izquierda latinoamericanos y del sur de Europa.
Esta voluntad de Laclau y Mouffe de hacer una teoría política para la práctica del siglo XXI ha sido, no obstante, causante de grandes críticas por parte de la izquierda más ortodoxa. La izquierda que antagoniza con este posmarxismo critica una supuesta falta de radicalidad de Laclau y Mouffe por no mantener el ideal de una ruptura total con el sistema, acusándolos de «reformistas» o incluso «antirrevolucionarios».
Laclau tuvo la oportunidad de defender su postura públicamente contra Žižek en muchas ocasiones, pero la más famosa fue en el intercambio de ensayos que tuvo lugar en la revista Critical Inquiry y que llevó a la ruptura definitiva de la antes intensa amistad.
En estos textos, Laclau expuso que la dominación capitalista es una construcción hegemónica y que, por tanto, en la sociedad existe una relación de fuerzas que permite una «guerra de posiciones». Renuncia, así, a una visión dicotómica capitalismo/no capitalismo, lo cual nos permite entender que en todas las sociedades conviven núcleos de sentido anticapitalista, como la sanidad pública, con estructuras de dominación económica neoliberal, como los desahucios.
Es decir, en las sociedades conviven distintas lógicas y ninguna incluye del todo a la otra. Por eso, hay sociedades más igualitarias que otras. Esto no implica una falta de horizonte, una renuncia a la lógica anticapitalista, sino a la aspiración ingenua de enterrar el capitalismo mediante una insurrección súbita y rápida.
9 Democracia radical
La diferencia que separa a Laclau de posiciones más ortodoxas también es, a menudo, el propio proyecto político al que aspiraba. La consecuencia política más clara de reconocer el antagonismo social como inagotable es, como se ha señalado, la renuncia al socialismo como «fin de la historia».
Dado que el conflicto no se agota nunca, la política tampoco lo hará y la historia continuará con sus avances y retrocesos. Al reconocer esto, Laclau y Mouffe terminan su libro Hegemonía y estrategia socialista llamando a una radicalización de la democracia. La democracia radical como horizonte vuelve a enlazar el socialismo en la tradición republicana, relación que ha sido estudiada más hondamente por Antoni Domènech y la escuela que se organiza en torno a la revista Sin permiso.
Pero la democracia radical también supone descartar la idea de «gestionar lo existente», alejarse de la «izquierda» de «la tercera vía» y asumir hondamente la responsabilidad inagotable de construir bloques hegemónicos que empujen siempre más allá los derechos y la justicia de la mayoría; de no desistir ante el retroceso y luchar, vencer, caerse, levantarse y volver a luchar, como dijo Álvaro García Linera; de liderar siempre el horizonte y empujar constantemente más lejos, rejuveneciendo siempre de forma prometeica.
Esta tarea no se hace desde un único lugar: aunque hay quienes privilegian las instituciones, estas por sí solas no bastan. Hacen falta revistas, sindicatos, asociaciones, artistas y todo tipo de organizaciones que, pese a su diversidad, compartan un objetivo común: el reino de la libertad, que —como Marx advertía— empieza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad.
Laclau expuso que la dominación capitalista es una construcción hegemónica y que, por tanto, en la sociedad existe una relación de fuerzas que permite una «guerra de posiciones». Esto nos permite entender que en todas las sociedades conviven núcleos de sentido anticapitalista, como la sanidad pública, con estructuras de dominación económica neoliberal, como los desahucios
10 El legado de Laclau
La obra de Ernesto Laclau (y su proyecto compartido con Chantal Mouffe) tiene muchas continuaciones en la actualidad. Cabe destacar la honda importancia que tuvo su obra en España en la construcción de la hipótesis que definió la estrategia de Podemos en sus inicios. Esto ocurrió de la mano de personas como Íñigo Errejón, Jorge Lago, Clara Serra, Germán Cano, Jorge Moruno y Jorge Alemán. También influyó en otros líderes izquierdistas como Néstor Kirchner o Jean-Luc Mélenchon.
En el campo de la teoría, un ejemplo de los últimos desarrollos de sus tesis son los trabajos sobre el populismo de Luciana Cadahia y Paula Biglieri. En Siete ensayos sobre el populismo (2021), realizan una brillante y fresca reivindicación de la teoría populista y la desarrollan osadamente, interviniendo en debates sobre su relación con el neoliberalismo, la extrema derecha, el feminismo o el republicanismo.
Sin embargo, es importante citar otras líneas interpretativas que se han abierto recientemente a partir de su pensamiento. Por ejemplo, ¿es legítimo postular la equivalencia entre populismo, hegemonía y política? En su artículo «On this side of the frontier: Populism, Antagonism and Pluralism», de 2023, es la pregunta que se hacen Javier Franzé y Julian Melo. Por su parte, Yannis Stravrakakis, en Lacan y lo político, se preguntá qué juega el sujeto en su relación fantasmática con el discurso populista. Otros autores, como Oliver Marchart en Thinking Antagonism, se preguntan a raíz de Laclau si la dislocación del campo político es un fenómeno autónomo o si está producido por el antagonismo.
El legado de Laclau constituye, pues, una rica plataforma para el impulso del pensamiento y la acción política. Pudiéndose estar más o menos de acuerdo, hay una verdad innegable en su trabajo: el suyo es un corpus filosófico radicalmente orientado a la praxis y a la experimentación, lo que le ha permitido tener una influencia real sobre la política de los últimos años. Ha logrado demostrar, pues, que la filosofía no es solo un saber enclaustrado en las aulas, bibliotecas y otras torres de marfil, sino una herramienta que, a la vez que nos habilita la comprensión del mundo, nos abre también de transformarlo.
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