La historia en el centro de la filosofía
A partir del siglo XIX se comenzó a sostener —cada vez con más fuerza— que todos los fenómenos, tanto los naturales como los culturales, son intrínsecamente históricos. A medida que se fue profundizando en esta forma de abordar los fenómenos, se fue socavando la pretensión tradicional de fundamentar el mundo y las formas de su experiencia (ciencia, arte, etc.) sobre un punto fijo sustraído al cambio y a la mutación.
El mundo platónico de las ideas o el mundo aristotélico de las formas son incompatibles con la tesis de que todas las cosas son radicalmente históricas. A partir de este momento, la filosofía se vio llamada a plantear e intentar responder a la siguiente pregunta: «¿Qué es la historia?». De hecho, no hay autor significativo en los últimos dos siglos que, de un modo u otro, no haya, con más o menos amplitud, elaborado una respuesta para ella.
Para poder abordar correctamente las distintas concepciones de la historia que se desarrollaron a partir del siglo XIX es necesario, en primer lugar, remontarse al alba de la modernidad. En el Renacimiento, en los siglos XV y XVI, sobre las ruinas del mundo medieval, la cultura europea se erigió fijándose en los modelos grecolatinos.
Desde el siglo XIX, se afirma que todos los fenómenos son históricos, cuestionando fundamentos inmutables. Desde entonces la filosofía responde a esta pregunta: «¿Qué es la historia?»
El horizonte del progreso
La crisis del Barroco y la querella en el siglo XVII entre «los antiguos y los modernos» pusieron fin a ese propósito imitativo. Ya en el siglo de la Ilustración, en el que los procesos de modernización comenzaron a cuajar, se empezó a estabilizar la época naciente orientándose hacia el futuro, en vez de hacia el pasado y su historia.
Surgió, así, una concepción de la historia como un proceso único que desemboca en un estadio final de perfección y plenitud insuperable. Es la Historia Universal del Progreso (en mayúsculas, sí, por su inmutabilidad y universalidad, por las aspiraciones totalizadoras).
Nietzsche y su visión de la historia
Friedrich Nietzsche (1844-1900) irrumpió en la filosofía con el libro El nacimiento de la tragedia (1872), dibujando desde entonces los sinuosos perfiles de un vitalismo trágico que ha sacudido a la cultura europea contemporánea.
El devenir
La vida, nos dice Nietzsche, en su imparable devenir, se caracteriza por su exuberancia y su creatividad. Y la filosofía, por su parte, busca en el crepúsculo del mundo una aurora: un amanecer más allá del lado destructivo del nihilismo. El nihilismo para Nietzsche consiste en el declive de los valores supremos. Este declive es el momento, complejo, de la «muerte de Dios», expresión que resume el ocaso de los fundamentos trascendentes procedentes del platonismo y del cristianismo.
En este contexto, Nietzsche se preguntó con perspicacia sobre el lugar y el papel de la historia en el seno de la vida. A su juicio, un exceso de historia —es decir, una peculiar obsesión por el pasado y su continuidad— obstaculiza el despliegue creativo de la vida. El tradicionalismo, en definitiva, frena el impulso hacia la excelencia y el poder ascendente de una vida marcada, principalmente, por su afán inventivo, por su dinámica creadora (en la ciencia, el arte, etc.).
En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche planteó un vitalismo trágico. Criticó el exceso de historia, señalando que frena la creatividad y el ascenso vital, especialmente tras el declive de valores supremos y la «muerte de Dios»
Contra el tiempo lineal
La idea moderna de una Historia Universal (en mayúscula) se sostiene sobre una concepción lineal y teleológica del tiempo. Por eso se afirma una y otra vez, desde Kant y Hegel, que hay un punto de culminación y detención del movimiento de la historia. En este punto, Nietzsche indica que la vida, en su historicidad propia, está sostenida no por un tiempo lineal, sino por un eterno retorno selectivo.
Así, aunque sea de un modo diferente cada vez, están llamados a retornar aquellos logros que responden a los valores vitales, es decir, todos aquellos valores que alejen las formas de vida decadentes en las que esta pierde su fuerza creativa (padeciendo un mortecino estancamiento y languideciendo en un confort letal). Es desde aquí desde donde debemos entender la reivindicación nietzscheana de la tragedia griega, género en el que cristalizó un fecundo punto de equilibrio entre lo apolíneo (el orden) y lo dionisiaco (el caos).
La genealogía
Por otro lado, y desde sus primeros escritos, Nietzsche puso en marcha un procedimiento de análisis histórico denominado «genealogía». La genealogía rastrea en el pasado el punto de emergencia y despliegue —el origen, el nacimiento— de determinados fenómenos del presente (en La genealogía de la moral, por ejemplo, estudió con detalle cómo llegó a formarse una moral de la culpa y del sufrimiento, una moral que contradice los genuinos valores vitales sobre los que se erige una vida gozosa arraigada en la tierra).
En el siglo XX, Michel Foucault ha adaptado la genealogía nietzscheana al estudio de la psiquiatría y las enfermedades mentales, la medicina, la reclusión penitenciaria, el racismo, los derechos civiles o la sexualidad (todos ellos aspectos de lo que denomina «biopolítica»). Se abrió así un campo de estudio que ha sido brillantemente continuado por autores como Robert Castel, Jacques Donzelot o Didier Eribon (en conexión, por otro lado, con la sociología crítica de Pierre Bourdieu y sus discípulos).
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