Por Adrián Pastor Pascual, profesor de filosofía y escritor
La inquietud de una alumna llegó a mi correo electrónico cuando la naturaleza nos expresó el secreto desvelado de que la vida se acaba y no sabemos cuándo.
Recibido a las 9:37 h el 17 de marzo de 2020
Estimado profesor Lucius Annaelus:
¿Cómo está? Sé que vive solo y me pregunto cómo lo lleva, qué pasa por su cabeza y qué opina sobre lo que está ocurriendo en el mundo. Le pienso cerca del café, en medio del silencio y con la mirada tendida sobre el horizonte de su ventana. Espero que esté bien, profesor.
Desde hace una semana, aquí cobijada en la penumbra de mi cuarto y escuchando los ruidos domésticos del otro lado de la puerta, siento haberme sumido en una reflexión pegajosa e incómoda. Tan acostumbrada y creo que aturdida, ahora lo siento, a escuchar a los compañeros, a los amigos, los pasillos, los coches, las voces lejanas y cercanas, me he encontrado sin querer con mi voz, y nunca la había sentido tan temerosa pero atrevida, tan inquieta pero pacífica, tan virginal pero sabia.
Y ella me ha preguntado si soy capaz de decirme la verdad, si tengo esa valentía o, por el contrario, vivir es para mí una excusa para no enfrentarme a lo que importa. ¿Acaso podemos escondernos tras la vida o es ella toda transparencia? ¿Qué escudo es mejor: la verdad o la simulación?
«Tan acostumbrada y creo que aturdida a escuchar a los compañeros, los amigos, las voces lejanas y cercanas, me he encontrado sin querer con mi voz, y nunca la había sentido tan temerosa pero atrevida, tan inquieta pero pacífica, tan virginal pero sabia». P. R. Díaz
Hasta hace una semana me preocupaba la ropa que me pondría la mañana que empezaba; ahora visto todos los días prácticamente con lo mismo y no pasa nada. Hasta hace una semana acostumbraba a mirar el teléfono al término de cada clase y más regularmente cuando la jornada escolar concluía; ahora lo cojo escrupulosamente para hablar o ver a aquellos que me importan, o recibir el interés de aquellos a los que importo. Hasta hace una semana, mi interés digital radicaba en Instagram y las novedades de Zara Home; ahora mi interés ha basculado hacia el mundo y me he dado cuenta de que la vida se acaba y que no hay destino, profesor, nadie tiene su hora más que cuando esta llega. Hasta hace una semana mis conversaciones con los amigos eran insultantemente triviales, como las que tenía con mis padres, hipócritamente protocolarias; ahora buscan la preocupación del otro, sus sentimientos o el contenido de sus pensamientos. Me pregunto, profesor, si todo esto no pone en jaque el valor de las cosas sobrevaloradas y renueva el valor de las cosas infravaloradas. ¿Acaso puede haber un valor objetivo acerca de nada?
Usted en clase aludió en más de una ocasión a las normas y su obligado ejercicio de relativización. Nos decía con los puños cerrados: «Rompedlas». Quizás por timidez o por respeto a su autoridad, no le repliqué, pero aprovecho ahora que nos separan unos kilómetros para hacerlo, si no le importa. ¿No cree que debemos amar los deberes? Imagino que me responderá afirmativamente, así que le hago otra pregunta: en tal caso, ¿qué condición deben tener esos preceptos en común para ser amados?
«Me pregunto, profesor, si todo esto no pone en jaque el valor de las cosas sobrevaloradas y renueva el valor de las cosas infravaloradas. ¿Acaso puede haber un valor objetivo acerca de nada?». P. R. Díaz
Hace dos días, entretenida en redescubrir los secretos de mi cuarto, encontré un cuaderno de lienzos de hace algunos años. Tenía la costumbre de, antes de comenzar un dibujo, colocar la fecha en la esquina superior derecha. El último dibujo que hice en mi vida data del año 2015. Al reencontrarme con mi pasado artístico, he sentido un llanto interno, profesor. Entonces, ¿qué pasó? Si aquello era mi vida y he necesitado de una casualidad y de cinco años para ser capaz de recordarme, ¿qué ha sucedido desde entonces hasta el día de hoy? Quizás la vida sea esa cosa que pierde progresivamente la sonrisa, volviéndose seria, madura, responsable, diligente… ¿Por qué las cosas buenas cambian? ¿Somos nosotros los que elegimos el cambio o es el modo en que está construida la vida moderna el que nos obliga? ¿Es lícito acogerse a un campo de posibilidades que no han brotado espontáneamente de nosotros? Dígame, profesor, ¿qué opina usted?
Creo que lo dejaré aquí, de momento. Son las 9:29 h, está lloviendo y la calefacción en casa está baja para ahorrar consumo, así que llevo puestos unos calcetines gordos y tengo una manta fina sobre las piernas, las manos recién aseadas y los ojos despiertos de dudas. Pienso de repente en lo cuidadosa que me he vuelto con mi cuerpo cuando hasta hace unos días enfermar era casi un deseo de colegial.
Un abrazo
Enviado a las 00:01 h del 18 de marzo de 2020
Estimada P. R. Díaz:
Me encuentro sano, fuerte y paciente. Mis rutinas en la soledad se han convertido en las mejores compañías. En ellas encuentro libros, escritura, estudio, respiración y descanso. Pero, como a ti, también hay atrevimiento de mi espíritu por escuchar entre el murmullo del silencio la melodía de mis dudas. La duda es el cosquilleo del alma, por eso, al tiempo que es divertida, puede llegar a ser insoportable.
Uno de los grandes pecados mortales de los que nunca he oído hablar es el anhelo de la ignorancia. Cierto es que en ella hay un vacío cómodo e insondable. Cierto es que en su oposición está sentada la crueldad y la benevolencia a un tiempo. Pero lo que diferencia a la ignorancia del conocimiento, o como has venido a llamarlo tú, de la verdad, es que solo en esta última existe la posibilidad, y diría que la certeza, de vivir más. Y no me refiero a una prolongación estirada del tiempo biológico, sino a vivir más por saber entender las especificidades de en lo que consiste ser Tú.
«La duda es el cosquilleo del alma, por eso, al tiempo que es divertida, puede llegar a ser insoportable». Séneca
La verdad no puede ser nunca una simulación. Si analizáramos el idioma de la verdad, descubriríamos con regocijo que es incapaz de pronunciar ese ademán de inseguridad que tú has bautizado como simulación. Toda mentira es una deuda con la verdad que, postergada en el tiempo, no evita que la verdad siga viva. La educación nos enseña a ser políticamente correctos; yo abogo por ser humanamente honestos. La cercanía social que nos puede brindar la simulación no es más que una gotera en el techo de la conciencia, que se amplía y amplía como ondas gravitacionales conquistándolo todo, pero conquistándolo frágilmente. Solo hay que esperar el momento en el que la verdad eructa hacia abajo y rompe por el cerco creado los límites posibles del fingimiento. La simulación, querida alumna, es un escudo opaco y endeble como el yeso mezclado en agua.
Ayer, sentado en mi terraza y viendo el horizonte irregular de la ciudad, comprendí que todo pierde la importancia que nunca tuvo cuando la cuestión vigente radica en la disputa vida-muerte. Las brumas de la civilización han caído al suelo, y han permanecido en pie el canto de los pájaros, el batiente ajetreo de las hojas de los árboles al paso del viento, lluvia espesa o fina que no anticipa su caída, sino que se esmera en su espontaneidad, o el tierno abrazo del sol cuando cruza el estrecho ángulo de nuestra habitación, sabedores de que no habrá más opción en el día que ese fogonazo para calentar el rostro. La niebla que nos cubre hasta los ojos, pero también a ellos antes de todo esto, ha caído. Y ahora puedo leer y escribir, y tú reactivar los cables de tus viejas aspiraciones; porque los ingenios forzados a los que nos mantiene sometidos la escuela o el ritmo sistémico del mundo han replegado su insistencia porque ante lo fundamentalmente vital, lo único que tiene valor es aquello que conforma la fórmula concreta de la vida, humana, animal y natural. La ropa nació de la creatividad de un ser humano para cubrir al cuerpo del frío; quizás no importe demasiado el tejido, color y coste económico: Instagram es una hermosa paradoja, en muchos, que sirve para mostrarnos cómo no es la vida de la gente; un canal de permanente conexión desconectada…
«Uno de los grandes pecados mortales de los que nunca he oído hablar es el anhelo de la ignorancia». Séneca
Ayer por la noche miré un árbol y le calculé más de cien años. Pensé en todos los ciclos de construcción y destrucción superficial que atravesó a lo largo de ese tiempo, y a pesar de la naturalidad que en él supone ese ciclo de renovación, la construcción o destrucción superficial y periódica del árbol no es el árbol. Las modas y su consustancial valor otorgado por un criterio popularizado son como esas hojas que mueren en otoño y reaparecen en primavera, siendo otras, vistiendo al árbol, pero sin ser el árbol en sí mismo. El valor de todo es ese fluido intangible que hace ser a las cosas lo que son y no pueden dejar de ser.
Aborrezco las normas que no parten del sentido común y amo las que sí lo hacen. Por una razón muy sencilla: las que lo hacen, parten de una lógica colectiva que ayuda a fomentar la vida. ¡Esas son las verdades normativas! ¡Por Dios: aquellas que otorgan libertad, expresividad, rompen con el pudor construido para cordializar la discordia o armonizar el conflicto; aquellas que preparan el prado del amor y la paz! Y las demás, querida alumna, son artificios procesados por la química de nuestras inseguridades como especie, o lo que es lo mismo, de la falacia del subcontrol. Insto a romper las normas antinaturales y que oprimen el mayor instinto del ser vivo que es ni más ni menos que vivir. Creo que la única intolerancia que debemos tolerar es precisamente la dictadura de la libertad y la tiranía de la espontaneidad. Todo ello bebe del mismo río que la naturaleza y fluye por su interior el mismo éter que en ella.
«La educación nos enseña a ser políticamente correctos; yo abogo por ser humanamente honestos». Séneca
¿Qué pasó para que dejases de dibujar? Circunstancias que se adhirieron a tu vida como una segunda piel, ocultando la primera. Pasaste a ocuparte de lo que te ocurría cotidianamente y olvidaste hacer que te ocurrieran las cosas que querías. «¡Arráncate esa piel venenosa!», te diría la dictadura de la libertad. Porque, si no lo haces, efectivamente caerás en esa definición precisa y horrorosa de la vida en cuanto pérdida de sonrisa, y absoluta disposición a la pseudomadurez. ¡Ja! Me río de la madurez de los 20 o de los 30, querida alumna. Todo eso es un enorme teatro en el que pululan sobre él figurantes diferentes reproduciendo el mismo papel, en un perpetuo efecto maquinal de repetición. Créeme: se puede tener todas las edades justo ahora. Así que no permitas que al tiempo de vida que llevas en este mundo se le atribuyan unos adjetivos, porque, si lo haces, se te estarán negando otros que quizás digan más de ti que toda tu generación.
«Todo pierde la importancia que nunca tuvo cuando la cuestión vigente radica en la disputa vida-muerte». Séneca
A fin de cuentas, tú misma haces que este intercambio epistolar solo sirva para aclarar lo que ya sabes: «Pienso de repente, en lo cuidadosa que me he vuelto con mi cuerpo cuando hasta hace unos días enfermar era casi un deseo de colegial», que es lo mismo que decir que no hay mayor virtud que el cuidado de uno mismo. Tras él, mamará el bien común.
Un abrazo de tu profesor Lucius Annaelus Séneca
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