Un mirlo es más que un mirlo
Las cosas no eran fáciles cuando escribí mi ensayo sobre la filósofa brasileña Suely Rolnik: Suely Rolnik. Descolonizar el inconsciente, publicado por Herder Editorial. Venía leyéndola extensivamente desde hacía unos cinco años y había dedicado los últimos meses de la primavera y el verano de 2023 a escribir su biografía y revisar su bibliografía completa para no descuidar ninguna referencia.
Y, sin embargo, cuando ya lo tenía todo listo para la llegada de la escritura, no encontraba fuerzas ni ánimos: estaba agotado, el calor disolvía todas las cosas en Madrid, apenas dormía. Me sentía inapetente y las horas pasaban en el escritorio sin escribir una sola línea: una mudanza, varias rupturas, el optimismo cruel de la academia y sus devastaciones me tenían consumido.
Un día, por casualidad, volví a escuchar Blackbird, esa canción que McCartney le compuso a los mirlos, que cantan en el umbral entre día y noche, que atraviesan la frontera entre vivos y muertos y median con su gorjeo la extraña línea que distingue sueño y vigilia.
La canción me enseñaba dos cosas, al menos dos. Una, por supuesto, es que un mirlo no es un pájaro, sino un pasaje, la posibilidad de la transgresión y del cambio. Así, la canción celebraba a las mujeres que formaron parte de Little Rock Nine, el grupo de estudiantes negros que en 1957 ingresó en el Little Rock Central High School, un instituto de Arkansas exclusivo para población blanca, tras la decisión histórica de la Corte Suprema en el caso «Brown versus Board of Education» el 17 de mayo de 1954. Era una canción sobre la revuelta y la insubordinación, sobre las fuerzas para decir basta, el deseo de cambiar y de marcharse.
La segunda cosa que aprendí de Blackbird es que McCartney la compuso a partir de la Bourrée en mi menor de Johann Sebastian Bach, una pieza que él y John Lennon tocaban en sus fiestas adolescentes para alardear de sus habilidades. Habían escuchado lo suficiente esa canción para encontrar en ella un pequeño mirlo, que habían hecho volar a través de los siglos y los océanos para aguardar a que se posara en el mástil de sus guitarras, anudadas en quietísima espera.
La intuición de Suely Rolnik
Decía Deleuze que hay que estar muy quieto, no moverse apenas, para no espantar los devenires, y yo comprendía entre unas voces y otras que crear o inventar es una transformación que proviene de la lentitud de quien sabe agudizar el oído: como si no fuera cada vez más rápido, sino cada vez más lento, hasta que su quietud se convirtiera en retirada o renuncia, hasta quedar del todo vacío para que la pasión de lo escuchado le llenara, el efecto de la presencia de los otros en uno mismo, el leve temblor de la rama cuando el mirlo la visita.
El mirlo de McCartney no podía sino ser cómplice de ese pajarillo que Suely Rolnik escuchó cantar en un tema de Gal Costa a finales de los setenta, en una experiencia anecdótica que desencadenaría, no obstante, su vuelta a Brasil tras años de exilio en París, como comprendió tiempo después y escribió en «Deleuze, esquizoanalista» (1995). En la canción, Gal Costa le pide a un pájaro que bata sus alas para que ella pueda volar, amar, cantar.
La urgencia con que Gal Costa llama al pájaro es un modo de escucharlo, de dejarle venir, de nutrirse de su fuerza. Solo por esa fuerza, por el afecto del otro, por nuestro deseo por el deseo del otro, podemos salir de nosotros y amar, volar, cantar, cruzar el umbral de nuestra forma sujeto.
La voz de Gal Costa va mutando y se escucha cada vez menos humana, cada vez más gorjeo, hasta que se confunde con el canto alegre e inquieto de una bestia tropical. Suely Rolnik nos ha enseñado que pensar y vivir no son otra cosa que permanecer a la escucha de los afectos y cultivar lo que aprendemos de ellos, un saber que denominó «del cuerpo», o sencillamente «intuición».
«Siempre es posible levantar al deseo de sus caídas y ponerlo en movimiento, resucitando las ganas de vivir», escribió Rolnik en aquel texto, recordando las enseñanzas de Deleuze. «¿No será la gracia —pensaba— la capacidad de dejarnos contaminar por ese misterioso poder de regeneración de la fuerza vital, esté donde esté?». Por eso creo que mi ensayo sobre Rolnik es un ensayo sobre la gracia, sobre cómo salir de nosotros mismos, sobre cómo desear de otro modo: abandonar la gravedad y elevarnos, como un pájaro, hacia un nuevo lugar en el que quedarnos, inventarnos una forma otra de afirmar la vida, más potente, más hospitalaria, menos violenta.
La gracia se emparenta quizá con eso que Verónica Gago llama «la potencia cognitiva del deseo», su capacidad para inventar nuevos caminos, su constitución como fuerza creadora. Entendí estas cosas al poco de llegar a Buenos Aires, a primeros de noviembre de 2023.
Hace cuatro años, cuando Ricardo Espinosa Lolas, director de la colección Rostros de Herder, me brindó la generosa oportunidad de escribir sobre Suely Rolnik, su propuesta guardaba este don, que es el don que atraviesa la escritura de Rolnik, a veces pura ternura, a veces rabiosa, siempre sutil inteligencia y honda escucha: el don del viaje, pero también el ingenio de pensar el deseo políticamente, desde sus condiciones materiales, sus vínculos con la alteridad, sus lazos con la fuerza y la violencia, con las formas y sus contrarios. A esta tarea, Suely Rolnik la denomina «descolonizar el inconsciente».
Suely Rolnik ha sabido vincular vida y escritura a lo largo de los años. Así, combina los mejores hallazgos del posestructuralismo francés de los setenta, que aprendió de la mano de Deleuze y Guattari, con el tropicalismo y la contracultura de Brasil, que vivió en Sao Paulo en los sesenta: esquizoanálisis y antropofagia se alían para pensar una afectividad y un modo de estar en el mundo que atiende a los procesos de producción de subjetividad de las sociedades occidentales y occidentalizadas.
Rolnik es a veces pura ternura, a veces rabiosa, siempre sutil inteligencia y honda escucha: el don del viaje, el ingenio de pensar el deseo políticamente, desde sus condiciones materiales, sus vínculos con la alteridad, sus lazos con la fuerza y la violencia, con las formas y sus contrarios
El deseo y el código
Rolnik piensa, a partir de Guattari, la sobrecodificación de todas las dimensiones de nuestra vida que opera en el «Capitalismo Mundial Integrado», atiende a esa economía libidinal que vincula deseo con dominación, erotización del opresor, binarismo y jerarquía de la diferencia sexual.
Althusser nos enseñaba que lo primero que necesita un Estado para reproducirse es una forma-sujeto con unas coordenadas precisas nacionales, lingüísticas, morales, culturales. Viveiros de Castro afinaba al señalar que hemos de descolonizar el pensamiento, articular una metafísica que deje de ensalzar lo puro, lo originario, lo blanco, lo humano, lo binario, y se abra al desconcierto de la alteridad y a todo lo que con su disrupción nos enseña, la oportunidad de cambiar que nos brinda.
Suely Rolnik, con ecos de Franz Fanon, da un paso más y propone no solo revisar el sujeto, no solo descolonizar el pensamiento, sino atender a la descolonización del inconsciente: entender que la micropolítica reactiva que rige nuestras sociedades produce, como su base más profunda, un régimen del inconsciente colonial-racial-cisheteropatriarcal-capitalístico, un régimen donde la lógica de la competencia, del crecimiento ilimitado y de la expulsión de lo distinto gestionan la dinámica misma de nuestros afectos.
¿Por qué deseamos las cosas que deseamos? ¿Por qué unos deseos se asocian a la vergüenza y otros al orgullo? ¿Por qué unos deseos deben esconderse y otros exhibirse? ¿Por qué hay deseos de ejercer violencia y otros de recibirla? ¿Por qué cultivamos deseos mortíferos, que aspiran a acabar con la vida —con el deseo mismo—? ¿Por qué algunos deseos son prohibidos e invisibles y otros normativos y obligados? ¿Por qué deseamos al fascismo y lo votamos? ¿De dónde viene el deseo de dominar? ¿De dónde viene la repugnancia de lo diferente? ¿Quién nos enseñó las coreografías de nuestro cuerpo deseante, las íntimas lecciones de nuestra paupérrima y sobreestimulada educación sentimental?
Rolnik propone entender que la micropolítica reactiva que rige nuestras sociedades produce un régimen del inconsciente donde la lógica de la competencia, del crecimiento ilimitado y de la expulsión de lo distinto gestionan la dinámica misma de nuestros afectos
La male gaze, la cis gaze, aspirar a ser un jefe o a encarnar los valores del opresor (malas artes del zapallismo), son formas de colonizar nuestro deseo, o, como dijera Kate Millet, de colonización interior. Descolonizar el inconsciente consiste en escribir una historia de nuestros deseos —en lo que tienen de singular y en lo que participan de lo colectivo—, y desde esta historia —desde esta escucha—, armar una ética del afecto, una política de lo real. Quebrar así nuestra forma sujeto y atrevernos a salir de nosotros mismos, inventarnos una forma otra de estar en el mundo.
El pensamiento de Suely Rolnik cubre un largo ciclo político: empieza a escribir inspirada por las enseñanzas setenteras sobre la dimensión afectiva de la revolución, sobre la protesta de inconscientes, sobre el modo de hacer política a través de un modo de vida diferente: habitar distinto, amar distinto, comer distinto, vestir y pensar distinto, experimentar otras realidades.
Contra la identidad homogénea, acrítica y subordinable, rígida y disciplinada que producía el capitalismo de las sociedades industriales, Rolnik nos propone una subjetividad flexible dispuesta al cambio, abierta a experiencias nuevas, dispuesta a revisar sus vínculos afectivos con todo lo real. Y es en ese punto donde Rolnik aprende de la tradición antropofágica y la contracultura tropicalista y propone una subjetividad flexible, una posición de sujeto irreconocible, híbrido y armado de mil mestizajes, de tantos que su forma de individuo no muestra sino la solidez de un nudo, el nudo que resulta de las múltiples alianzas con todo lo vivo: apenas un espesor entre muchos en la red de lo viviente.
En estos últimos años piensa estas bellísimas alianzas a través de la observación tranquila de las arañas y de algunas palabras del guaraní: ñe’é (palabra y alma, palabralma), ñe’raity (nido de palabralmas), tekoporã (el buen vivir, un vivir bello y bueno).
Pero, si bien Suely Rolnik reconoció el final de la etapa fordista del capitalismo a través de las rebeldías afectivas, en las últimas décadas ha atendido también a los modos en que el capitalismo se rearma, a partir de la transición hacia una economía de servicios, para apropiarse del deseo y las fuerzas creativas de la subjetividad flexible y ponerlas a su servicio: ya no disciplinar ni identificar, sino excitar, animar, espolear, ejercitar sin término en nombre de un imperativo de goce infinito.
Contra la identidad homogénea, acrítica y subordinable, rígida y disciplinada que producía el capitalismo de las sociedades industriales, Rolnik nos propone una subjetividad flexible dispuesta al cambio, abierta a experiencias nuevas, dispuesta a revisar sus vínculos afectivos con todo lo real
Neoliberalismo y zombies
«Antropofagia zombi» es el término que Rolnik emplea para señalar la perversión neoliberal de la subjetividad flexible, una subjetividad que, si bien fue la descolonización por excelencia del sujeto capitalista de la primera mitad del XX, acaba articulando un nuevo régimen del inconsciente colonial que convierte lo alternativo y lo rebelde en marcas, identidades prêt-à-porter, pautas de consumo, modas y formas de blanquear la imagen corporativa de las empresas: la subjetividad flexible se ha vuelto subjetividad precaria, adaptable y siempre disponible, narcisista y autoexplotada, con una fuerza creativa sometida al servicio del emprendimiento empresarial.
Rolnik denomina cafetinagem, vertido al castellano como cafisheo o chuleo, a esta operación extractivista del capitalismo, que se nutre de sus enemigos, que nos roba nuestras mejores fuerzas y las pone a su servicio, del mismo modo que el proxeneta —chulo o cafisho— explota a las trabajadoras sexuales para lucrarse con su fuerza. Sabíamos desde hace rato que el capitalismo nos putea, que el trabajo es una putada —y más si te gusta—, que vivimos puteadas porque todo nuestro deseo al amo se lo damos.
Rolnik nos brinda una reflexión atenta para que entendamos las articulaciones de este secuestro neoliberal, con el que confundimos libertad y explotación, nos olvidamos del cuerpo, censuramos cualquier afecto que genere desorden, atemorizados por si arrecia la devastación que ya sufrimos. En fin, durante los últimos años, a través de figuras como Bolsonaro, Rolnik analiza la nueva forma-sujeto de este (pos)capitalismo del avanzado siglo XXI: el repliegue fascista del inconsciente colonial.
Si estas reflexiones hacen explícitos los vínculos que Suely Rolnik guarda con el feminismo, el pensamiento decolonial, el psicoanálisis y la crítica al capitalismo desde su dimensión micropolítica, es importante destacar su vínculo con las artes. Rolnik conoció a Lygia Clark en París en los setenta, y desde entonces ha venido comisariando exposiciones sobre su trabajo y escribiendo más de una decena de textos sobre su poética.
«Antropofagia zombi» es el término que Rolnik emplea para señalar la perversión neoliberal de una subjetividad que acaba articulando un nuevo régimen del inconsciente colonial y convierte lo alternativo y rebelde en marcas, pautas de consumo, modas y blanqueo de la imagen de las empresas
A este trabajo de curaduría se le suma la reflexión sobre muchos otros artistas brasileños, como Cildo Meireles, Tunga, Anna Maria Maiolino, Maurício Dias & Walter Riedweg o Mira Schendel y su participación en múltiples bienales en los años 90 y 2000. En España conocemos su trabajo gracias a figuras como Aurora Fernández-Polanco, Manuel Borja-Villel, Paul B. Preciado o Victoria Pérez Royo, entre otros, que le han invitado recurrentemente a pensar en el circuito español del arte y la estética contemporáneos.
Hay una convicción que recorre todos estos escritos e intervenciones sobre arte, algo que Rolnik comprendió con Lygia Clark: que la creación no es una facultad exclusiva de esa esfera institucional europea denominada «arte», con apenas unos siglos de antigüedad, sino que todas las fuerzas y capacidades que creemos exclusivas del arte atraviesan todas las dimensiones de la experiencia. Así, nuestra vida entera es un proceso creativo y de investigación artística para desarrollar vínculos, subjetividades y gramáticas afectivas que estén a la altura de los desafíos del mundo contemporáneo y contribuyan a mantener y nutrir la vasta interdependencia que nos sostiene.
De este modo, hay una relación intensa entre arte, política y terapia, pues son dimensiones diferentes de la misma pregunta: ¿cómo convertirnos en algo distinto de lo que somos? Son, también, facetas de una misma convicción: si hay una revolución, esta es una revolución del deseo, una transformación del modo en que deseamos. Algunos intelectuales lo llaman «deseo poscapitalista», otros critican la economía libidinal del estrés y la excitación, otros piensan los cuidados, y algunos otros la deserción y la emergencia de un tercer inconsciente. Yo a veces llamo «pereza» a esta fuerza no violenta que pulsa en nosotros para vivir de otro modo: más plácido, menos eufórico, a la escucha de los afectos.
Una sensación de desconcierto me invade a veces, cuando veo el ensayo terminado y no sé muy bien de dónde salieron las fuerzas para escribirlo, cómo la escritura tornó mi dolor y mi hastío, mi angustia y mi cansancio en fuerza creadora. No lo comprendo muy bien, y sin embargo el ensayo ya vuela solo, en busca de nuevos bosques, como esas arañas voladoras que uno encuentra en Brasil durante las noches de un verano tórrido.
Prefiero perseverar en la perplejidad, seguir escuchando, quedarme muy quieto, como un árbol mi cuerpo y mis hombros como ramas, y que en el umbral de la noche, cuando rompe el alba y todo es silencio, en lo hondo del sueño plácido, venga un pájaro extraño y bata sus alas para que yo vuele, cante, ame hasta perder todos mis nombres.
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