Hace cinco años, en 2013, la Organización Mundial de la Salud reparó en una de las cuestiones más acuciantes de los últimos tiempos, la del suicidio, e hizo pública la cifra de 800.000 muertes anuales debidas a esta causa. Traemos aquí la reivindicación filosófica del suicidio como acto supremo de libertad.
Por Virginia Moratiel, doctora en Filosofía
Ese número, 800.000, no refleja, sin embargo, la verdadera dimensión del problema, simplemente porque no puede dar cuenta fehaciente de los intentos fracasados que se ocultan tras cada realización efectiva y se estiman en 20. Tampoco es capaz de recoger esos suicidios certificados como defunciones naturales, silenciados por las familias y los allegados debido a los prejuicios sociales y religiosos que rodean la destrucción de la propia vida, o incluso debido a su penalización en las legislaciones vigentes en varios países. A esto se agrega que muchas muertes, aparentemente por razones físicas externas a la voluntad de la persona (accidentes e infartos cardíacos o cerebrales), son resultado de lentos pero inveterados procesos de autodestrucción, como ciertas drogodependencias, conectadas con el deseo de ponerse más allá de una realidad que abruma y sobrepasa. Ante semejante situación crítica, la OMS incluyó dentro de su Primer Plan de Salud Mental un documento de “Prevención del suicidio”, con el convencimiento de que la mayoría de esta clase de defunciones son evitables porque están ligadas a episodios psicóticos, depresiones severas, trastornos bipolares, esquizofrenias o al uso y abuso de drogas o alcohol.
Pero además de estos casos, cuyo tratamiento y estudio solo incumbe a la psiquiatría o a la psicología, existen otros tipos de suicidio, que no se producen empastados de subjetividad, en mentes presas de la alucinación, afectadas por su dificultad para gestionar las propias emociones y su relación con una sociedad perversa, o avergonzadas hasta el terror ante la posibilidad de afrontar el repudio o el desenlace material de un fracaso o de un fraude, atribuible solo al ejecutor, y para las cuales el recurso a la muerte, más que un autocastigo, es una reacción de huida, esta vez, ante la justicia mundana.
Asumir la responsabilidad con la propia existencia
Existen suicidios decididos desde la lucidez y la plena conciencia de la repercusión que la muerte podría causar en el ámbito familiar y social. No han de considerarse, por tanto, fruto de la alienación o del egoísmo. Tampoco implican una fuga de la vida, ya que no se ejecutan por cobardía, sino desde la serenidad y la sabiduría de quien opta –como dijo Séneca– no por escapar sino por “salir” voluntariamente de un escenario al que uno se ha visto obligado a subir sin que se le solicitara su consentimiento. Semejantes suicidios se plantean desde la asunción de la responsabilidad con la propia existencia y del compromiso con los demás, resultan coherentes con la historia de vida de quien decide realizarlos y constituyen un acto de libertad, razón por la cual muchos se vuelven heroicos y ejemplares a los ojos de quienes comparten las mismas ideas. Entre ellos pueden incluirse la eutanasia (practicada con la belleza del gesto poético que devuelve al agua primordial lo creado por dos grandes escritoras: Virginia Woolf y Alfonsina Storni), el suicidio ritual (por ejemplo, el harakiri) o el suicidio reivindicativo, que es una forma de denuncia de la represión, la esclavitud y la violencia sufrida por los más débiles (como la autoinmolación de los bonzos o de Mohamed Bouazizi, detonante de la revolución de los Jazmines en Túnez).
Existen suicidios que son una reacción de huida en mentes afectadas por su dificultad para gestionar las propias emociones y su relación con una sociedad perversa, o avergonzadas hasta el terror por tener que afrontar el repudio o el desenlace de un fracaso o un fraude
A excepción del suicidio ritual, en cuanto ofrenda voluntaria de la vida de los mejores a la divinidad (lo cual supone para el oferente un honor), el autosacrificio representa siempre (incluso en el harakiri) el derecho a decidir sobre la propia vida cuando esta ha perdido toda dignidad. Esa pérdida está relacionada directamente con la materia, cuando ya no puede servir como soporte y vehículo de las actividades propiamente humanas. Puede apreciarse claramente en esas dolencias inútiles de la vejez y de las enfermedades terminales, que no hacen sino prolongar vidas agónicas plagadas de invalidez y dolores, que se sienten a sí mismas como una condena innecesaria repercutiendo, para colmo, en el deterioro del entorno más inmediato. Lo mismo ocurre en los suicidios reivindicativos. Cuando la vida se deshumaniza a límites extremos, solo representa ya la continua negación diferida de sí misma, y esta se expresa siempre a nivel corporal, a través de la escasez material, mediante el hambre, el castigo físico, el desempleo y la pérdida de la libertad. En semejantes condiciones, la muerte, la aniquilación total, se transforma en liberación y fuente de autoestima. Precisamente por eso, esta clase de muerte autoconvocada suele constituir la puesta en escena para la reclamación. De este derecho a disponer de la propia existencia solo puede reflexionar la filosofía, incluso para determinar si las creencias religiosas, las basadas en el sentimiento de fe, son válidas para legitimar o no el suicidio.
Anticipar la muerte terrena
La filosofía tiene semejante privilegio desde su origen en Grecia, porque se planteó con todo rigor no solo el sentido de la vida, sino la validez de la certeza sensible, de aquello que hace emerger lo material ante nosotros. Esta última cuestión, que podría resultar baladí, es, sin embargo, esencial, porque –como dijo Camus en El mito de Sísifo– “en el apego de un hombre a su vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo. El juicio del cuerpo equivale al del espíritu y el cuerpo retrocede ante el aniquilamiento. [Porque] adquirimos la costumbre de vivir antes que la de pensar, en la carrera que nos precipita cada día un poco más hacia la muerte, el cuerpo conserva una delantera irreparable”. Y es esa ventaja la que pone en duda la filosofía desde su nacimiento. No olvidemos que ya Platón concluyó en la República que la percepción no ofrece ciencia sino solo opinión, y que el conocimiento sensible es creencia o imaginación. En definitiva, llama a engaño, provoca espejismo, pura ilusión. Y con ello daba a entender que la materia, a menos que esté imbuida del ímpetu del amor (El banquete), constituye un lastre irracional donde se canalizan los instintos, donde se ata la subjetividad caprichosa, enredada en el deseo de complacerse, sobresaliendo y dominando a los demás. Por tanto, lo sensible, sujeto al tiempo y al espacio, empaña u oscurece al alma, que solo consigue depurarse mediante la búsqueda de la idea, de lo universal y atemporal. Dicho de otra manera, el cuerpo (soma) se transforma en una cárcel (sema) para el espíritu, en el lugar de su limitación y, en consecuencia, impide alcanzar la verdad.
De ahí que el acto supremo del saber, la noésis, pueda interpretarse como un suicidio, como un ponerse al margen de la propia subjetividad y de las fronteras implicadas tanto en lo sensible como en los intereses particulares que emanan desde esta posición individual y cambiante. Según nos muestra el Fedón, en ese diálogo que el alma establece consigo misma para elevarse al conocimiento genuino, la filosofía anticipa una y otra vez la muerte terrena, nos saca de la animalidad de nuestro cuerpo y nos arroja a la auténtica vida espiritual. No es de extrañar, entonces, que siglos más tarde, Nietzsche afirmara que el pensamiento platónico, nacido del ojo destructor de Sócrates al enfocar la tragedia clásica con la razón, fuese una “filosofía de sepultureros”.
El abismo que separa a los dioses de los hombres
Pero lo que resulta aún más curioso es que, también en el plano histórico, la filosofía surgió del suicidio. Según algunas tradiciones, el último gran presocrático, Empédocles de Agrigento, se mató arrojándose al Etna con 60 años cumplidos, cuando gozaba de la plena devoción de sus seguidores. Después de hacerse acompañar por algunos de ellos en un paseo por las laderas del volcán, simplemente desapareció para no retornar. En las cercanías del cráter encontraron una sandalia –como dice Bertolt Brecht en su poema– “de cuero, palpable, usada, terrena”, una señal mágica de aquel sabio, “legada a aquellos que no ven y enseguida empiezan a creer”. Ese “hombre embriagado de Dios” –según lo define Hölderlin en su drama– purificó el alma desprendiéndose de su cuerpo decadente “antes de que no pudiera revelar ya la divina naturaleza a los hombres, sin convertirse en juego, burla y escarnio”. Y así puso de manifiesto la brecha, el abismo que separa a los dioses de los hombres, a lo eterno de lo terreno, para retornar finalmente a la naturaleza como lugar de reconciliación entre ambos. Es más, la muerte de Sócrates, con la que se da inicio a los grandes sistemas filosóficos griegos, podría interpretarse como un suicidio libremente aceptado. De acuerdo con el Fedón, a Sócrates se le ofreció la posibilidad de huir y, sin embargo, prefirió tomar la cicuta con tal de no oponerse a las leyes de su ciudad, es decir que se sacrificó por voluntad propia en aras de una norma superior a la individual, en un acto que recuerda al harakiri por el hecho de que antes de perecer, él, que nunca había querido esclerosar sus enseñanzas mediante la letra, dejó escrito un poema, como es costumbre entre los samuráis en tales trances.
Por todo esto, tampoco ha de asombrar que el romanticismo y el idealismo alemán, que recuperaron la antigüedad clásica e hicieron de la libertad el máximo principio, asimilaran el suicidio a la intuición intelectual, a la instancia que pone en contacto con lo que da sentido y funda toda nuestra visión del mundo. Dicha intuición intelectual, que arriba al corazón de la verdad, a lo que es eterno por absoluto, se expresa en términos muy parecidos a los usados por místicos como Santa Teresa o San Juan de la Cruz, a pesar de que el absoluto al que se dirige ahora no sea ese Dios cristiano, identificado con el Bien platónico, garante de la moral, sino la totalidad caótica, donde tanto el bien como el mal están entremezclados. Así, Schelling puede decir en sus Cartas filosóficas sobre criticismo y dogmatismo que “despertamos de la intuición intelectual como si hubiésemos muerto”. Despertamos después de habernos dejado absorber por una fuerza en la que todo y nada se identifican, por una libertad irrestricta y total que, al margen de cualquier norma, arrasa y aniquila cualquier obstáculo que pudiera oponérsele. Y lo hacemos “necesariamente por reflexión”, distinguiendo en lo infinito el sujeto del objeto. Esta interpretación se asemeja a la sostenida por Hölderlin en el Fragmento de Hiperión, publicado un año antes en la Revista Thalia. Es la misma que el joven Hegel presenta en su poema Eleusis, donde relaciona el acto supremo de la filosofía con la “oscura noche de los sentidos” que aparece en los mencionados místicos. Finalmente, el poeta Novalis, creador del idealismo mágico, deja escrito entre sus papeles que “la intuición intelectual es suicidio”. Y esto ocurre unos veinte años después de que una ola de suicidios se diera en Alemania tras la publicación de Las desventuras del joven Werther de Goethe, cuyo protagonista opta por matarse ante la imposibilidad de realizar sus anhelos amorosos, contrarios a los usos sociales de entonces.
El Yo contra el mundo
Da la impresión de que la generación siguiente a la de Goethe, la romántica, que elabora ya una cultura postrevolucionaria instalada en un nuevo universo jurídico, transfiere al campo de la teoría, como punto de arranque de la filosofía misma, ese acto de libertad que para el Sturm und Drang era la única vía de solución ante el conflicto entre el individuo y la sociedad, entre las pasiones o los sentimientos privados y las normas o las convenciones colectivas. Parece como si la nueva situación les permitiera apreciar que el choque frontal de las aspiraciones del Yo contra el mundo reglamentado por los otros solo conduce a un autosacrificio inútil e ineficaz y que la solución ha de buscarse más bien en la mediación entre ambos términos, que aparece cuando se admite desde el principio que no hay opuestos separados sino espejos que se reflejan entre sí.
Mientras la filosofía sitúe el punto de arranque desde el que explica toda realidad en la indiferencia o la identidad de los contrarios, el suicidio solo se reivindicará desde un punto de vista teórico, apuntalando una visión optimista y a la vez trágica, superadora de los sinsentidos y las heridas de la existencia, que busca la armonía perdida, sobre todo, mediante el poder transfigurador del arte y la construcción de una comunidad sociopolítica cohesionada por una religión estética, apoyada en una nueva mitología. Algunas veces semejante visión se extraviará en lo fragmentario, que apunta con dolor a una unión imaginaria nunca realizada, condenado a la nostalgia de la unidad irrecuperable –como ocurre entre los primeros románticos–. Hasta que, por fin, cuando se desvanece ya toda expectativa de cambio político, Schopenhauer lanza la idea de que el principio supremo, lo absoluto, es irracional, ilógico, absurdo, puramente maligno. El mundo de la representación, el que se inscribe en la disociación del espacio, del tiempo y de la individualidad, se vuelve entonces mera apariencia que encubre la dura realidad. En el fondo late una sola energía, una voluntad universal, una fuerza ciega que alimenta a cada ser sin disminuir por ello su intensidad y que lucha por afirmarse a través de la materia para concretarse en pulsiones bestiales y egoístas. Como consecuencia, lo sensible es pura ilusión, y la razón, el instrumento que justifica el engaño de la separación y nos hace creer incautamente en él. Todos somos esclavos de esta única y desmesurada pasión, a cuyos intereses obedecemos sin ser conscientes de ello. De ahí que la única postura ética válida surja del sentimiento de compasión al prójimo, con quien compartimos la desdicha generalizada.
Ante tal desfondamiento del sentido de la existencia, sin embargo, Schopenhauer no recomienda el suicidio y prefiere la vía del ascetismo y la abstinencia sexual, a fin de evitar la reproducción de lo único y la multiplicación permanente del mismo deseo bajo la apariencia de distintas perspectivas contrapuestas. Puede que la autodestrucción elimine el absurdo para cada conciencia, pero no representa un obstáculo para la afirmación de la vida universal. Al contrario, la beneficia, deja más espacio a esa salvaje voluntad de vivir que prospera en el conflicto y en la reiteración del sufrimiento. Y, no obstante, este pesimismo radical, colocará la posibilidad del suicidio en primer plano.
Desde entonces, las continuas guerras, el holocausto y las persecuciones masivas de dictaduras de todo signo, el materialismo feroz que fomenta la codicia y la instrumentación de los otros, además de otorgar una prioridad avasalladora a la imagen externa, la seducción del poder, el aumento de la injusticia, la discriminación y el permanente sentimiento de extranjería, no solo parecen haber dado la razón a Schopenhauer, sino que han hecho resurgir la cuestión del suicidio una y otra vez en cada situación de crisis.
Para Albert Camus, esta es la pregunta filosófica fundamental, la más apremiante, porque, al responderla, se establece el valor que otorgamos a la existencia, a lo único que realmente somos, vivientes. Y la respuesta honesta y sincera es que la vida es absurda, carece de sentido porque “vivir es hacer vivo lo absurdo”, lo cual se plasma con toda crudeza en su inevitable final, en el hecho de que todos estamos condenados a muerte. Ante esto, el suicidio representa la apuesta por el límite, por la consumación de la condena, porque aniquila lo absurdo, pero también disuelve la vida en la nada. Para mantenerse en la existencia, hay que aceptar la irresolubilidad de lo absurdo, aunque no a modo de resignación, sino solo de renuncia a hacerlo inteligible y buscarle explicación. La única posición filosófica coherente es para Camus la rebelión, esa marca inconfundible que señala a los héroes griegos en su lucha contra el destino, en su confrontación permanente con lo que viene impuesto y se muestra incomprensible. Sin apoyarse en esperanza alguna ni tampoco dejándose hundir en la desesperación, la reflexión acerca del suicidio permite restituir la grandeza de la existencia, reconociéndola como un continuo desafío que paradójicamente obliga a optar libremente, sin ninguna ventaja que nos haga inclinar hacia un lado u otro, desde el presente, en la más completa precariedad y vulnerabilidad. Sin duda, esto fomenta la autenticidad de las decisiones en busca –como ya había dicho Séneca– de la calidad de las experiencias por encima de su cantidad.
Por ese motivo, la pregunta por el suicidio puede convertirse en “método” de reflexión sobre la vida misma, en una forma de educación por la libertad, como fue, para Kierkegaard, la angustia. Este es el significado que el suicidio adquiere precisamente en Emil Cioran y el tema central de toda su obra, abordado siempre desde una perspectiva intimista y personal. A partir de su propia experiencia, nada hay que justifique la decisión de existir. La vida es el lugar del hastío, del fracaso frente a la imposición de normas y modelos establecidos por otros de antemano, de la incomprensión, la indiferencia y la soledad, en definitiva, del sufrimiento. Ante todo, carece de sentido porque no escogimos nacer, de manera que la decisión de abandonarla no es susceptible de reproche o reprobación. Por el contrario, plantearse el suicidio representa implícitamente una prueba del poder que tenemos y, en especial, una demostración de que somos libres para hacerlo. Por tanto, en ese pensamiento se revela nuestra condición de seres humanos. De ahí que Cioran pueda decir que “quien no ha presentido el recurso a la cuerda, a la bala, al veneno o al mar, es un recluso envilecido o un gusano reptante sobre la carroña cósmica”. Solo así el suicidio desafía el absurdo de la existencia, convertido en un acto de “resistencia”, en un “seguro de la vida digna”, de la cual es su culminación. Lo crucial es saber elegir el momento adecuado para suicidarse, sin ser presa de la desesperación, evitando hacerlo antes de que uno pueda demostrar hasta dónde es capaz de llegar. “Hay que cultivar el final como si fuera un huerto”, porque, en caso contrario, el suicidio troncha el destino en lugar de coronarlo. Paradójicamente, Cioran no pudo cumplir con este desenlace para el que se preparó durante años, porque no alcanzó una vejez lúcida.
Este es el significado que el suicidio adquiere en Emil Cioran y el tema central de toda su obra: a partir de su propia experiencia, nada hay que justifique la decisión de existir. La vida es el lugar del hastío, del fracaso frente a la imposición de normas y modelos establecidos
Liberarse de uno mismo y también del sufrimiento
Tanto Camus como Cioran encontraron en la reflexión sobre el suicidio una solución práctica para esclarecer el sentido de la vida desde una posición existencial y, por esa razón, no cuestionaron las facultades que entran en juego en ese vivir, en esa relación de fuerzas cuyo conjunto les parecían indudable. De ahí que solo siguieran a Schopenhauer en su concepción sobre lo absurdo, pero nunca problematizaran la certeza sensible per se. Existió, sin embargo, un discípulo de Schopenhauer que llevó hasta el extremo la concepción ontológica del maestro y construyó el sistema de pesimismo más radical que se haya conocido jamás, una teoría coherente que, partiendo de la autodestrucción, considera el desarrollo del mundo como una huella, el vestigio de un acto, no de creación sino de extinción, toda una “cosmogonía del desastre”, si se permite una expresión de suyo contradictoria.

Se trata de Philipp Mainländer, quien, a diferencia de los autores anteriores, una vez concluido su libro Filosofía de la redención y, en total consonancia con su contenido, puso fin a su vida. Convencido de haber cumplido su misión de dar a conocer la verdad, consideró que había ganado ya el derecho de liberarse de sí y, con ello, también del sufrimiento, que –igual que Schopenhauer– consideraba consustancial con la existencia humana. Su caso contradice la frase de Camus en el Mito de Sísifo, esa en la que afirma que nunca vio morir a nadie por el argumento ontológico, pues aquí se da el caso de un individuo que creía e intentó demostrar que Dios todavía existe en sus ecos agónicos, como avidez de la nada que se trasciende a sí misma –o mejor sería decirlo en pasado– que Dios existió. Y no fue que muriese porque lo mataran los hombres a fuerza de secularización. Para él, Dios se suicidó y, por eso, la filosofía de la redención fundamenta el ateísmo.
Según Mainländer, el origen del universo ha de encontrarse en una unidad simple, desaparecida ya del campo trascendente, imposible de conocer y solo definible mediante expresiones negativas. No podemos decir que fuese voluntad o espíritu ni tampoco una combinación de ambos, simplemente era. Esta unidad precósmica estalló y su esencia absoluta se transformó en el universo de la multiplicidad, en una suma de fuerzas, de individuos, de opuestos siempre en lucha. La autodestrucción fue su primera y única obra. Dios estaba solo y nada existía junto a él, por lo que tampoco había algo fuera que pudiese motivarlo o limitarlo. Era, pues, total y plenamente libre, aunque la única elección que podía realizar fuese la de permanecer tal cual o la de dejar de ser, exterminarse y entrar en la absoluta nada. Podría haberlo hecho de una sola vez y desvanecerse de inmediato, pero su misma esencia, su omnipotencia, se lo impidió. Transitó hacia la nada a través del devenir y la disgregación en un mundo real, cuya ley universal necesariamente habría de ser el debilitamiento siempre creciente de la suma de fuerzas. Así, la voluntad de vivir que manifiestan los seres en los distintos reinos naturales es pura apariencia, son los últimos fragmentos de un dios exhausto, agonizante. Y esto puede comprobarse en la naturaleza a todos sus niveles. Lo que busca la destrucción de lo otro, siembra sufrimiento y termina por agotarse en la batalla. Lo que crece, envejece. La procreación engendra más dispersión y decadencia. Parece como si el mundo funcionara con una única causa final: la nada, siguiendo lo que Mainländer denomina “teleología del exterminio”.
Mainländer augura que en el futuro la política contribuirá a la renuncia voluntaria a la vida. Se creará un Estado capaz de satisfacer todas las necesidades materiales de los ciudadanos. Con los deseos vitales satisfechos, aumentará el aburrimiento y el deseo de muerte
En definitiva, el suicidio es una manera de refrendar la decisión divina y, en cuanto tal, una forma de redención, que repercute beneficiosamente en las relaciones intersubjetivas hasta que se ejecuta la decisión final. Solo quien no tiene miedo a la muerte puede entregarse a los otros plenamente, con total generosidad, y alcanzar así la auténtica felicidad, la paz del corazón. Pero, además, Mainländer augura en su libro que en el futuro la política contribuirá a la renuncia voluntaria a la vida, porque se creará un Estado capaz de satisfacer todas las necesidades materiales de los ciudadanos, tal vez lo que llamamos hoy “estado del bienestar”. Con los deseos vitales satisfechos, aumentará el aburrimiento y también el deseo de muerte. Resulta pavoroso comprobar que en los países que adoptaron el sistema de la socialdemocracia, como, por ejemplo, Suecia, Noruega y Finlandia, se cumplió la expectativa de Mainländer, ya que el número de suicidios creció exponencialmente, si bien sabemos que la explicación de este fenómeno no parece tenerla la metafísica, sino la psicología. Y en cierto sentido, preferimos que así sea.
Sobre la autora
Su nombre original es Virginia López-Domínguez. Es doctora en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, donde fue profesora titular durante 30 años y vicedecana de la facultad. Especialista en idealismo alemán, en 2008 dejó la docencia en la UCM y adoptó el nombre de Virginia Moratiel. Desde entonces ha publicado novela, cuentos y minirrelatos. Sus dos últimos ensayos tratan temas de género. Desde 2014 reanudó su labor académica como profesora visitante en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad de Buenos Aires y como Visiting Scholar en la universidades de Harvard y Oxford.
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