Sylvia Plath tenía 30 años y era un modelo de mujer valerosa, aguerrida, hecha a sí misma, independiente, inteligente, valiente, brillante… Todo eso lo era en verdad. Pero tenía 30 años y no había logrado la dosis de éxito que consideraba suficiente y justa teniendo en cuenta todo el trabajo, el esfuerzo y el empeño que había puesto en desarrollar su carrera literaria; el hombre por quien había sacrificado parte de su tiempo y de su trabajo la había abandonado con dos niños pequeños, de modo que a sus 30 años se encontraba a punto de reproducir una situación parecida a la que su madre, viuda, había tenido que hacer frente; algo que le parecía insoportable. Era joven y se había mudado recientemente a Londres para empezar una nueva vida, pero estaba sola y a solas con una inmensa e insoportable lista de tareas cotidianas que no paraban de crecer hasta asfixiarla.
Pasión por la muerte
Dicen los expertos que los suicidas no solo suelen avisar, sino que son recurrentes, de modo que no hacía falta ser uno de ellos para concluir que una mujer con un intento de suicidio confirmado y otro posible (un extraño accidente de tráfico) y centenares de líneas en poemas, en cartas o en relatos hablando y casi alabando las virtudes de la muerte era una firme candidata a acabar con su vida. Una vida, con sus miserias y sus interminables días grises, para la que no estaba dotada: se le quedaba pequeña en su insaciable ansia de perfección y en su necesidad vital de reconocimiento.
Ambas cosas las interiorizó desde bien pequeña Sylvia cuando su hermano y ella tenían un tiempo limitado para estar con su padre. Otto Plath era un investigador y esa era su principal actividad. Aurelia, la madre, se encargaba de sus cuidados en el suburbio de Boston donde residían, de modo que, en el poco tiempo que compartían con Otto, los niños se esforzaban por exhibir sus logros y méritos y competían entre ellos por su cariño. Así fue desde que nació su hermano Warren y Plath asumió todo el rol de princesa destronada: “Un bebé. Odio a los bebés. Yo, que durante dos años y medio había sido el centro de un tierno universo, sentí que el eje se torcía y que un frío polar me paralizaba los huesos”. Así las cosas, en la cabeza de Sylvia se asentó el pensamiento de que el cariño había que ganarlo y conquistarlo y el éxito era la moneda para conseguirlo. No hubo tiempo para revertir la situación porque el padre murió cuando Sylvia tenía ocho años. Dicen que al enterarse de la noticia murmuró: “Nunca más volveré a hablar con Dios” y se marchó al colegio. El deber no admitía excepciones.
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