Hace algunos meses, unos investigadores de la Universidad de Aalborg, Dinamarca, explicaron en la conferencia EPIC 2023 el desarrollo teórico de lo que denominaron «máquinas de fricción». Estas curiosas máquinas no son más que algoritmos diseñados para funcionar de modo semiautomático, obligando al usuario del programa a pensar sus decisiones antes de continuar con la ejecución de las tareas.
Contrario a las lógicas de la velocidad y la eficiencia (y a diferencia del flujo de trabajo típico de los softwares y sus variadas aplicaciones), el objetivo de estas máquinas no es que el usuario obtenga resultados con pocos clics, sino que sea consciente de lo que está haciendo gracias a pausas programadas en su flujo de trabajo.
Podríamos pensar, por ejemplo, en los flujos de decisiones de los cajeros automáticos o en las transferencias bancarias por medios digitales: ambas exigen del cliente toda su atención durante el proceso a través de advertencias y confirmaciones. De lo que se trata es de que el usuario, aunque se apoye en procesos automatizados, pueda reflexionar sobre la tecnología que usa. Ensimismarse, al menos durante unos momentos.
No todos los procesos automatizados buscan la velocidad y la eficiencia. Algunos, como las «máquinas de fricción», buscan detener nuestro ritmo para que seamos conscientes de lo que estamos haciendo
El ensimismamiento como rasgo humano
En la Buenos Aires de 1939, el siempre actual Ortega y Gasset impartió una lección en la Asociación de Amigos del Arte que luego recogió, sin apenas cambios, en un texto titulado Ensimismamiento y alteración. Ortega explicó en esta lección que la diferencia sustancial del ser humano con respecto a nuestros compañeros animales, incluso en paragón con los más cercanos a nosotros, como lo son los simios superiores, es nuestra capacidad de ensimismarnos.
Ensimismarse es un acto que Ortega consideraba inexplicable desde lo zoológico. El ser humano se vuelve dentro de sí y se sustrae temporalmente y con notable esfuerzo de un entorno de incesantes estímulos y urgencias. Luego, regresa al mundo con un plan, con un programa de acción que pudo procesar en su fuero interno durante esos instantes. Un plan que le va a permitir organizar mejor lo que le rodea y direccionarlo de formas más convenientes a través de una técnica.
El objetivo final de dicha técnica, como luego explicó Ortega, consiste en que el ser humano pueda abrirse paso entre sus necesidades básicas, indiferenciables de las de los animales, y elevarse sobre ellas para satisfacer otras necesidades cualitativamente superiores, estas sí propiamente humanas.
En tosco resumen, diríamos que la búsqueda pertinaz del ser humano no solo consiste en sobrevivir, sino también en alcanzar un estadio de buen vivir. Una vez satisfechos el hambre, el cobijo, el resguardo bajo una vivienda y el resto de los apetitos, el ser humano se arroja, ahora sí, a sus impulsos creadores, expresados comúnmente en pensar y poetizar, como diría el pensador Ángel Faretta.
Para ello, el ser humano debe valerse de un proceso iterativo compuesto por tres pasos: actuar, ensimismarse y, por último, regresar al mundo ejerciendo un nuevo actuar sobre lo que le rodea, pero esta vez planificado. Esta iteración es el mecanismo psicológico que está detrás de toda técnica, producto de la más honda voluntad de poder. De esto podemos deducir que lo humano y lo técnico son una y la misma cosa, cara y cruz del mismo drama existencial.
Es importante aclarar que los animales no carecen de técnica. Son bien conocidas las capacidades técnicas de los bonobos, de los pulpos y de varias aves. Incluso se ha demostrado que algunos de estos animales muestran algunos rasgos asociados a la autoconsciencia.
Pero eso, y sin duda es muy significativo, no equivale a la capacidad de ensimismamiento. Esta implica, entre otras facultades, a la imaginación, por un lado, y, por otro, al íntimo deseo de separarse del mundo, de negar la propia corporeidad, aunque sea parcialmente, y construir a través de ello una sobrenaturaleza para afrontar necesidades de índole más abstracto.
El palo que toma el simio con su mano no es sino una extensión de su extremidad, cuyo propósito suele ser alcanzar el alimento alojado en algún espacio de difícil acceso. Lo mismo persigue el cuervo con su pico, moviendo piedrecitas, activando palancas o recogiendo objetos que no entiende. Objetos que, al final, es capaz de asociar por mero conductismo gracias a la recompensa de algún sustento. Si los observamos atentamente, sus técnicas no los separan de su naturaleza, sino que la extienden.
Así, lo contrario al ensimismamiento es la alteración: el hecho de estar constantemente sometidos a los estímulos circundantes, en mecánica respuesta hacia ellos, sean dolorosos o placenteros. Es un estado de exteriorización que solo se contrapone al sueño. El animal, pues, cuando por fin no tiene que estar atento a sus alrededores, se duerme. Así es como se separa del mundo y —mientras tanto— ahorra sus energías.
La técnica de los animales no les hace crear un mundo más allá de la naturaleza, el mundo de la cultura, sino que la extienden. No se independizan de sus instintos básicos, siguen presos de ellos
Alteración y alienación
No debe resultarnos difícil entender la relación entre alteración y alienación. Quien está alterado, obligado a estar constantemente fuera de sí mismo, está a su vez alienado. Ha retrocedido a la bestialidad. Y aunque la técnica surge en nosotros, precisamente, para escapar de dicha bestialidad y refugiarnos en lo estrictamente humano, hay un punto de inflexión en el que el proceso técnico, parido —en principio— por nosotros, se nos escapa de las manos y nos termina llevando consigo, asimilándonos y haciéndonos partícipes de una finalidad distinta a la concebida, alienándonos de todas formas.
Al respecto, Ernesto Mayz-Vallenilla, uno de los filósofos venezolanos que más ha reflexionado sobre la técnica, se tomó en serio la dimensión técnica de lo humano —como Ortega insistía y reclamaba que debía hacerse desde la filosofía— y propuso en 1986 una disección de sus categorías.
Además, describió la tendencia que manifiesta el proceso técnico hacia su propia autarquía y autonomía. Inspirado por Immanuel Kant, y en explícito homenaje hacia él, aunque sin la pretensión de querer imitarle, dio una ponencia en el Primer Congreso Venezolano de Filosofía. El discurso fue transcrito y tuvo por título Ideas preliminares para el esbozo de una crítica de la razón técnica.
Considerando sus inclinaciones autárquicas y autónomas, cuando es el proceso técnico el que nos moldea y conduce por sus derroteros —en vez de llevar nosotros las riendas— se manifiestan, según Maíz-Vallenilla, cuatro tipos de alienación técnica:
- Una alienación frente al producto de la técnica, que va más allá de la alienación anticipada por Marx. El ser humano bien puede ser propietario del producto, dueño de su trabajo, pero de igual forma el producto canaliza o constriñe su conducta, es decir, lo subordina. Así las cosas, el ser humano se siente desvalido si no dispone de un dispositivo técnico.
- Otra alienación respecto a los vínculos con la naturaleza, ya que el ser humano se acostumbra al confort y a las dinámicas de la sobrenaturaleza creada gracias a la técnica, separándose durante el proceso de sus propios instintos. Muy común entre los urbanitas.
- La alienación respecto al otro, respecto al prójimo, caracterizada por estar cada vez más mediada por dispositivos técnicos de diversa índole, mecanizando y acartonando las interacciones que tenemos con otros seres humanos.
- Finalmente, estar alienados de nosotros mismos. En esta situación, la mecanización y la falta de autonomía pueden ser tan pronunciadas que la actividad del ser humano se despoja de toda caracterización personal y termina transformándose en la operación de un artefacto. Es el ser humano convertido en máquina y, por lo tanto, sustituible como tal.
En nuestra época se teme por la singularidad, ese evento hipotético en el que la máquina se hará autoconsciente y disputará el futuro con nosotros, pero más bien deberíamos preocuparnos por el aparejamiento entre lo humano y lo maquinal. No porque la máquina devenga finalmente inteligente, sino porque lo humano se va tornando autómata.
Después de todo, ¿no es lo autómata un regreso a la alteración? ¿No es lo mismo, ya que nos convierte en cajas negras que reciben y procesan estímulos exteriores y que solo devuelven salidas automáticas, es decir, salidas sin pensar?
Huelga decir que este es el desliz que cometen los que consideran que la inteligencia artificial —por automática— es verdadera inteligencia, puesto que para ellos se trataría de una propiedad emergente de la materia, es decir, para ellos la inteligencia solo es cuestión de grandes volúmenes de datos y velocidad de procesamiento. En otras palabras, y según está visión, la inteligencia humana sería un fenómeno cuantitativo y computable.
La técnica nos sacó de nuestro estado de animalidad, sí, pero también puedo alienarnos. En vez de preocuparnos por el momento en el que la máquina devenga humana, deberíamos preocuparnos por cuánto de máquina somos ya
Acerca del riesgo de perdernos
Se ve, entonces, cómo lo humano siempre está en entredicho, expuesto a un inagotable peligro, como Ortega recogiera de la genialidad de Nietzsche (y, más atrás, de Burckhardt). Lo humano no solo debe ganarse con esfuerzo (a través del ensimismamiento y de la técnica que desarrollamos para encerrarnos en nuestra intimidad), sino que también puede ese ensimismarse desaparecer por un «exceso» de técnica. El animal y el autómata se dan la mano en su destino cuando el ser humano deja de pensar.
Sin embargo, en ese angosto sendero que transitamos y en el que podemos dejar de ser humanos en cualquier momento, deberíamos considerar que no todos los abismos son fatales. Se ha postulado que el peligroso trecho nos puede llevar al superhombre (Übermensch), o tal vez a la más radical alteración.
Pero también sería posible, al menos en teoría, una convergencia tecnológica que termine por asimilarnos a ella (o ella a nosotros) en gradual simbiosis evolutiva y por medio de un involuntario e inevitable transhumanar. Esto modificaría no solo las condiciones materiales del mundo, sino también las mismas bases epistemológicas y ontológicas de nuestro pensamiento.
En pocas palabras, hablamos de un sentido de la técnica (y, por lo tanto, de lo humano) que nos conduzca paulatinamente hacia un nuevo lógos metatécnico. Mayz expuso esta tesis tras sus detalladas observaciones del acontecer tecnológico, particularmente después de la aparición de la electrónica durante el siglo XX.
El filósofo venezolano apeló a un proceso inconsciente en el que nuestra episteme privilegia el sentido de la vista y los estímulos ópticos-lumínicos, colándose ellos a través del lenguaje y finalmente manifestándose en nuestros dispositivos técnicos. Estos dispositivos, cada vez más sinestésicos e integrados en nuestro cuerpo, estarían cambiando la forma a través de la cual interpretamos los fenómenos.
Esto, que también sería un modo de alienarse de lo humano, no necesariamente es alterarse. Aún así, cabe la posibilidad de que la integración con nuestras creaciones sea parte de la sobrenaturaleza que empezamos a construir hace miles de años, desde nuestros primeros ensimismamientos como especie.
Más aún, ahora especulando: quién sabe si, como en el cuento London Gardens, de Juan Jacinto Muñoz Rengel, después de tanto desarrollo tecnológico y exploración espacial, terminamos aquí mismo, en la Tierra, en la sencillez de nuestros jardines.
Quizás encontremos que las piedras o las rosas no son inanimadas, como hasta ahora hemos concluido, sino que, por el contrario, su completa integración con el entorno, muda para nosotros, corresponde más bien al grado más alto y sutil de conciencia. Una «naturaleza sabia» y silente, literalmente, hacia la cual nos dirigimos sin sospecharlo.
Lo humano no solo debe ganarse con esfuerzo (a través del ensimismamiento y de la técnica que desarrollamos para encerrarnos en nuestra intimidad), sino que también puede ese ensimismarse desaparecer por un «exceso» de técnica. El animal y el autómata se dan la mano en su destino cuando el ser humano deja de pensar
En todo caso, mientras seamos humanos, lo importante es eso, mantener la conciencia. Enseñorearnos de nuestras tecnologías, así se conviertan eventualmente en nuestros apéndices supranaturales.
Ortega advirtió que al ser humano no le fue dado gratuitamente el don de pensar, sino que ha tenido que fraguárselo mediante un esfuerzo significativo y constante, de ahí el peligro de perdernos si descuidamos esta faena. Pero, aunque «no le gustaran los angelitos» por ser Ortega adversario de los idealismos, es inevitable recordar el versículo en el que fuimos determinados desde un principio a ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, teniendo esta frente anverso de ceño mortificado y empapado, y como reverso una mente, de igual modo impelida a ejercitarse.
Sobre el autor
Salvador Suniaga Hernández (Venezuela, 1984) es ingeniero mecánico con máster en Antropología Empresarial. Como consultor del sector industrial, se ha especializado en la investigación y comercialización de softwares de ingeniería, trabajando a menudo en la frontera entre lo humano y la tecnología. Escribe sobre filosofía de la técnica y tecno-antropología para medios divulgativos y revistas académicas.
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