Son las 7:29 y todo está en silencio. Todavía no ha amanecido y la habitación está en penumbra. A las 7:30 suena el despertador. Bueno, en realidad no es un despertador, es la alarma del móvil. ¿Cómo podríamos siquiera empezar nuestro día, cualquiera que sea, si no tuviéramos un dispositivo tecnológico (despertador o móvil) que nos despertase? ¿Acaso podríamos hacerlo?
Sí, cada vez más, las tecnologías están incorporadas a nuestro día a día. Los avances en inteligencia artificial son los más comentados, pero la realidad de la tecnología no está tanto en esa punta de lanza, sino en la ubicuidad de todos sus procesos. Según un informe publicado por la asociación de operadores móviles GSMA, más de 4 300 millones de personas usan smartphones en todo el mundo. Es decir, casi medio planeta realiza gestos tan cotidianos como poner su alarma en el móvil antes de dormir, confiando la viabilidad de su día a que la tecnología le despierte a la hora que le ha indicado. Las preguntas que nos hacemos son las siguientes: ¿en qué medida forman parte ya las tecnologías de nuestros cuerpos? ¿Cuánto de integradas están ya en nuestra vida? ¿Y si las tecnologías estuvieran tan pegadas a nuestra rutina, a nuestra piel, que formaran parte de nuestro cuerpo?
Tradicionalmente, al menos en la tradición filosófica occidental, el cuerpo ha sido ampliamente despreciado. Desde la visión platónica del cuerpo como cárcel del alma hasta las concepciones cristianas del cuerpo como fuente del pecado, la tradición occidental ha pensado el cuerpo como un mero contenedor de algo más importante: las ideas, la mente, el alma o el verdadero yo. Sin embargo, en las últimas décadas, y gracias a la mano de la fenomenología y el feminismo, la noción del cuerpo ha cobrado una importancia central. Esto ha sido así hasta tal punto que algunos hablan ya de un «giro corporal» en nuestra filosofía.
Durante los últimos años, la filosofía ha desterrado la división entre mente y cuerpo, aceptando que todo pensamiento es posible, precisamente, porque tiene un cuerpo (y no a pesar de su cuerpo)
El debate en torno al transhumanismo
Han sido años, pues, de recuperar al cuerpo. De pensarlo. De poner la vida en el centro. Y los cuidados. De recordarnos que somos cuerpo y que todo pensamiento es, de una forma u otra, situado. De escribir sobre la orientación, como hace Sara Ahmed en Fenomenología queer, pues la dirección que nos demos en nuestra vida depende en gran medida de tener un cuerpo que siempre está orientado. Han sido años, decimos, de dejar de pensarnos como mentes flotantes y asumirnos cansadas, excitados, contentas, deseantes o simplemente apegados a un inconsciente que no entendemos.
Sin embargo, esta recuperación del cuerpo ha fortalecido, de forma más o menos consciente, al antropocentrismo, es decir, a la visión filosófica (imperante durante los últimos dos mil años) que sitúa al ser humano como el centro de la vida, la evolución y el ecosistema. ¿Por qué? Porque ha pensado el cuerpo como nuestro territorio privado, como el trozo de carne que está bajo nuestro control (las manos, los dedos, los labios…). Pero ¿y si nuestro andamiaje, nuestro sostén material, fuera algo más que aquello a lo que comúnmente llamamos «cuerpo»?
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