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Aristóteles, una vida de tránsito entre la Academia, el barro y la laguna

Leer la vida de Aristóteles desde el propio Aristóteles y no tratar de proyectar en él todo lo que pudo ser de haber vivido en otra época. Esa es la sugerente idea que nos propone el profesor de Filosofía Iván de los Ríos en este dosier sobre el pensamiento de uno de los filósofos más importantes de todos los tiempos.

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Aproximarse a la vida de Aristóteles es mirar por una ventana a la ciudad griega y el puerto pesquero donde el filósofo discutía con los pescadores. Ilustración de Aristóteles de Inés García Soria.

Aproximarse a la vida de Aristóteles es mirar por una ventana a la ciudad griega y el puerto pesquero donde el filósofo discutía con los pescadores. Ilustración de Aristóteles de Inés García Soria.

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¿Por dónde empezar a escribir sobre Aristóteles? Propongo una primera insolencia: el mejor modo de adentrarse en un filósofo griego es confiar en la poesía y en el peso de la anécdota.

Los destinos de la Antigüedad son múltiples y apasionantes, pero pocos resultan tan atractivos como el Canto IV de la Divina Comedia. Dante imagina allí un infierno amable y sin tormento para infantes, hembras y varones; un limbo «que el abismo ciñe» y en el que el visitante, más que aullidos y crujir de diente, advierte un suspiro prolongado que estremece la eternidad del aire.

Alighieri colma de belleza y buena estirpe la «selva de apiñados espíritus» por la que Virgilio le va conduciendo hasta que, de pronto, ambos tropiezan con el cuarteto imperial de la poesía antigua: Homero, Horacio, Ovidio y Lucano. En sus rostros no había «alegría ni tristeza», pero Dante se siente feliz, orgulloso de entrar a formar parte del hilo invisible que enlaza a la literatura europea.

Llegan, entonces, «al pie de un noble castillo» rodeado por un riachuelo y, tras atravesar sus puertas, divisan un prado repleto de buenas gentes: personajes de mirada grave y reposada con un zarpazo de autoridad en el semblante. Dante quiere ver mejor, así que se desplaza a un lado y encuentra un alto desde el que abarcar, con un solo golpe de vista, el país de las letras grecorromanas:

«Y alzando un poco más las cejas
vi al
Maestro de los que saben,
sentado en medio de la filosófica familia.»

El nombre de Aristóteles no se pronuncia, pero gobierna la escena. El innombrable resulta ser, precisamente, aquel que, a juicio del florentino, constituye la fuente y el modelo no solo de la filosofía antigua, sino del saber en general. En medio de filosófica familia, custodiado por Sócrates y Platón como si de escoltas se tratara, el Filósofo (con mayúsculas) se yergue como un coloso en la cultura europea del siglo XIV. El astro rey: soberano, fulgente y no discutido.

El mejor modo de adentrarse en un filósofo griego es confiar en la poesía y en el peso de la anécdota

Pero esta no es la razón por la que me interesa el pasaje. Olvidemos por un momento la solemnidad que el poeta nos brinda y pensemos en el castigo. Aristóteles gobierna filosóficamente en el infierno. ¿Por qué está en el infierno? Porque, como Homero, Platón o el propio Virgilio, tuvo la mala suerte de nacer antes de Cristo y, por tanto, no pudo conocer el bautismo ni la verdad revelada sin la que no es posible la bienaventuranza.

La pena de la Antigüedad no merece el tormento físico que, sin embargo, puebla con saña los círculos subsiguientes. La condena de las letras es más ligera: un escarmiento sin lágrima y sin sangre; una tortura en voz muy baja que nos condena, dice, a morar sin esperanza, pero con deseo. ¿Deseo de qué? Todos los seres humanos, por naturaleza, desean saber, es decir, están movidos por un impulso orgánico al conocimiento mediante el empleo del raciocinio en el seno de una comunidad lingüística previa. Pero no nos adelantemos.

El castigo del Canto IV nos ayuda a empezar. Nos desafía. Me gustaría pedirte algo: mantengamos en la retina esta imagen dantesca de belleza indiscutible a la hora de adentrarnos en la filosofía de Aristóteles, es decir, en la propuesta de un hombre de carne y hueso que nació en el año 384 a.C. y que desconocía por completo el creacionismo cristiano y la escolástica medieval; un filósofo naturalista criado entre médicos de la corte macedonia que, cuando advirtió en su maestro la presencia salvífica de la tradición órfico-pitagórica, fue severo con él como en pocas ocasiones.

Dante no puede decirlo, pero lo cierto es que Aristóteles también es culpable de ignorar el desarrollo de las ciencias matemáticas de la naturaleza, la teoría de la evolución de Darwin, la genética, la biología sintética, la cibernética, el nihilismo, el existencialismo y las filosofías del absurdo. ¿Qué mundo es ese? Su mirada es apenas imaginable para nosotros, pero esa palabra, «apenas», resulta ser nuestra única esperanza: la grieta que se abre no solo al abuso y al malentendido, sino a la transmisión honesta del saber y al reconocimiento de su inagotable travesía.

Lo que te pido, entonces, es que tomes en serio la ficción y que, durante el lapso de la lectura, juegues conmigo a suspender metódicamente las creencias inerciales que te gobiernan cuando escuchas hablar del alma, el cuerpo, el arte, la naturaleza, la vida, la razón, la muerte y el ser humano. Y te pido también que, mientras dura el arrojo, no olvides que dos mil quinientos años de historia humana son un suspiro en la historia de la vida sobre el planeta Tierra.

Es decir, recuerda que, si bien la distancia que nos separa de la cosmovisión griega, de sus marcos teóricos y de sus repertorios conceptuales es enorme, las perplejidades que los motivaron y las respuestas en las que dichas perplejidades fueron cristalizando (y que hoy estudiamos dentro y fuera de las aulas), vibran con la misma intensidad de entonces y apelan a los mismos goces, a las mismas necesidades y a idénticas angustias:

Todos los seres humanos, por naturaleza, desean saber, es decir, están movidos por un impulso orgánico al conocimiento mediante el empleo del raciocinio en el seno de una comunidad lingüística previa

¿Qué significa para algo estar vivo? ¿Qué significa morir? ¿Qué es la verdad? ¿Es posible alcanzar un conocimiento seguro acerca de mí mismo y del mundo en el que estoy situado? ¿O debo confiar mis haceres, decires y pensares a la autoridad de una interpretación sedimentada e indiscutible?

¿Por qué lloro cuando contemplo un espectáculo de danza? ¿Por qué me indigno, me asusto, me excito o me trastorno cuando veo una película o acudo al teatro para ver una pieza trágica?

¿Es posible —y cómo— elaborar racionalmente una vida que valga la pena ser vivida si todo cuanto vive a mi alrededor —las plantas y los animales, la familia, los amigos y los amantes— parece estar marcado por el ritmo del nacimiento, la maduración, la declinación, la muerte y la putrefacción?

¿Cuántos años tienen estas preguntas? ¿Y cuántos deben pasar para que resulten superfluas? ¿Mil años, quizá? ¿Dos mil? Lo que no muere en el animal inquisitivo es la imposibilidad de zanjar, mediante constructos teóricos y simbólicos, la inquietud de fondo y la demanda de sentido que atraviesa nuestra existencia.

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Las fuerzas extrañas. Del azar y el buen vivir en la filosofía de Aristóteles, de Iván de los Ríos Gutiérrez (UAM).

Dicha inquietud es, al menos, tan antigua como el lenguaje, pero su confrontación cultural y su embestida filosófica dependen en buena medida del hábito de una respuesta históricamente introducida, permeada e interiorizada: la respuesta que, durante siglos y con contenidos diversos, vamos dando a una perplejidad metafísica indeleble (¿qué significa la totalidad de la que formamos parte y a qué responde su aparente organización?) y a una perplejidad ético-política no menos acuciante y ligada siempre a la anterior (¿cómo vivir del mejor modo posible dentro de esa totalidad?). Una respuesta operativa para una pregunta que, quizá, hemos olvidado.

Aristóteles no escuchó muchas de esas respuestas. El escenario del Canto IV nos invita a una tarea difícil, pero no imposible: abordar a Aristóteles desde Aristóteles mismo, esto es, desde sus textos, sus operaciones y sus contextos sin imponerle todo aquello que nunca pudo conocer y que, por tanto, no determinó el punto de partida y de llegada de sus investigaciones.

Una última cosa: pensar es renunciar. Eso es, al menos, lo que dice Cioran en varios de sus escritos. Este dosier no es una introducción al pensamiento de Aristóteles, sino un ejercicio de estimulación a la lectura atenta de un autor inmenso y difícil.

Si tiene algún valor, confío en que será precisamente ese: el de haber renunciado a lo que suele imperar en cierta aproximación canónica al pensamiento de Aristóteles (la lógica y el problema del silogismo, la metafísica y el problema de la sustancia, la ética y el problema de la felicidad o la política y el problema de la justicia) para privilegiar la pertinencia, la belleza y la extraordinaria actualidad de aquellos lugares del corpus que, tradicionalmente, han sido menos apreciados: la ontología del viviente (biología), la preocupación por la palabra en común (la retórica) y la filosofía del obrar productivo (el teatro). Vivientes que hablan y que imitan. No está mal para empezar.

Es necesario abordar a Aristóteles desde Aristóteles mismo, esto es, desde sus textos, sus operaciones y sus contextos sin imponerle todo aquello que nunca pudo conocer y que, por tanto, no determinó el punto de partida y de llegada de sus investigaciones

¿Cuál es la historia de los espacios filosóficos?

Nos preguntamos poco por los espacios del filosofar. La cosa es grave si, como escribe Perec, vivir consiste en pasar de un espacio a otro haciendo lo posible por no golpearse. ¿Cuáles son los lugares de Aristóteles y qué nos dicen de su propuesta?

Propongo una segunda impertinencia: a diferencia de Platón y de Sócrates, Aristóteles fue, ante todo, el filósofo del barro y de la laguna; un pensador que hablaba durante horas con los pescadores de la isla de Lesbos y que se detenía a diseccionar cadáveres de pulpos, sepias y cangrejos con el fin de encontrar las pautas de inteligibilidad que enlazan a todas las cosas vivas y los principios que nos permiten explicarlas. ¿Se puede elevar al concepto el tempo de lo que vive?

Empecemos de nuevo: ¿a dónde acuden filósofas y filósofos al atardecer? ¿Dónde se reúnen y qué lugares frecuentan? Parece una broma, pero lo es en absoluto. ¿Dónde filosofamos? ¿Qué paredes limitan y posibilitan el despliegue de una actividad de indagación basada en razones acerca de aquello que nos concierne como agentes morales instalados en una comunidad política? La pregunta no solo no es estúpida, sino que es dificilísima.

¿Cuál es la historia de los espacios filosóficos y dónde ubicar los lugares del pensamiento? Depende. En la actualidad, tendemos a identificar la vida filosófica con una secuencia precisa y bien encarnada en zonas concretas del espacio urbano: aulas, seminarios, bibliotecas, salas de reuniones y conferencias en cuyo interior, durante años, un animal simbólico se afana, mediante el estudio, en la obtención de un título universitario, un doctorado, un postdoctorado, una oposición y una plaza docente en la enseñanza secundaria o universitaria.

Supongamos que el animal logra su objetivo y que termina desempeñando lo que, a estas horas, llamaré el trabajo más bello del mundo: estudiar filosofía para enseñar filosofía. Los lugares en los que aterriza la docente son los mismos de los que despegó el estudiante: aulas, bibliotecas, despachos, salas de reuniones y conferencias instaladas en un campus universitario en el centro de la ciudad o en sus alrededores.

¿Es este el cerco y el destino de la filosofía? ¿Docentes y estudiantes ligados a la pregunta por el ser, el lenguaje o las implicaciones éticas de la inteligencia artificial rodando por los pasillos durante décadas y absorbidos por un canto centrípeto que nadie más parece escuchar?

Otro gallo (literalmente) cantaría si, en lugar de filósofas y filósofos, fuéramos arqueólogas, forenses, físicos, geógrafas o biólogos marinos. Nuestro mundo no se limitaría entonces a las aulas (aunque necesitaría de ellas); nuestro universo sapiencial se ampliaría y se mancharía las manos de tierra, de sal y de agua, a veces de mierda; nuestro cuerpo académico ensancharía desde la superficie terrestre hasta los fondos acuáticos y se dejaría tocar por la arena de las playas, las minas, los desiertos y los montes; podríamos pensar junto a un acelerador de partículas, examinar juntos un cadáver, visitar castillos medievales o emprender un viaje en autocar para explorar el yacimiento de huesos al que hemos dedicado tantos años.

Saldríamos a los bosques, navegaríamos las aguas, descenderíamos a las profundidades de una cueva natural y después, aseados y bien vestidos, escribiríamos libros y muchos papers. Pero no. El mundo menguante de la filosofía parece dar la razón a quienes localizan nuestra labor en una torre de marfil o en una atalaya, en la platea de un teatro o en la corte del rey, del príncipe o del tirano de turno, goteando consejos en su oído.

Tendemos a identificar la vida filosófica con una secuencia precisa y bien encarnada en zonas concretas del espacio urbano: aulas, seminarios, bibliotecas, salas de reuniones y conferencias

No siempre fue así. Ni siquiera es cierto, de hecho, que la filosofía haya estado exclusivamente ligada a los espacios urbanos de investigación que encontramos ya en la vieja Atenas. Es cierto que a Sócrates debemos el estallido de la filosofía como actividad pública y como desafío existencial en sede comunitaria.

Platón, por su parte, nos ha mostrado en páginas soberbias la importancia de la calle y la naturaleza irrenunciable del ágora, la cotidianidad y el espacio público para una actividad genuinamente filosófica que, en cuanto tal, tenga un rendimiento ético y político. Sin embargo, ninguno de los dos se alejó demasiado de la ciudad (Sócrates salió a defender la patria un par de veces y Platón a intentar convencer sin éxito a un déspota).

En los diálogos conservados, Sócrates no suele abandonar las murallas de Atenas y, cuando lo hace, cuando atraviesa sus límites y decide sentarse a conversar bajo un plátano de sombra en compañía del joven y apuesto Fedro, sentimos —como sin duda siente él— una extraña inquietud: la dislocación transgresora del que, por una vez, se aventura a abandonar el lugar legítimo del pensamiento y se expone a múltiples (e irresistibles) riesgos.

El resto del tiempo —cuando no conversa bajo un Platanus Hispannica— el filósofo está donde tiene que estar: en la plaza pública y en la palestra, en el puerto y en los banquetes celebrados en las casas de amigos y conocidos, en el tribunal de justicia y, por supuesto, en la cárcel: nada como una buena prisión para filosofar acerca de la inmortalidad del alma y del talante del sabio ante la muerte.

En Sócrates y en Platón, los lugares de la filosofía no se reducen al análogo de un campus universitario, pero tampoco invitan a pensar extramuros. Todo lo que nos importa indagar parece estar en las plazas, en los tribunales y y en los edificios que atesoran nuestras instituciones.

Como recuerda la filósofa estadounidense Marjorie Grene, la pregunta que interesó a Sócrates es una pregunta metafísica disfrazada de inquietud antropológica y política: ¿quién soy yo? ¿Qué es el ser humano y cuál es la vía de acceso apropiada para responder a este interrogante? ¿Y a dónde mirar para conocerme a mí mismo si el ojo no puede verse mientras mira?

Sin apenas darnos cuenta, la pregunta del antropocentrismo socrático supone un movimiento definitivo de interiorización: mirado desde el centro de la polis, el ser humano es un animal excepcional debido, precisamente, a su racionalidad teórica, práctica y técnica. El problema es que, en clave socrática, para ser racional ese animal debe ser, ante todo, un animal no-animal, es decir, un ser pensante cuya esencia pertenezca a un plano ontológico superior e irreductible al orden orgánico y material que, sin embargo, le vehicula.

El lugar de la filosofía, entonces, desde su fundación socrática, se presenta como un gesto de interiorización y como un ejercicio disciplinado de desplazamiento intelectual con respecto al orden de la exterioridad: la naturaleza, el cuerpo y las opiniones establecidas. La mirada urbana de Sócrates vive de ese rechazo cautelar: distanciarse —en la medida de lo posible— de ese afuera inminente y amenazante contra cuyo imperio se construyen ciudades y se acumulan saberes con el fin no solo de sobrevivir, sino, como dirá Descartes, de convertirnos en amos y señores de la naturaleza.

El lugar de la filosofía, entonces, desde su fundación socrática, se presenta como un gesto de interiorización y como un ejercicio disciplinado de desplazamiento intelectual con respecto al orden de la exterioridad: la naturaleza, el cuerpo y las opiniones establecidas

La lectura como compañía

A la muerte de Sócrates, Platón decide distanciarse un poco más. No basta con alejarse de la physis que tanto atrajo a los jonios y concentrarse en ciudad y en el alma. Es necesario, además, abandonar el mundanal ruido y la turbulenta sed de la política; hay que comprarse un terreno cercano en los jardines de Academo y fundar lo que algunos consideran la primera Universidad de la historia de Occidente: la Academia.

Se trataba de un espacio físico reservado a élites intelectuales en cuyo frontispicio, al parecer, podía leerse un peculiar «derecho de admisión» que, casi sin querer, nos ofrece algunas pistas: «que nadie entre aquí que no sepa geometría».

Allí ingresa Aristóteles con diecisiete años. Había nacido en Estagira, una ciudad macedonia del norte de Grecia situada en la península Calcídica. Según cuenta Diógenes en sus Vidas, Aristóteles tuvo una educación exquisita. Su padre, Nicómaco, era amigo y médico personal del rey Amintas III de Macedonia, padre de Filipo II y, por tanto, abuelo del futuro Alejandro Magno. Su madre se llamaba Festis y, según parece, también procedía de una familia vinculada a la medicina.

Podemos suponer, por tanto, que los primeros lugares del niño Aristóteles fueron espacios cortesanos bien cultivados en los que la técnica médica y el saber empírico estaban a la orden del día. Es factible, además, que, dada la costumbre de que la profesión médica se heredara de padres a hijos, Aristóteles estuviera destinado a convertirse él mismo en uno de los «herederos de Asclepio» (Galeno cuenta que los médicos enseñaban desde muy pronto a sus hijos a leer, a disecar y a escribir). Pero Aristóteles pierde a su padre siendo muy joven.

El niño queda bajo la tutela de un tal Próxeno que le envía a Atenas para completar su formación en el centro cultural por antonomasia del mundo griego. Tras un breve paso por la Escuela de Isócrates, entrará a formar parte de la Academia de Platón, donde permanecerá veinte años. No son pocos veinte años. Día tras día, Aristóteles vivirá inmerso en el recinto filosófico de uno de los pensadores más brillantes de todos los tiempos, se familiarizará con debates científicos y filosóficos de primer orden y discutirá abierta y libremente —con vehemencia, al parecer— con compañeros de extraordinarias dotes intelectuales.

Este es el segundo lugar que debemos tener en cuenta: la Academia de Platón, un espacio de intimidad filosófica en las afueras de Atenas; un recinto exclusivo y altamente organizado de formación, investigación y discusión de alto nivel acerca de asuntos de todo tipo: geometría, aritmética, astronomía, música, retórica, dialéctica, poética, ética, política, física, metafísica, cosmología…. Lugares cotidianos en los que una comunidad de jóvenes reunidos en torno a un maestro comparte el difícil arte del symphilosophein (filosofar-con, filosofar junto con otros).

El meteco estudia mucho y prefiere la lectura a la compañía. Por eso, tal vez, sus compañeros le apodan «el Lector» y también «la Mente», aunque el apodo más divertido es, din duda, el que le impuso el propio Platón. Le llamaba el «Potro»: «Aristóteles da coces contra mí —recoge Diógenes—, como los potrillos recién nacidos contra su madre».

Podemos suponer que los primeros lugares del niño Aristóteles fueron espacios cortesanos bien cultivados en los que la técnica médica y el saber empírico estaban a la orden del día

Escribe, publica, aprende y enseña no solo las propuestas de su maestro, sino también las posiciones teóricas de otras escuelas que, por aquel entonces, ofrecen modelos alternativos, como las del atomismo, el epicureísmo o el escepticismo. A la muerte de Platón, Aristóteles se marcha por primera vez de Atenas y da comienzo a un periodo clave para la comprensión de su propuesta.

Entre 347 y 343 a. C. se extienden cinco años de aprendizaje itinerante y efervescente en los que el filósofo, armado con dos décadas de platonismo, modifica sus entornos vitales y sus objetos cotidianos de investigación. Se instala primero en Aso (dos años) y después en la Isla de Lesbos (tres). Será en este último lugar donde, a mi juicio, el talante filosófico de Aristóteles se configure de una vez y para siempre.

En efecto, Aristóteles se convierte allí en el más auténtico discípulo de Platón, pero no por la asimilación dogmática y servil del platonismo, sino por la voluntad de ampliar el proyecto del maestro (es decir: el deseo de evidenciar la de inteligibilidad de lo real en todas sus formas expresivas) hasta aquellos rincones donde el platonismo tiende, precisamente, a recular o a distraerse con elucubraciones místicas, teológicas y sobrenaturales.

Esos rincones son los que Aristóteles frecuenta en Lesbos: estuarios, bosques, deltas, ríos, montes y una laguna espectacular llamada Pyrrha que los griegos conocen hoy como Kalloni. De aquellos tránsitos proceden no solo algunas de sus páginas más asombrosas, sino, ante todo, su compromiso con una indagación filosófica de corte naturalista orientada a evidenciar los principios de la vida en sus modulaciones plurales.

Aristóteles llegó a describir más de quinientas especies biológicas con una precisión digna de asombro. Cometió muchos errores, por supuesto, pero eso no impidió a un hombre como Darwin afirmar que, comparados con él, Linneo y Cuvier eran parecían un par de principiantes.

Aristóteles llegó a describir más de quinientas especies biológicas con una precisión digna de asombro

Me parece importante imaginar a Aristóteles trabajando en un estuario al sur de Lesbos o paseando con Teofrasto mientras admiran la flora y la fauna de la isla. Más aún: hay que imaginarlo no solo extasiado ante el fenómeno de la vida, sino indagando activamente con sus manos y con sus propios ojos; hay que fabular sus conversaciones con cazadores y pescadores que quizá ignoraran las causas del movimiento animal, pero sin duda conocían bien el aspecto y las costumbres de centenares de géneros y familias.

El número de especies descritas por Aristóteles es asombroso: la escolopendra de mar, la salamandra, el tritón, la rana, la tarántula, el escorpión, el buitre, la lechuza, el águila, la garza, el bogavante, el percebe, el mosquito, el escarabajo, el gato, el ser humano, la cabra, el oso, el topo, el antílope, el calamar, el cocodrilo el lagarto y la ostra de estanque ¿No es asombroso? Claro que lo es. Pero no solo por el gabinete de curiosidades.

El catálogo es asombroso por la decisión filosófica que lo sustenta. Lo relevante es que un hombre formado durante dos décadas en la Academia de Platón, en lugar de orientar su mirada filosófica hacia la matematización de lo real en detrimento de lo orgánico (como vemos en Timeo, por ejemplo), apueste por la racionalidad intrínseca de la vida. Dicho de otro modo: mientras que cierta tradición idealista y espiritualista localiza la verdad y el valor de lo real en un plano espiritual (y, por tanto, se ve obligada a diseñar un camino epistemológico de progresivo alejamiento del mundo sensible), Aristóteles vislumbra a sus dioses en las briznas de hierba, en los estanques y en los animales más repugnantes.

Los dioses, sí, pero no esos que estás pensando: lo divino es la naturaleza en su autoorganización inteligible; lo divino es el orden, la pauta y la estructura que, sin autoconciencia, hace ser a lo que vive y lo encamina hacia la culminación de su forma específica. Todo está preñado de una inteligibilidad posible. Como si advirtiera una mueca de disgusto en quienes consideran «poco filosófico» el estudio de los animales, las plantas y los procesos dinámicos inconscientes, Aristóteles se apresura a enfatizar no solo la belleza intrínseca del fenómeno de la vida, sino, también, la maravillosa experiencia que supone su estudio:

«… incluso en los seres sin atractivo para los sentidos, a lo largo de la investigación científica, la naturaleza que los ha creado ofrece placeres extraordinarios a quienes son capaces de conocer las causas y sean filósofos natos. Sería, pues, ilógico y absurdo que, si nos alegramos contemplando sus imágenes porque consideramos el arte que las ha creado, sea pintura o escultura, no amásemos aún más la observación de los propios seres tal como están constituidos por naturaleza, al menos si podemos examinar las causas. Por ello es necesario no rechazar puerilmente el estudio de los seres más humildes, pues en todas las obras de la naturaleza existe algo maravilloso». Partes de los animales

En Lesbos, Aristóteles responderá afirmativamente a una pregunta que aún resuena en nuestras cabezas: ¿puede lo vivo ser explicado desde sí mismo?

Conocemos el resto de la historia. Después de su estancia en la isla, Aristóteles es llamado a la corte de Filipo II para ejercer como preceptor del joven Alejandro. Cumplida su labor, regresa a Atenas y funda el Liceo, una escuela dotada de un jardín idóneo para conversar, discutir y reflexionar caminando.

En el año 323, Alejandro Magno muere repentinamente y la furia antimacedonia se desata por doquier. Pese a haberse mostrado crítico en sus escritos con el imperialismo alejandrino (al que tilda de bárbaro), Aristóteles no es idiota: entiende que sus contactos familiares con la corte macedonia, así como su labor preceptiva en la educación de Alejandro le convierten en un blanco fácil para quienes, durante años, han padecido la asfixia del Imperio.

En ese momento, y con el fin, dice, de que no se cometa un segundo crimen contra la filosofía, huye de Atenas y se refugia en la antigua casa de su madre en la isla de Eubea. Muere un año después, a los 62 años, aquejado de problemas intestinales.

Me gusta imaginármelo cerca del mar. Mirando, recordando y escribiendo. Últimos atardeceres en la tierra, como diría Bolaño. Quizá fue allí, en ese último lugar, donde redactó el testamento generoso que hoy conservamos en su integridad o esa carta a Demetrio de la que nos queda un rasguño: «cuanto más viejo y más solo me siento, más me gustan los mitos».

La ciudad, el barro y la laguna. Solo teniendo en cuenta la primacía metódica y vital de estos escenarios apreciaremos la belleza, la profundidad y el alcance integrador de la invitación aristotélica: una mirada rigurosa y flexible que apuesta, a la vez, por la maravilla estremecedora de lo real y por la racionalidad intrínseca de sus expresiones.

El espectáculo del ser y del vivir, en efecto, merece una atención exigente al trasfondo racional de todas las cosas que, sin embargo, se resista a caer en la tentación del reduccionismo en cualquiera de sus formas. No es fácil, claro. El riesgo está siempre ahí, agazapado como una fiera salvaje que necesita matar, es decir: simplificar la complejidad y la pluralidad de la experiencia y condensarla en una suma de elementos últimos para, con ello, zanjar el mareo de la incertidumbre. Como si fuera posible comprender la vida atravesándola con un alfiler y exponiéndola en una vitrina.

Yo no sé cómo se evita esa zanja, pero creo que Aristóteles supo hacerlo. Y creo que lo hizo, además, gracias a la variedad de lugares y entornos biográficos en los que su filosofía nació, creció y alcanzó cotas insuperables. Alturas que se sustentan, en última instancia, sobre el elogio de la naturaleza y del viviente y sobre la capacidad de la mente humana para evidenciar y verbalizar sus múltiples enlaces.

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Sobre el autor
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Sobre el autor

Iván de los Ríos Gutiérrez (Madrid, 1977), doctor en Filosofía, es profesor contratado en la Universidad Autónoma de Madrid. Además, es subdirector del Departamento de Filosofía y coordinador del Máster en Crítica y Argumentación Filosófica de esta misma universidad. Es autor de Azar: el sacro desorden de nuestras vidas (2015), Grecia o el azar: divinidad, suerte y destino en la literatura griega antigua (2016) y Las fuerzas extrañas. Del azar y el buen vivir en la filosofía de Aristóteles (2024). En Libros de FILOSOFÍA&CO, ha publicado Estoicismo. Diccionario esencial (2024).

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