La mayoría de la literatura de autoayuda o superación personal promueve la idea errónea de que se pueden lograr cambios significativos con poco esfuerzo. Sin embargo, la verdad es mucho más compleja. Existen otros métodos que nos permiten explorar nuestras profundidades emocionales, como la reflexión filosófica, la cual ha sido una fuente de inspiración para el desarrollo de la psicología y de algunos modelos terapéuticos.
Más filosofía y menos autoayuda
Es verdad que construimos nuestras vidas a partir de discursos edificantes —o no tan edificantes—. Las palabras que usamos moldean nuestra rutina. Con las narrativas que elegimos definimos quiénes somos o cómo queremos mostrarnos ante los demás. En el silencio de nuestras alcobas, tratamos de comprender lo que sentimos, aunque a veces nos traicionemos en la definición de nuestros afectos.
Esta efervescencia interior inspira a muchas personas a ejercitar un trabajo constante con ellas mismas. Un trabajo que ayude al individuo a reacomodar o adoptar nuevas narrativas (para sentirse mejor en su relación con el mundo y con él mismo) y que pueda reflejarse en un autoconocimiento. Para lograr este cometido se pueden tomar varias vías, desde prácticas de meditación, de conversación o terapia grupal y personal hasta un trabajo de carácter más teórico. Un ejemplo de este último podría ser la lectura de contenidos psicológicos y filosóficos o la lectura de libros y sugerencias de superación personal (que, innegablemente, es a lo que una mayoría recurre).
Bien es sabido que el discurso de la superación personal o autoayuda resulta menos denso y por lo tanto más inteligible que el de la psicología o la filosofía. Sin embargo, la crítica a la autoayuda no puede radicar en que es una narrativa asequible a un público amplio, sino en que navega entre la utopía de la máxima felicidad y el éxito a cambio del mínimo esfuerzo.
Resulta ingenuo creer que esta literatura, que nos promete resolver nuestros problemas y darnos «el secreto final para obtener absolutamente todo lo que uno quiera», lo hará de una manera rápida. Es ingenuo creer que, además, podrá saltar todos los obstáculos del contexto y los abismos interiores que nos detienen.
Igualmente ingenuo es pensar que estos miedos y verdades íntimas pueden ser entendidas solamente con leer la Metafísica 4 en 1, de Conny Méndez. Resulta vano imaginar que para alfabetizarnos emocionalmente y aprender a ser responsables afectivamente, y en palabras del propio Méndez:
«… no es necesario hacer esfuerzos sobrehumanos para que nos penetren las cosas en la cabeza [porque] es un proceso natural; eso sí, hay que poner de nuestra parte la buena voluntad de releer, volver a releer y volver a leer hasta que sentimos que lo aprendido es automático».
Gran parte de la literatura de autoayuda se sostiene sobre el absurdo de que se necesita poco trabajo para conseguir grandes cambios. Ejemplo de ello son tendencias absurdas como la tan en boga «ley de atracción» que promete riqueza, bienestar físico y emocional con tan solo desearlo. Este tipo de pensamientos hacen del lector una víctima, pero no del mercado editorial de bajísima calidad, o de los oscuros designios capitalistas, sino de su propia pereza.
Pero la realidad es más compleja. Ir más al fondo de uno mismo y hacer un verdadero trabajo de autoconocimiento implica tener paciencia y valentía para despejar la densa niebla mental, los dogmas, y traumas. El motivo es que estos traumas han fortalecido con los años su impacto negativo en la vida de las personas y, por tanto, resulta extremadamente difícil liberarse de ellos de la noche a la mañana.
Por lo superficial —e incluso ineficaz— que resulta limitarse a la autoayuda para lograr cambios profundos en nuestras vidas, quizá sea necesario tachar esta superación personal de la lista de ejercicios que pueden realmente ayudarnos a conocernos a nosotros mismos. Aunado a lo escrito más arriba, es por medio de la meditación o del trabajo de diván —como la psicoterapia o terapia grupal— como también se puede llegar a lo más profundo de nuestro pantano interior, para así configurar desde otras palabras y otras narrativas un sentido más satisfactorio a nuestras vidas.
Pero también se puede lograr dicho autoconocimiento con la reflexión filosófica (aunque quizá desde un camino que puede resultar más complejo), sobre todo si también ha servido de inspiración para el nacimiento de la psicología y de algunos modelos terapéuticos.
El discurso de la superación personal o autoayuda resulta menos denso y más inteligible que el de la psicología o la filosofía. Sin embargo, resulta ingenuo creer que esta literatura de autoayuda, que nos promete resolver nuestros problemas y darnos «el secreto final para obtener absolutamente todo lo que uno quiera», lo hará de una manera rápida
Autoconocimiento y estética existencial
¿Cómo es que una disciplina como la filosofía, pensada comúnmente como una disciplina de carácter teórico, puede volverse una enseñanza práctica que nos movilice a cambiar por lo menos nuestra propia vida? En su sentido occidental, la filosofía nace como una disciplina que más que construir de manera rigurosa un sistema de conceptos, se concentró en crear sugerencias prácticas a seguir por los discípulos para mejorar sus hábitos intelectuales, su condición física y, en general, para mejorar su vida. Pierre Hadot, siguiendo esta idea, escribe en Ejercicios espirituales que:
«… en las escuelas helenísticas y romanas de filosofía es donde el fenómeno resulta más sencillo de observar. Los estoicos, por ejemplo, lo proclaman de forma explícita: según ellos, la filosofía es ejercicio. En su opinión, la filosofía no consiste en la mera enseñanza de teorías abstractas o, aún menos, en la exégesis textual, sino en un arte de vivir, en una actitud concreta, en determinado estilo de vida capaz de comprometer por entero la existencia. La actividad filosófica no se sitúa sólo en la dimensión del conocimiento, sino en la del yo y el ser: consiste en un proceso que aumenta nuestro ser, que nos hace mejores. Se trata de una conversión que afecta a la totalidad de la existencia, que modifica el ser de aquellos que la llevan a cabo. Gracias a tal transformación puede pasarse de un estado inauténtico en el que la vida transcurre en la oscuridad de la inconsciencia, socavada por las preocupaciones, a un estado vital nuevo y auténtico, en el cual el hombre alcanza la consciencia de sí mismo, la visión exacta del mundo, una paz y libertad interiores».
Pierra Hadot llama a estas enseñanzas prácticas de la filosofía «ejercicios espirituales». Desde estos ejercicios se puede ser consciente de los límites y los alcances propios, movilizando así un cambio de perspectiva de la propia existencia. Un cambio que nos vuelque a sentirnos más satisfechos con lo que somos. Esto también significa cuidar de sí mismo, un cuidado que sobre todo tiene que ver con lo que la tradición grecolatina más antigua creyó que significaba el «autoconocimiento». Podemos pensar en ese «conocerse a sí mismo» por medio de la narrativa filosófica como el inicio de un proceso solitario y reflexivo que busca escudriñar en lo más profundo del yo esas verdades que se nos escapan en lo cotidiano.
Así y todo, la filosofía, entendida como sabiduría o práctica de vida, es una terapia solitaria. Una terapia que quizá tenga en su inspiración un motivo común con la psicoterapia mediada por un especialista de la salud mental, a saber, el interés de saber quiénes somos y esa infatigable curiosidad por tener un conocimiento más profundo de sí mismo. Este «conócete a ti mismo» —gnóthi seautón, en griego; nosce te ipsum, en latín— fue una frase grabada en el templo de Apolo en Delfos, en la cuna de la cultura occidental. En este principio se resume toda una tradición filosófica enfocada en la narrativa existencial. Una tradición que piensa en las formas prácticas en las que se puede desenvolver la existencia para conseguir que el individuo pueda «reunir en el obrar el momento del conocimiento y el de la actuación, para para reconciliar el ‘saber lo que es el bien’ y el ‘hacer el bien’», como dice Franco Volpi en su artículo «Rehabilitación de la filosofía práctica y neo-aristotelismo».
En su sentido occidental, la filosofía nace como una disciplina que más que construir de manera rigurosa un sistema de conceptos, se concentró en crear sugerencias prácticas a seguir por los discípulos para mejorar sus hábitos intelectuales, su condición física y, en general, para mejorar su vida
La historia del autoconocimiento
No es una coincidencia que la pretensión de conocerse a uno mismo haya sido el tópico de varios filósofos. Sócrates, que no dejo nada escrito, pretendía hacer de sus enseñanzas una pedagogía práctica que encaminara a sus discípulos al autoconocimiento. El intelectualismo socrático, por ejemplo, cree que quien actua mal lo hace antes por ignorancia que por maldad. Para tener mejores ciudadanos y gobernantes, es prudente extender este ejercicio de autoconocimiento al ámbito de la polis, para que así ciudadanos y gobernantes logren conocer sus debilidades y fortalezas, sus límites y sus posibles alcances y, entonces, se pueda construir una sociedad mejor.
Posteriormente, y como ya he expuesto antes con las palabras de Hadot, este gnóthi seautón fue también la inspiración de Séneca, Marco Aurelio, Cicerón y Epicteto, entre otros. Para estos autores, conocerse a uno mismo implicaba perseguir la phroneis en la vida, vivirla con prudencia, sometiendo las pasiones, porque solo así podremos cosechar satisfacciones duraderas y éxitos a largo plazo.
Un tiempo después, los moralistas europeos también usaron aquel lema grabado en el templo de Delfos. De hecho, la obra de autores como Baltasar Gracián, Montaigne o Pascal fueron la extensión de muchas páginas de este conocerse a sí mismo. Con la filosofía de René Descartes, la subjetividad recuperó su sitio.
Sin embargo, el autoconocimiento pensado por Descartes sufrió un trasladado: de la ética a la epistemología. En otras palabras, a Descartes no le importa el autoconocimiento para saber si se ha actuado bien o mal, sino para legitimar —a partir de esa consciencia clara y distinta que puedo tener de mí mismo— si lo que se ha pensado es una idea verdadera o una quimera. Para Descartes, quien quiera volverse un hombre de ciencia, antes debe tener la capacidad de no dejarse llevar por las fantasías y las ideas que lo pueden hacer perderse el camino de la verdad. Por medio del solipsismo del autoconocimiento, el individuo puede conocer lo que es cierto de lo que no lo es.
Posteriormente, Schopenhauer recuperó esta noción de conocimiento práctico, ético y terapéutico que la filosofía antigua ponía a disposición de la humanidad. El filósofo alemán, replicando el aristotelismo práctico, pero combinado con el estilo de los moralistas europeos, pensó una serie de estratagemas o de literatura fragmentaria, que funcionan como sugerencias para el mejoramiento de la propia vida.
Sin embargo, no me gustaría seguir haciendo una historiografía de quiénes han hecho de la filosofía una sabiduría práctica. Mis pretensiones son más humildes y por ello tan solo me gustaría dejar una última sugerencia. Esta sugerencia es la de mirar en la filosofía una posibilidad que no esté muy alejada del trabajo en el diván. Ver en la antigua disciplina de la filosofía una «estética existencial», etiqueta que han usado filósofos más contemporáneos —como Michel Foucault, Pierre Hadot o Franco Volpi—. Esta etiqueta alude no solo a un estilo de escribir y construir el pensamiento filosófico, sino también a un estilo de vida que puede nacer gracias al pensamiento filosófico. La filosofía entendida también como —vuelvo a Hadot— una «terapia de las pasiones» que comprenda «tal terapia unida a una transformación profunda de la manera de ver y de ser del individuo».
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