La mayoría de los textos del filósofo Séneca (4-65 a. C.) están dedicados a personajes ilustres o a personas cercanas a su entorno, bajo la forma de pequeñas epístolas filosóficas, como las Cartas a Lucilo o Carta a Helvia, su madre.
La brevedad de la vida, en la nueva edición de Herder Editorial con la cuidadosa traducción de José Patricio Domínguez Valdez, es un breve tratado dedicado en este caso a Paulino, quien fuera el praefectus annonae de Roma, el funcionario imperial que velaba por las provisiones de granos y cereales para la población. Se trataba de un cargo importantísimo, quizás comparable a un contemporáneo ministro de agricultura o comercio.
El filósofo le escribe este protréptico (del verbo protrépo: exhortar, invitar) cuyo objetivo es que el funcionario, básicamente, abandone sus funciones y «empiece a vivir la vida». Como leemos en la introducción, también a cargo de Valdez, «no sabemos si Paulino le pidió consejo personal a Séneca o si este, por propia iniciativa, le escribe a aquel pensando en el Paulino que todos llevamos dentro, ese que está harto de perder el tiempo, ese que se consuela diciéndose ‘a los cincuenta años me jubilo’ o ‘cuando tenga sesenta años no trabajo más’».
Pensarlo bajo esa segunda posibilidad nos permitirá entrar a este texto del año 55 d. C. con todo lo que en la actualidad aún tiene para decirnos, e incluso la posibilidad de establecer relaciones con producciones actuales, como mostraremos en este artículo con un comentario final acerca de la película argentina Los delincuentes.
Otro de los motivos para alentar la lectura de este libro es que constituye una muy accesible puerta de entrada al corazón del estoicismo, diferenciando su propuesta filosófica de las del resto de las escuelas helenísticas de la época: el epicureísmo, el escepticismo y el cinismo.
Perder el tiempo
Séneca apela a una sensación muy frecuente en nuestros días: la de estar perdiendo el tiempo. ¿Qué queremos decir cuando usamos esta expresión? Por lo general, es algo que se dice después de que algo no ha resultado bien, con lo cual el uso del tiempo se mide según lo exitosa que ha sido la consecución de una tarea, la obtención de un objetivo. Séneca propone en cambio desarmar esa relación servil que tenemos con el tiempo.
Cuestionando el famoso dictum latino Vita brevis ars longa (la vida es breve, el arte es largo) —entendiendo aquí por ars no necesariamente, arte en sentido artístico, sino obra, tarea, ocupación, etc.—, lo que dice Séneca es que, precisamente como el arte es largo, nuestra vida ha de ser larga también. Decir que es «demasiado breve» para la obra es excusarnos de no usar el tiempo de la vida correctamente orientado a la virtud. Además, esta frase encierra para Séneca una concepción errónea de la naturaleza, como esta:
«Ella le ha concedido tantos años a los animales, que llegan a vivir cinco o diez veces más, pero al hombre, nacido para tantas metas más altas, le impuso un término mucho más limitado».
Séneca rebatirá este pensamiento, atribuido a Cicerón: «¿Por qué nos quejamos de la naturaleza? Ella ha sido generosa. Si uno sabe usar bien la vida, ella es larga». Porque pensar que nuestra vida es «demasiado breve» para nuestras metas sería convalidar que estamos hechos «contra natura». Y eso no puede de ningún modo ser así. Afirma:
«No es que tenemos poco tiempo, sino que perdemos mucho. La vida es suficientemente larga y se nos ha dado generosamente si se la distribuye».
Aquí se resume lo central del argumento de este libro, que es no es que la vida sea en sí breve, sino que la hacemos breve.
El tiempo libre: los ociosos
Otra acepción de «perder el tiempo» es la de «dejar pasar el tiempo». Con esto solemos referirnos a la sensación de pasar un buen rato sin haber hecho «nada», que, por algún motivo, quizás por el mandato de ser productivos todo el tiempo, lejos de permitirnos descansar o divertirnos, nos provoca sentimiento de culpa. ¿Por qué no reconocemos estos momentos como momentos de ocio? ¿En qué se diferencia «perder el tiempo» del uso de nuestro tiempo libre? ¿En qué sí consiste el ocio verdadero?
Las ocupaciones que nos hacen perder el tiempo y derrocharlo en un mero existir, distinto del vivir, son, en primer lugar, los vicios. Para Séneca, entregarse al alcohol o al sexo son las formas más deshonrosas de derrochar el tiempo. Pero también malgastan su tiempo los que se entregan a vicios «más respetables», aquellos que tienen la apariencia de ser actividades trabajosas e intensas, pero que en realidad son formas sofisticadas de perder el tiempo: la avidez de dinero, la búsqueda del poder político, el impulso hacia conquistas bélicas, la vida de lujos, los pasatiempos o la erudición inútil (volveremos sobre esto más adelante).
Para Séneca, entonces, quien disfruta del tiempo libre es solo aquel que es «consciente de su propio ocio», quien tiene dominio de las actividades a las que dedica el tiempo en el que no está ocupado. A su vez, dominar el ocio, veremos, será clave para determinar también el propósito de nuestras ocupaciones. Y, sobre todo, para no confundir una cosa con la otra: hacer del tiempo de ocio un tiempo «rentable», «productivo», porque esto impide que el ocio tenga su autonomía con respecto al resto de las actividades de la vida. En síntesis:
«La recuperación del ocio presupone el ocio mismo y no puede ‘implementarse‘»‘ haciendo de él un negotium».
En torno a este lúcido punto de Séneca y sobre su traslado contemporáneo, quisiera ser un poco más pesimista en este punto, comenzando por afirmar que, después de la pandemia, prácticamente la frontera entre ocio y negocio ha desaparecido y es difícilmente recuperable, no solo por el tiempo que pasamos en redes, sino por los deseos y falsas fantasías de descanso que la dinámica de la hiperconectividad y «la tiranía del tiempo real» generan.
Escribí para este mismo portal FILOSOFÍA&CO un artículo sobre el libro Hacer disidencia. Una política de nosotros mismos, del pensador francés Eric Sadin. Me hago eco allí de la situación personal que describe el traductor en su introducción a este libro:
«En mi teléfono móvil recibo vídeos de la guerra en Ucrania, compilaciones de goles de mundiales pasados, imágenes de catástrofes de lugares ignotos, vídeos de todo tipo sin verificación de la prensa tradicional (más proclives, por lo tanto, a ser falseados), y mensajes privados de toda índole».
En mi caso, mientras escribo esta nota me distraigo abriendo Instagram. En unos segundos se lanzan ante mí brutales videos de represión a manifestantes, las placas que el presidente mismo publica desde su cuenta oficial de un león abriendo las puertas del Congreso realizada con inteligencia artificial, abyectas imágenes de bombardeos en la franja de Gaza y las cárceles de Bukele, clippings de noticias de fuentes sin chequear, anuncios de diversos programas, cines y teatros que están al borde del cierre. Luego, casi como un alivio, memes de perritos, reels de recomendaciones de restaurantes que ya hace tiempo no puedo pagar, una selfie de alguien con quien me gustaría tener una cita y fotos de amigos que aún siguen de vacaciones.
Esta dinámica «viciosa» no solo genera insatisfacción y desánimo, sino que, además, y volviendo al punto central de este libro, distorsionan por completo la experiencia del espacio y el tiempo. Reflexiona Valdez:
«Estas mil cosas no tienen nada en común, pues provienen de tiempos y lugares completamente desconectados entre sí y la situación vital de quien los recibe. O, mejor dicho: lo único que tienen en común es su completa heterogeneidad».
Y por eso, también alteran nuestro sentido de la virtud: como Susan Sontag dijera en Sobre la fotografía, el doble filo de la exposición de las imágenes de guerra es que terminan anestesiando nuestra capacidad de respuesta, de conmovernos u horrorizarnos ante la realidad que esas imágenes muestran. Junto con la desensibilización, el terror mediático que es, como decía Naomi Klein, una de las estrategias de la «doctrina del shock». ¿Qué es importante de todo esto que veo? ¿Qué es más grave que qué? ¿Está bien si subo una foto de mi desayuno? ¿O debería ponerme a llorar?
No tengo tiempo para nada: los ocupados
Recordemos en este punto cuál era el propósito de este texto: convencer a Paulino de que abandone sus funciones, no porque no sea bueno en el ejercicio de sus funciones, sino porque a su edad ya podría delegar su cargo en otros que también están preparados para la tarea.
«Da vergüenza el caso del hombre que, más exhausto por su modo de vivir que por sus labores, cae muerto en medio de sus obligaciones».
Y esto es importante, pienso, también a nivel político, porque quien se perpetúa en el poder no lo democratiza a otros que puedan relevarlo; por lo general conduce a un gobierno decadente, que es lo que durante el gobierno de Paulino está pasando debido a una crisis en la distribución de alimentos.
En cuanto a los «ocupados» que integran el vulgo, su situación es peor porque ni siquiera ocupan su tiempo en tareas que sean vividas como propias, sino que sirven meramente a la reproducción de las vidas de otros. En fin, la gran masa de trabajadores asalariados. En palabras de Séneca:
«La condición de todos los ocupados es mísera; pero la más mísera de todas es la de quienes no se afanan en ocupaciones propias, sino que duermen para un sueño ajeno, que caminan para un curso ajeno, y son ordenados a amar u odiar, que son las acciones más libres de todas. Si estos quisieran saber cuán breve es su vida, que piensen qué parte es realmente suya».
Como reflexiona también Valdez en la introducción, «es probable que el balance del hombre contemporáneo sea peor que el del occupatus del Imperio romano». ¿Y qué es lo que le propone Séneca al funcionario entonces? Dedicarse el resto de su vida al estudio de las artes liberales. Al contrario de Aristóteles, que en la Ética ha planteado que no hay nada mejor que llegar a la vejez para dejarse al ejercicio de la filosofía, Séneca impulsa a introducirse en el estudio de las artes liberales cuanto antes: «Es mientras la sangre fluye en nosotros, mientras tenemos fuerzas físicas que debemos dirigirnos a las mejores cosas».
Así, también Séneca reivindica el estudio de las artes liberales como una cuestión vital, base de la vida moral. Por eso se despacha sobre quienes hacen un uso superfluo del estudio de las letras. Ejemplifica:
«Esto de investigar cuántos remeros tenía Ulises, qué obra fue escrita antes, si la Ilíada o la Odisea, si las dos son obras del mismo autor, y otras cosas de este estilo —la enumeración sigue— […] ¿harán que disminuyan los errores de alguien? ¿Moderarán los deseos de alguien? ¿A quién harán más valiente, más justo, más generoso?».
Hoy podríamos relacionar esto con el academicismo y la conversión de la universidad no en un ámbito dedicado al estudio (studium), sino a la vana búsqueda de prestigio (ambitio). Sobre el final del libro, Séneca da como ejemplo el excéntrico caso de Turanio. Este fue un procurador durante el gobierno de Cayo César que, cuando recibió su retiro, a los 90 años de edad, organizó su funeral: mandó que lo pusieran en el lecho fúnebre como si fuera ya un difunto y ordenó a su familia que lo rodeara y lo llorara como a un muerto. No abandonó esa puesta en escena hasta que fue restituido en su cargo.
Ante esto, Séneca se pregunta:
«¿Qué gusto hay en morir ocupado? La misma actitud se da en la mayoría. Su deseo de trabajo es más permanente que su capacidad para llevarlo a cabo».
En cambio, quien se dedica al estudio de las artes liberales, muere feliz y colmado de experiencias, como los grandes filósofos, que al leerlos sentimos que, como ellos, nuestra vida se despliega armónicamente entre el pasado, el presente y el futuro.
Robar la vida: los delincuentes
Por último, me gustaría relacionar este texto con una película que vi recientemente y que, al leer en paralelo La brevedad de la vida, no pude evitar unir: Los delincuentes (2023), de Rodrigo Moreno. La sinopsis es sencilla: Román y Morán son empleados de una pequeña sucursal bancaria en Buenos Aires. Con la única intención de dejar atrás una rutina que los hunde día a día en una existencia cada vez más gris, Morán, en colaboración con su compañero, lleva a cabo un audaz plan: robar del banco una suma de dinero equivalente a todos los sueldos que ganarían hasta jubilarse. Luego de que Morán cumpla la condena, en tres años, se reunirán, se repartirán el dinero y nunca tendrán que trabajar de nuevo.
El razonamiento que hace el protagonista sigue bastante la argumentación de Séneca en este tratado: antes que «pasarse la vida» trabajando en el banco hasta poder jubilarse, el protagonista prefiere estar preso. Cumplir el tiempo de condena por robar el dinero, que le garantizará poder vivir el resto de su vida sin trabajar, es breve en relación al tiempo que tendría que seguir trabajando en el banco.
Ahora bien, alguien podría objetar que el filósofo reprobaría el robo de dinero, al considerarlo parte de los vicios. En mi opinión, esto sería una visión simplista de Séneca, ya que la filosofía senequiana se trata más de una apuesta ética que moral: la filosofía estoica, pienso, no se trata en general de un rechazo acérrimo de los bienes materiales o los placeres carnales, como malas conductas o costumbres morales, sino que lo que plantea es que la obtención de ellos no puede guiar el propósito de nuestras vidas. En otras palabras, no se trata del dinero en sí, sino de vivir solo por el dinero, como cuando ocupamos la mayor parte de nuestro tiempo en el trabajo y luego en vicios o bienes materiales que no nos satisfacen en nada. Allí la brújula de virtud se pierde por completo. En la película, en cambio, lo que guía la obtención del dinero es el propósito de empezar a vivir una vida más provechosa.
La segunda parte la película da un giro más seneqiuano aún: Morán, efectivamente, es encarcelado y solicita a su cómplice que esconda el botín bajo una piedra en una sierra en Córdoba. Román no tocará el dinero durante los tres años de condena de Morán.
Es allí donde se devela en la trama la historia de una mujer a la que Morán conoció en las sierras cordobesa, previo al robo y quien le hace cambiar de perspectiva con respecto a su vida. Al cumplir su condena, lo primero que hace es reencontrarse con ella y es a partir de entonces cuando pueden empezar a vivir plenamente su amor; llevar, como dice Séneca, una vida lejos del «mundanal ruido»; incluso comienza a leer poesía a través de un profesor (protagonizado por el poeta Fabián Casas) que durante una clase que da en la cárcel lo introdujo en ella. En la escena final, Morán y ella pasan cabalgando, alejándose por la llanura dejando atrás la montaña donde está escondido el dinero.
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