Víctimas e ilesos. Ensayo sobre la resistencia ética es el nuevo libro de Olga Belmonte. Sus reflexiones tienen como hilo conductor multitud de relatos de las víctimas y nos sitúa ante una realidad que no podemos ignorar: la existencia del mal. ¿Qué responsabilidad tenemos nosotros, los ilesos, con aquellos que han vivido el horror? Estas y otras preguntas fundamentales son las que la autora aborda en una obra, desgraciadamente, muy actual.
Por Javier Correa Román
Pido en primer lugar disculpas por la digresión biográfica con la que comienza esta reseña. Soy plenamente consciente de que en una reseña el protagonista es el libro y su planteamiento. Sin embargo, y en la medida en que las lecturas las hace una persona y, por eso, ocurren siempre en una geografía particular, creo importante —con el objetivo de mostrar el valor del libro— este apunte personal. Porque, como decía Wittgenstein, lo que no se puede decir, se puede mostrar.
Hace algunos años, durante mi etapa universitaria en la carrera de Filosofía, un ilustre y ya viejo profesor de ética comenzó su clase con la siguiente pregunta: ¿por qué la filosofía? Muchos de los alumnos, jóvenes como éramos, contestaron que ellos veían a la filosofía como una fuente de sentido ante el absurdo de la vida y la muerte de Dios. Para ellos, la justificación de la filosofía yacía en un mundo gris, sobrio, aburrido, sin ninguna verdad.
¡¿Cómo que la vida no tiene sentido?!, exclamé enérgico en mitad de la clase. ¿Cómo que no hay mandatos morales? ¿Es que el dolor del Otro no os grita? ¿Es que no os parece suficiente reclamo ético para involucraros en una sociedad que se desangra? No cabía en mi asombro. «Eres el vivo ejemplo de un cristiano secularizado», concluyó mi profesor mientras comenzaba su lección rutinaria.
A pesar de la ligera ofensa que tal sentencia supuso para mi orgullo ateo, esa clase fue un punto de inflexión en mi vida intelectual. A partir de ese momento, y ante el nihilismo de mis compañeros, me prometí —qué grandilocuentes somos de jóvenes— nunca perder el norte moral, nunca ignorar el mal y el dolor (como si eso pudiera decidirse). En fin, pacté conmigo mismo no olvidarme nunca de que el dolor del otro es un grito que no puedo (ni quiero) obviar.
Sin embargo, las inercias son fuertes; quien ha estado en la academia bien lo sabe. Como dice Virginia Woolf en La señora Dalloway: el cuerpo tiene mareas que nos arrastran, y la academia es un vendaval para nuestra frágil voluntad. Me examino ahora, varios años después, avergonzado en la confesión, y me pregunto cómo pude olvidar aquel grito de indignación en aquella clase. «Jamás lo olvidaré», decía. Y llegó jamás.
Es frecuente caer en la rutina diaria, en las inercias de la cotidianidad, y olvidarnos del sufrimiento del otro. El libro de Olga Belmonte es una irrupción, una sacudida, que impide volver la cara hacia otro lado
Me miro al espejo y me sorprendo a mí mismo ahora, joven pero ya no tanto como entonces, en el meollo burocrático de la universidad haciendo mi tesis doctoral sobre problemas puramente académicos, olvidando completamente que el grito del sufrimiento exige unos oídos que lo recojan. ¿Cómo llegué hasta aquí? ¿En qué corriente se rindió mi cuerpo y dejó de nadar? Esto me pregunto yo con ademán abochornado.
Víctimas e ilesos. Ensayos sobre la resistencia ética, de Olga Belmonte, publicado por Herder Editorial, ha supuesto para mí un espejo, una llamada de atención, un ponerme de vuelta frente al enérgico alumno que defendía el dolor del Otro. El libro de Belmonte, al menos en la geografía de mis peripecias, tiene el inconmensurable valor (y por ello no puedo más que expresar agradecimiento) de haberme devuelto el grito de aquel joven que un día fui. Por eso, y antes que ninguna otra cosa, gracias.
El mal, una incomodidad intelectual y moral
Entrando en materia, la pregunta por la víctima es el tema central del libro de Belmonte. Esta pregunta, seamos honestos, incomoda en —al menos— dos sentidos. En primer lugar, supone una incomodidad intelectual porque el mal es inaprensible por nuestras palabras y, como consecuencia, la única forma que tenemos de estudiarlo es acercarnos al testimonio (siempre doloroso y sangrante) de las víctimas. Esos testimonios incomodan a la torre de marfil de la academia, donde no llegan los gritos.
Acercarse al mal supone, además, una incomodidad moral (¿incluso social?). Escuchar a las víctimas siempre plantea, aunque sea de manera subrepticia, la pregunta por nuestra responsabilidad. ¿Qué hice yo para evitarlo? ¿Qué hago yo para que no vuelva a ocurrir? Y eso, la interpelación personal que nace de la escucha al testimonio, nos incomoda sobremanera como individuos y como sociedad, a pesar de que no debiera.
Es por todo esto que, antes de desgranar las propuestas de la autora, hay que reconocerle la valentía de encarar un tema extremadamente complejo —e incómodo— de abordar. Si algún desconfiado lector centrase su actitud suspicaz en las apenas 150 páginas del libro, estaría cometiendo un error de una magnitud descomunal. El pequeño tamaño del libro no puede más que entenderse desde estas coordenadas: cien páginas de este libro pesan y cuestan más que cualquier libro de miles de páginas sobre metafísica. Al César lo que es del César.
La pregunta por la víctima es el tema central en el libro de Belmonte. Esta pregunta incomoda en dos sentidos: porque es necesario el testimonio (siempre doloroso y sangrante) de las víctimas y, por otro lado, porque siempre emerge la pregunta sobre nuestra responsabilidad
Respecto al contenido, varias preguntas recorren el libro como alfileres intelectuales que nos punzan en lo más hondo de nuestro entendimiento: ¿cómo puede un ser humano torturar a otro? ¿Cómo puede la barbarie tener lugar? Cuando miramos a las desgracias, lloramos preguntas, pero, de todas ellas, una sobresale: ¿cómo fue posible tal horror?
En el texto, Belmonte se hace cargo de todas estas preguntas que rodean a las víctimas. En primer lugar, la autora se pregunta: ¿a qué víctimas nos referimos? La respuesta parte de una distinción ya clásica entre víctimas inevitables, o de causas naturales, y «víctimas morales», aquellas que lo son debido al mal humano, las que sufren un mal injustificable. Son estas la prueba de la maldad humana, del horror del mundo. Son estas, en fin, de las que debe ocuparse la ética y de las que se ocupa Belmonte.
La preocupación formal es también un acierto del libro. Afrontar todas estas preguntas en torno a las víctimas morales no puede hacerse meramente desde el ensayo intelectual, dice la autora, pues lo intelectual no mitiga el dolor. De hecho, en muchas ocasiones, sobre la comprensión racional planea la excusa del olvido; a veces buscamos entender simplemente para pasar página.
Por eso, este ensayo no es un análisis académico al uso, pues la fría razón muestra sus límites para hablar de determinadas experiencias (la razón no ríe ante una alegría o llora ante una desgracia). Dice la autora:
«Es preciso ensayar formas de pensar que nos ayuden a prevenir y a combatir la barbarie. Escuchar las emociones no significa sucumbir a lo irracional, permite atender a la carne doliente de quien sufre, al cuerpo herido».
De hecho, esta comprensión-racional/justificación/olvido está muy presente en la filosofía occidental, terriblemente deudora de la filosofía de Hegel. Belmonte rechaza cualquier teleología de la historia, cualquier fin en nuestra marcha que pueda justificar la barbarie en pos del progreso, de lo que viene, del futuro, del mañana. Víctimas e ilesos se inscribe en la tradición opuesta. Esa tradición que no mira al futuro, sino que —como Walter Benjamin— mira a un pasado lleno de catástrofes inolvidables.
La pregunta por la víctima no puede darse en un ensayo académico al uso, no puede acompañarse de la fría razón. El libro de Belmonte pretende escuchar las emociones, «atender a la carne doliente de quien sufre, al cuerpo herido», en palabras de la autora
Recogiendo esta tradición, Belmonte asume una posición que no se basa en la clausura, sino que mantiene la apertura: hay que afrontar la pregunta moral sin borrarla. Para ello, la autora se inunda de empatía, concepto clave en el libro, buscando acompañar a las víctimas en su dolor (que es, al fin y al cabo, la experiencia más solitaria del ser humano).
En este libro, la autora no pretende hablar por las víctimas, sino hablar con ellas, escuchar su testimonio, dejar espacio para que el relato del horror tenga lugar, nunca silenciarlas. Incluso cuando el único testimonio es el silencio, porque la voz de la víctima se apagó sin oportunidad alguna, la autora camina alrededor de ese silencio, dándole espacio.
Escuchar a las víctimas
El testimonio es, pues, el fundamento de este ensayo. Su importancia es radical, ya que nosotros, los ilesos, los que no hemos visto ni sufrido la barbarie, no podemos imaginar lo im-pensable. Gracias al testimonio podemos, aunque sea, intuir, acercarnos, palpar a tientas una milésima parte de lo que otros sufrieron. No se trata solo de hablar de las víctimas; tampoco de hablar con ellas. Se trata, bien lo sabe Belmonte, de escucharlas.
Así, Víctimas e ilesos es un recorrido por distintas experiencias vitales de aquellos que han vivido el horror. Este recorrido dibuja una anatomía del ser-víctima que Belmonte recorre por distintas aristas y atendiendo a distintos matices: qué sentimientos afloran, qué miedos pasan, qué culpas les carcomen…
En este recorrido, Belmonte se detiene en un aspecto fundamental del horizonte de la víctima: la pérdida de la patria que sufren. Esta pérdida de patria se da a varios niveles, pero el que resulta más original para comprender el ser-víctima es lo que la autora llama «patria lingüística».
Las víctimas no están únicamente huérfanas de un país o una sociedad que les da, las más de las veces, la espalda; sino que, además, pierden la patria universal del lenguaje. De repente, y a raíz de la barbarie, experimentan los límites del lenguaje, el sinsentido de un mal que no encuentra símbolos para ser comunicado a los allegados. El mal moral que anida en la barbarie abre una sima entre el dolor y el lenguaje, lo que provoca una soledad incomunicable.
Las víctimas, reflexiona Belmonte en su libro, sufren una pérdida de la patria en múltiples niveles. De ellos, quizá el lingüístico sea el que deja un vacío más hondo, pues la barbarie abre una sima entre el dolor y el lenguaje
Otro aspecto que Belmonte reflexiona en su libro es el de la tortura. El análisis de Belmonte es muy acertado y novedoso por acercarse al fenómeno de una manera ontológica: la tortura tiene un efecto último en la víctima que es la expulsión del mundo. Si la humanidad consiste, siguiendo a Heidegger, en ser-en-el-mundo, la tortura es la expulsión del mundo. La tortura hace imposible todas las posibilidades de la existencia y convierte al torturado en un ser cuya posibilidad más próxima y la única que se le antoja posible es la muerte, lo imposible, la anulación.
Por otro lado, en el libro se trata un tema crucial en nuestras sociedades hipervisuales: los efectos anestésicos de representar (una y otra vez) la barbarie. En palabras de Belmonte:
«¿Puede quedar [la barbarie] en una experiencia estética pasiva o debería con-movernos? Reducir el dolor ajeno a mero espectáculo nos ciega moralmente: cuanto más lo vemos, menos lo reconocemos. Si realmente miramos con atención a las víctimas, no podemos dejar de escuchar su grito, incluso cuando apagamos las pantallas o cerramos los ojos y nos tapamos los oídos. ¿En qué sentido se trata de una llamada que pide una respuesta de nuestra parte?».
Responsabilidad de los ilesos
El libro es, además, una propuesta ética, una llamada también a la acción, a la resistencia ética, o, mejor, un rechazo a la inacción y al olvido. Olga Belmonte plantea la pregunta fundamental, la que muchas veces queremos soterrar para no pensar nuestro deber: ¿qué responsabilidad tenemos nosotros, los ilesos, para con las víctimas?
El objetivo del ensayo es asumir el deber moral que comporta vivir en un mundo donde la barbarie ha tenido lugar y en el que los supervivientes intentan narrarla. Esto implica hacerse cargo de los acontecimientos para que no se repitan, aunque tengamos que asumir avergonzados la existencia de las pasiones más horrendas.
El libro no es solo un libro de escucha, sino que en él se configura, se dan los primeros pasos hacia una propuesta ética; una propuesta que articula múltiples resistencias y que pone en el centro la reparación del dolor de la víctima
Conclusiones
Víctimas e ilesos es una polifonía de voces. Algunas voces, las que conforman los testimonios, son silenciosas; otras susurran; otras son, directamente, gritos. Debajo de todas esas voces podemos escuchar la de Belmonte, una voz llena de indignación ante la barbarie. Una voz que nos sacude y que nos señala: tú no eres alguien ajeno a la barbarie, porque esta, en su devenir, genera víctimas, pero también ilesos. No mires hacia otro lado, nos dice una y otra vez entre líneas.
La distinción entre víctimas e ilesos abre todo un nuevo panorama ético que busca evitar el desentendimiento de la población de los grandes males de nuestro tiempo. Banalizamos el mal, escurrimos responsabilidades. ¿Por qué voy a ser yo responsable si yo no apreté el gatillo? Se escurre el bulto, alguien grita y nadie escucha. Asumirnos como ilesos nos conecta directamente con ese grito y nos emplaza, más ética que metafísicamente, a actuar, a solucionar, a hacernos cargo de ese dolor.
En fin, y para cerrar esta reseña, la distinción rígida entre lo subjetivo y lo universal siempre me ha parecido una distinción problemática. La poesía, por ejemplo, muestra que las pasiones individuales encuentran un eco universal en sus lectores. Quiero pensar que el texto de Olga Belmonte tiene el mismo poder y que el grito juvenil de mis recuerdos —ese que un día juré no olvidar para no sepultar ni normalizar la barbarie— no es un hecho particular de mi geografía, sino que encontrará un eco similar en todos los lectores. No hay, por tanto, mayor compromiso ni resistencia ética que la que nos muestra la propia Belmonte escribiendo este libro.
Si eres suscriptor o suscriptora, puedes leer aquí el prólogo y la presentación del libro Víctimas e ilesos, de Olga Belmonte.
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