Hay una disciplina en la filosofía que, pese a su extrema importancia, parece subestimada, como si tuviera un papel menor que otras ramas filosóficas. Sin el aura de la epistemología, sin el misterio de la metafísica y sin la complejidad de la política, la ética siempre ha parecido quedar en un menor segundo plano. Y, sin embargo, es probablemente la más importante de todas las disciplinas de que se ocupa la filosofía.
La ética, del griego ethikós, es ni más ni menos que el arte de vivir bien. De comprender qué es bueno y qué no lo es. Y por qué. Qué nos conviene y qué no. El estudio moral de las reglas que ha de poseer el ser humano para ejercer un comportamiento deseable y virtuoso que le lleve, finalmente, a la felicidad en vida. ¿Y acaso hay una respuesta que debiéramos buscar con mayor ahínco que esa?
¿Cómo debo vivir para hacerlo con plenitud?
Allá por los tiempos de la antigua Grecia ya existieron algunas cabezas que decidieron dejar de pensar por un rato en la astrología y los problemas de la composición de la materia para fijar su mirada en algo más cercano y a su alcance: cómo vivir del modo correcto. Con este simple pensamiento nació la ética, una de las ramas más importantes de la filosofía y cuyo desarrollo ha sido un continuo ir y venir, desde entonces, en la búsqueda –unas veces con más éxito, otras con menos– de la gran pregunta que ha atormentado a los seres humanos: ¿cómo he de vivir para hacerlo plenamente?
No es un tema baladí y mucho menos uno con una respuesta clara. Solo hemos de fijarnos en las decenas de teorías respecto a la misma que han defendido los diferentes filósofos a lo largo de la historia. Unos basaban la ética en el placer, otros en la virtud, otros en el bienestar de la mayoría… Distintas interpretaciones que, en realidad, tratan de dar solución al mismo problema: conocer las pautas de acción y pensamiento que permitan al ser humano vivir bondadosamente, feliz y en paz.
Dos vertientes, infinidad de éticas
Dos han sido las grandes ramas que han distinguido la ética, compuestas, a su vez, por un sinfín de teorías. Por un lado, encontramos la ética deontológica, que se centra básicamente en buscar un código, unas reglas comunes y aplicables a todas las situaciones para que el individuo o la sociedad tengan un marco moral al que atenerse. Un ejemplo de la misma serían los 10 mandamientos o el famoso imperativo categórico de Kant (“Actúa de manera que tu máxima puede convertirse en ley universal”. Es decir, por ejemplo, no robes si no quieres una sociedad llena de ladrones). De este modo, todo hombre o mujer puede agarrarse a unos principios morales que son invariables, determinando claramente qué actuaciones son buenas y cuáles no.
Pero esto tiene un grave problema, pues la realidad es demasiado compleja para poder ser siempre reducida a una lista de directrices. ¿Podemos hacer que estas sean universales? ¿Es matar, por ejemplo, igual de malo a sangre fría que en legítima defensa? ¿Es maldad cometer un acto malo si de él se desprende un fin bueno? La deontología encuentra en esta y otras preguntas un duro escollo, no hallando más defensa que su coherencia y valor evolutivo –según los últimos estudios, la mayoría de las personas se inclina por este tipo de ética, por lo que ha debido ser biológicamente importante– aun mostrándose insuficiente para abarcar la complejidad del mundo.
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