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Josep Soler: hacia una filosofía de la música

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«Todo está cumplido». Con estas palabras se despedía Jesús de Nazaret en la cruz. Unas palabras que el compositor y teórico de la música Josep Soler se dedicó a pensar en su obra.

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Josep Soler fue compositor, escritor y teórico musical. Es considerado uno de los autores más importantes de la música contemporánea en España, con más de un millar de obras escritas, aunque con tan solo la cuarta parte de ellas editadas. Soler apuntó a la mística y la estética en su creación, tanto en su composición como en sus ensayos, y dedicó una parte de su reflexión a pensar en el carácter del Tetélestai, el último grito de Jesús de Nazaret en la cruz.

Por Olga Amarís Duarte

«Y cada poeta, cada músico, cada intérprete escribe y canta aquello que a él le ha sido dado y nunca sabrá si lo que entrega a los demás es algo que pueda parecerse a lo que en él penetra y en él se consuma o si el entramado de sangre y carne por el que se desliza el objeto le arrebata algo, o mucho de su ser y en ellos se destruye».
Josep Soler, Música y ética

El cuerpo lanza su grito y se precipita. El grito es el chasquido de lo humano que no acertó en la dignidad de la caída. No es gemido, no es lamento, no es balbuceo que prediga la palabra: es la profunda manifestación de lo inefable.

Se explica así que el protagonista del mito bíblico, Jesús de Nazaret, el más humano de entre los humanos, puesto que se balanceó en el límite de lo humanamente posible, no exhalase en la cruz un grito de muerte. Todos los músicos saben que la cruz del Gólgota constituye una inmensa caja de resonancia en donde la madera amortigua el clamor casi tanto como amplifica la frágil vibración de la vida entregándose gota a gota. La muerte, como la música, no contiene ni principio ni fin. Es un adagio atemporal que expresa, en devenir, la angustia infinita de su creador.

Josep Soler (1925-2022) —músico, filósofo, poeta, místico descreído, humanista intempestivo, artista, en fin, «un devoto, un hombre dedicado al morir», como él mismo quiso presentarse, asumiendo la responsabilidad de una presencia que se muestra y se recrea en cada aparecer—, dedicó gran parte de su genialidad al estudio del carácter metafísico y transcendental de esa última melodía que entona el cantor de la cruz.

El compositor catalán intuyó desde siempre que Jesús de Nazaret no grita, no podría hacerlo puesto que la conclusión de la vida, esa última palabra dada, es la encargada de dar sentido completo a la sinfonía total que somos. Josep Soler, como su compositor predilecto, Guillaume de Machaut, supo que el canto constituye la forma más elevada de oración. En el Timeo platónico vislumbró también que la canción se convierte en transmisora de la verdad cuando el alma desde donde vibra está en acuerdo y en armonía consigo misma. Y allí, en el púlpito del Calvario, Jesús-Orfeo entona un Liebeslied [canción de amor] con lo más oscuro y lo más hondo que tiene cabida en un espíritu elegido por el dios.

El canto de Jesús en su lira cruciforme conforma el instante de cesura tan importante para Josep Soler: «Punto móvil y vivo del espíritu humano sobre el cual descansa el rayo divino». En la obra Jesús de Nazaret, un «oratorio escénico» de aproximadamente doce horas de duración, encarna esa materia petrificada de la divinidad en el último proferimiento de Jesús que tanto obsesiona al pensamiento de Josep Soler: Tetélestai, el acorde consumado que ya no supone inspiración alguna, sino la expresión más intensa de un hombre abatido presintiendo, como en los rondeaux, que en el final está su comienzo.

Soler —músico, filósofo, poeta, místico descreído, humanista intempestivo, artista, en fin, «un devoto, un hombre dedicado al morir», como él mismo quiso presentarse, asumiendo la responsabilidad de una presencia que se muestra y se recrea en cada aparecer—, dedicó gran parte de su genialidad al estudio del carácter metafísico y transcendental de esa última melodía que entona el cantor de la cruz

Tetélestai, «todo está cumplido», dice el ecce homo en una monodia litúrgica y retoma el concepto mercantil griego que implica la ausencia de deuda, el pago de esa prenda que cancela el derecho del acreedor. Tetélestai hace libre a la persona que devuelve aquello que le fue otorgado en préstamo y que, sin embargo, representaba lo más esencial de su ser, como en aquellas recitaciones de los akusmata pitagóricos en los que los iniciados acústicos interiorizaban las doctrinas herméticas sabiendo que no eran ellos, sino la música de las esferas la que retumbaba en sus voces.

O como ocurre en el sortilegio de la lengua trémula de Israfel, el séptimo ángel que ejecuta sin entender un himno capaz de aquietar, en instante contemplativo, la frenética danza de las pléyades. Tetélestai es también aquella melodía que el poeta Hölderlin repetía una y otra vez, y siempre por primera vez, en la soledad sonora de su torre de Tubinga…

Si todo queda cumplido al pie de la cruz, si ese último cántico de Jesús de Nazaret que Josep Soler compone y propone a quien quiera escucharlo supone la culminación de una deuda. La pregunta que surge inevitablemente es, entonces, ¿de quién es la obra que no le pertenece a su autor? ¿De quién parte el derecho que convierte al compositor en un mero anotador de unos compases que le precedieron?

El compositor Johannes Brahms solía decir que la inspiración es ajena al artista, una brisa foránea que interpela con furia. Una incidencia que arrebata para siempre el destino de la voluntad del artífice. El creador, disminuido al estadio de criatura, se resigna al ímpetu de una obra que quiso elegirle a él de entre todos los pretendientes. Anton Schindler apunta en la misma dirección en su biografía sobre Ludwig van Beethoven al afirmar que las afamadas cuatro notas que encabezan la quinta sinfonía responden a la insistencia de «la llamada del destino a la puerta».

De igual manera, María Zambrano, la filósofa del oído, insiste en El hombre y lo divino en la predestinación que existe entre el autor y su obra al trazar lazos de parentesco entre la música y la diosa que sirve a la memoria, Mnemósine, la deidad evocadora. El músico, como el filósofo, debe suspender la pregunta y esperar sin zozobra en los claros del bosque la llegada de ese saber inspirado que se recibe sin buscarlo, porque «poeta es siempre aquel que no se pone a salvo de sufrir la inacabable persecución».

La música es, al igual que la poesía, anterior al cuestionamiento reflexivo. Y, por ello es más sabia, pues bebe de un hontanar todavía no agotado por la sed de la razón: «La más pura de las artes y la más sabia de las ciencias del alma».

En la misma tesitura, Josep Soler, en sus últimos escritos, hace especial énfasis en la labor de anamnesis, de re-cuerdo. Volver a pasar por el corazón aquello que ya sabíamos y que el arrebato creador logra, por avistamiento, rescatar de unas estancias clausuradas como “resonancias perdidas en el sonido incesante del olvido del pensar”. Para Josep Soler, la tragedia de la operación unida al arte consiste en tener que hacer memoria de una música que el creador posee dentro de él, en su castillo interior, pero que nunca antes había escuchado con los sentidos en vela.

Tan solo en la sombra de un sueño vino a visitarle la escala musical que contiene la palabra des-ocultada del silencio. Un sueño como aquel que tuvo Sócrates en donde un susurro, que era el propio, le exhortaba a componer musicalmente el diálogo callado de una voz: «¡Sócrates, haz música y aplícate a ello». De ahí la mortificación que siente el músico-poeta por estar obligado a vivir dentro de una palabra que percute en su interior y que no acierta a representar en la vigilia.

Josep Soler hace énfasis en la anamnesis, el re-cuerdo: volver a pasar por el corazón aquello que ya sabíamos y que el arrebato creador logra rescatar de unas estancias clausuradas. La tragedia del arte consiste en tener que hacer memoria de una música que el creador posee dentro de él, pero que nunca antes había escuchado con los sentidos en vela

De ahí también la angustia de tener que rememorar en dia-pa-són la palabra arrojada por un dios que nunca habla, que le abandona al silencio y que exige, sin embargo, la devolución de un logos que se fundamenta en lo oculto, en el centro inexpugnable de una palabra no pronunciada, en fuga, pero donada en «divina transmisión» a su persona y, por extensión, a toda la humanidad.

Esa constituye, a la vez, la flaqueza y la grandeza de la voz humana: servir de hipóstasis de un dios mudo en la consciencia de que nunca será capaz de pagar la deuda al completo, de que su carnalidad jamás llegará a reproducir con fidelidad esa música lejana que habita en la Nada: «Plena, palpitante de resonancias de paisajes nunca entrevistos y de cantos que nunca podremos oír». Tetélestai es el canto agónico de quien sabe que no hay forma humana de apresar esos sonidos que unos segundos antes danzaban des-velados frente a los ojos del pensamiento.

Josep Soler estaba predestinado a componer rememorando su Jesús de Nazaret. La entrega con la que se consagró a la tarea de escribir y reescribir la que sería su compañera de vida, una especie de hija incestuosa de la que solo llegó a conocer «el esqueleto y ciertas entrañas», responde al reconocimiento de que solo él podía tomar el testigo del proyecto nunca realizado por Richard Wagner de reproducir el canto de un Cristo que lanza una arenga revolucionaria desde su cruz.

Durante los últimos días que precedieron a la llegada de la muerte, Wagner supervisó con extrema atención la publicación de sus estudios sobre el personaje bíblico con la seguridad de que su inconclusa serviría de inspiración para las futuras generaciones. En el mismo pálpito filantrópico, Josep Soler dedicó el final de su vida a editar las grabaciones de Jesús de Nazaret que fueron realizándose a lo largo de los años, siempre de forma fragmentaria por la imposibilidad de representar al completo una obra cuyo final aparente es el indicio de un nuevo giro en la curva infinita de un anillo.

El tiempo de la obra de arte no tiene ni un «antes» ni un «después», es indeterminada duración y, por ello, la ilusión de su representación supone una triste paradoja. Al igual que los tres vieneses, Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Webern, Josep Soler no alcanzó a escuchar de forma concluida su obra, sino que padeció la tortura de contemplar miembros de la amada hija encarcelados aún en la precariedad del papel: «En la estructura de un cadáver momificado, íntegro, preservado, pero inerte».

Sin embargo, en la labor generosa de organista medieval, encargado de organizar las disonancias de un contenido que ha sido recibido y que ha de ser devuelto en un cierto orden, asumió libremente la servidumbre de un imperativo. Imperativo que le obligaba a proseguir, más allá de sus fuerzas, en la construcción de un edificio melódico que debía servir de morada ética para la humanidad, aunque no fuese más que en la forma de un efímero consuelo, de un destello esperanzador de una posible matria para el alma.

En esa disección irresoluble y radical entre lo propio y lo ajeno se encuentra el sentido de la vida de un compositor. La pasión del creador se ilustra en el sparagmós o despedazamiento que sufren todos los artistas arquetípicos: Penteo, Dionisos, Orfeo, Osiris, Jesús de Nazaret en relación tripartita… En todos ellos resuena una última evohé, un canto delirante proferido en el punto álgido de la ceremonia de sacrificio, en el desmembramiento de la unidad como resultado de dos potencias que luchan en el interior del inmolado: la individualidad y la trascendencia.

Josep Soler estaba predestinado a componer su Jesús de Nazaret. La entrega con la que se consagró a la tarea de escribir y reescribir la que sería su compañera de vida responde al reconocimiento de que solo él podía tomar el testigo del proyecto de Wagner de reproducir el canto de un Cristo que lanza una arenga revolucionaria desde su cruz

El dolor de la aniquilación produce la ilusión de un absoluto, fruto de la armonización de dos contrarios. No resulta extraño, por ello, que Soler estuviera convencido de la necesaria muerte del artista: «La muerte es la condición final, definitiva y esencial para que la obra de arte llegue completa, cerrada, ya concluida, al oyente, al lector, a aquel que contempla una pintura, una arquitectura, un poema…». El creador, como el místico, para dejar espacio al exceso que llega a poseerlo, debe desasirse de esa parte que no le corresponde con la misma resignación alegre con la que el crucificado sangra sus obras como si fuesen heridas de angustia y de anhelo.

En este sentido, el gran musicólogo Marius Schneider relata de qué manera los devas del relato hinduista ganaron a los asuras porque sabían sacrificarse a través del canto. Conscientes de la insignificancia de su ser frente a la gran verdad que salía de la corrosión melódica de sus cuerpos, los devas no temblaron al ver acercarse la muerte ni vacilaron en una sola nota de la cadencia de su canto.

La historia retorna siempre sobre las mismas huellas. Josep Soler, en Jesús de Nazaret, se libera de la deuda transferida. El canto del organista se funde con el del crucificado conformando uno solo… Voz sobre voz, voz a voz, en un fluir manso y continuo el cantor desaparece y solo quedan las sílabas sagradas del mantra. Tetélestai, todo está cumplido…

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