David Benatar (Sudáfrica, 1966) lleva años promoviendo su teoría antinatalista bajo el paraguas de un pueril aforismo: «Nadie es lo suficientemente afortunado para no haber nacido, pero todos somos lo suficientemente desgraciados por haber nacido». A partir de ahí, el académico defiende el suicidio como «el menor de los males» para acabar con el sinsentido existencial de la especie humana. Un fin deseable, además, de cara al resto de especies que pueblan el planeta, pues pareciera que, sin nosotros, estas prosperarían en una idílica Gaia.
La solución que Benatar nos ofrece para resolver el dilema existencial que nos acucia (en forma de esquema Ponzi o, dicho de otra forma, estafa piramidal), desde que fugazmente deambulamos por este trozo de piedra suspendido en el espacio, pasa o bien por que nos suicidemos, o bien por que dejemos de reproducirnos hasta lograr nuestra extinción.
Para David Benatar, casi todas las especies tienen sentido y no deben preocuparnos, salvo la especie humana y otras que, a su juicio, son «sintientes». Es decir, miembros selectos del reino animal a los que el filósofo propone castrar de la manera menos dolorosa posible. Lo que lleva al erudito sudafricano a llegar a esta mortífera conclusión es nuestra «calidad de vida», que considera insuficientemente placentera, así como el irremediable sufrimiento al que estamos condenados.
Estas dos cuestiones se podrían refutar con unas cuantas estadísticas respecto a las métricas que nos permiten apreciar la evolución del «sufrimiento» y la «calidad de vida» humana a lo largo de la historia. Sin embargo, ningún progreso demostrado en estos extremos es suficiente para Benatar, para quien la vida ni siquiera se podría justificar con el alivio del sufrimiento; después de todo, estamos destinados a padecer la angustia de nuestra inevitable muerte.
Para David Benatar, casi todas las especies tienen sentido y no deben preocuparnos, salvo la especie humana y otras que, a su juicio, son «sintientes». Es decir, miembros selectos del reino animal a los que el filósofo propone castrar de la manera menos dolorosa posible
Una alternativa al suicidio
Sus detractores lo suelen poner contra las cuerdas echándole en cara que él mismo no se aplica el cuento y se suicida. Benatar, quien no se deja fotografiar (sorprendentemente no hay rastro alguno de su semblante en Internet), ha optado por el silencio y las evasivas como respuesta a la incómoda pregunta, al igual que no responde a si tiene hijos o no, alegando además, como en una entrevista a The New Yorker, que «aunque fuera un hipócrita si los tuviera, mis argumentos aún podrían ser válidos».
David Benatar calla y evade las preguntas críticas tal y como lo hacen los defensores de consumir solo lo natural, lo adeptos a la medicina homeopática y los que rezan a dioses si a ellos o a sus seres queridos les diagnostican una enfermedad mortal.
Ahí se acaban los discursos naturistas y las supersticiones y se da la bienvenida a la ciencia que prolonga la vida. Ante el diagnóstico de un padecimiento letal, por coherencia hemos de asumir que Benatar y sus fieles intentarían paliar su sufrimiento, pero no evitar la muerte.
En cualquier caso, si tras leer las doscientas cuarenta y ocho páginas de su último libro, El dilema humano (Alianza Editorial, 2022), al lector (como al propio Benatar) le tiembla la mano para tirar del gatillo y dar fin a su vida, el autor ofrece una alternativa menos siniestra: no tener descendencia.
David Benatar funda su teoría antinatalista planteando la siguiente regla de tres: el placer es bueno y el sufrimiento es malo. La ausencia de placer no es mala per se, de la misma manera que la ausencia de sufrimiento tampoco lo es. No obstante, aunque traer nuevos seres humanos al mundo garantiza que estos experimentarán placer, es inmoral hacerlo puesto que inexorablemente también experimentarán sufrimiento.
Lo mejor entonces es no nacer, cuestión que no depende de nosotros. Así que, si uno tiene la «mala suerte» de haber nacido, lo ético es no reproducirse y así evitar sufrimiento a futuras generaciones: «Traer a alguien a la existencia inflige un daño terrible a esa persona». Ergo la tesis de Benatar encapsula de entrada una premisa envenenada: si usted está vivo y tiene hijos, no solo es una persona desafortunada, sino que además es inmoral.
Una tesis, con chantaje incluido similar al pecado original, ideal para fundar una secta, para inspirar a ecoterroristas o para armar de argumentos a personas ávidas de presentar solidaridad, compasión y hasta preocupación por la naturaleza como coartadas que disfrazan de humanismo el más crudo nihilismo.
Lo mejor es no nacer, opina Benatar, cuestión que no depende de nosotros. Así que, si uno tiene la «mala suerte» de haber nacido, lo ético es no reproducirse y así evitar sufrimiento a futuras generaciones
Un intento por salir del nihilismo
A lo largo de sus argumentos, Benatar recurre a atajos ante los grandes temas que imperativamente necesita reconciliar con su teoría antinatalista, pues los salpimienta con sofismas para congraciarse con Dios y con el Diablo a modo de una cosa no quita la otra. Esto es así en el tratamiento que el catedrático da a asuntos de enorme calibre como el suicidio, la religión, la muerte contra la inmortalidad, el positivismo psicológico (dar importancia a afectos positivos de satisfacción y superación para poner en valor la vida) o al descartar cualquier propósito secular basado en ciencia evolutiva como mero mecanismo de autodefensa del «esquema Ponzi procreador» del que somos cautivos.
En su intento de evitar ser tildado de nihilista (la postura que propone la total irrelevancia de la vida y que nada tiene sentido), el teórico autodefinido pesimista imprime cierto buenismo en su pensamiento. Al mismo tiempo, afirma que, mientras que los seres humanos somos insignificantes y objetivamente indiferentes en el universo —lo cual convierte a la vida en un sinsentido—, se puede mostrar preocupación por el sufrimiento de otras formas de vida «no sintientes» y nuestro entorno natural, que es mejor dejar a su aire e incluso intentar favorecer mientras estemos vivos (el filósofo practica el veganismo para, entre otras cosas, causar menos daño que sus congéneres omnívoros).
Según David Benatar, los humanos buscamos dar sentido subjetivo a nuestra existencia al establecer «propósitos terrenales», empero, fútiles de cara a justificar una existencia predestinada al sufrimiento y a la muerte. Para él, una cosa no quita la otra. La vida también es terrible, pues nos embarga el placer futuro, nos «oblitera» y trunca el «esquema Ponzi procreador» que involuntariamente nos impulsa a perpetuarnos como especie. En definitiva: por muchas cosas buenas que la vida pueda ofrecer, los humanos nos engañamos al pensar que valen la pena frente al sufrimiento que experimentamos al estar vivos. Nihilismo puro y duro.
Si bien se puede argüir que nuestra sociedad atraviesa por su momento más hedonista dada la formidable oferta (y mercantilización) de recursos para proveer placer, teniendo en cuenta el carácter efímero del mismo, y que, por otro lado, la ausencia o dificultad para obtener placer es causante de insatisfacción, frustración e incluso sufrimiento, la vida humana según Benatar carece de todo sentido. No hay siquiera una suma cero para el filósofo, salvo en la incorpórea no existencia donde no hay ni placer ni sufrimiento.
Por otro lado, David Benatar pretende poner la guinda a su teoría con la falta de «propósito cósmico» de los seres humanos. Todo esto, siempre y cuando obviemos que el ochenta y cinco por ciento de la población mundial se identifica con alguna fe religiosa; es decir, la teoría del sudafricano precisa ignorar a los miles de millones de personas que conectan con algún tipo de «propósito cósmico». Y no es que Benatar no aborde las creencias religiosas, solo las desestima a la ligera para apuntalar su tesis.
Cuando toca cuestiones de fe, en el contexto de la inclinación humana a servirse de un «propósito cósmico» o trascendencia en el estadio divino, perenne preocupación de pensadores como Søren Kierkegaard y Miguel de Unamuno, Benatar se arroga la capacidad de interpretar cómo miles de millones de personas viven, entienden y practican su culto. Lo anterior presenta, además, una atemporalidad existencial ex y post facto que para cualquier otro filósofo supondría una compleja y profunda ecuación intelectual a despejar, pero que Benatar esquiva de un plumazo.
Para él, cualquier postulado divino impuesto por un dios carece de sentido dado que preparar a un ser para la vida después de la muerte es un absurdo: no hace falta una vida después de la muerte si Dios se abstiene de crear vida en primer lugar.
«Aunque necesitemos al menos cierto sentido terrestre, no es sorprendente que este no nos procure todo lo bueno que podríamos tener. El sentido que tenemos desde varias perspectivas humanas no da sentido a toda empresa humana. No justifica la existencia de la especie ni su continuidad. Si no hay una justificación para la especie y cada uno de nosotros no somos sino un engranaje en la maquinaria de una empresa inútil, entonces hay un grave déficit de sentido incluso si nuestras vidas tienen algún sentido (terrestre). El sentido terrestre es bueno, pero la ausencia de sentido cósmico es mala».
Fragmento de El dilema humano. Una guía sin adornos sobre los grandes interrogantes de la vida (Alianza, 2022).
Sea como fuere, el pensamiento de David Benatar encierra otra premisa doblemente perversa: el suicidio y la no reproducción son presentados con un halo de altruismo voluntario. Estamos de nuevo ante una premisa tramposa, pues el siguiente paso lógico en la teoría propuesta es pasar al asesinato o a la castración obligatoria.
Según David Benatar, buscamos dar sentido a nuestra existencia al establecer «propósitos terrenales», fútiles de cara a justificar una existencia condenada al sufrimiento y a la muerte. En definitiva: por muchas cosas buenas que la vida pueda ofrecer, los humanos nos engañamos al pensar que valen la pena frente al sufrimiento que experimentamos al estar vivos
El antinatalismo de David Benatar contradice nuestros propios orígenes
Y esto es así porque la extinción de la especie, el ideal que el autor de El dilema humano persigue como objetivo último, no puede lograrse de manera voluntaria: los seres humanos eventualmente tendrán que cometer suicidio o, como mínimo, ser obligados a no reproducirse (o a abortar) para que dicho objetivo se materialice. Nuevamente, una cosa no quita la otra: David Benatar intenta escabullirse de la contradictoria esencia de su teoría apostillando que en realidad no recomienda el suicidio, «salvo en ciertos casos», remarcando así la no reproducción como mejor alternativa.
Ni siquiera Arthur Schopenhauer, principal precursor del antinatalismo, por mucho que intentáramos retorcer su pesimista reflexión metafísica sobre nuestra incontrolable «voluntad de vivir», admitiría semejante boutade. El origen de toda forma de vida en el único planeta que hasta hoy sabemos que la puede albergar, los primeros pobladores de nuestro mundo (y, por ende, también los primeros culpables del «esquema Ponzi procreador» de David Benatar) fueron protocélulas capaces de reproducirse y que hicieron su aparición hace unos cuatro mil millones de años.
Dos mil millones de años más tarde, con la oxigenación del planeta, los organismos que gracias a ese elemento químico prosperaron, se impusieron sobre sus predecesores protocelulares. Ahí se da, por primera vez, el fin de una forma de vida desplazada por otra. No fue hasta pasados cerca de tres mil millones de años cuando las primeras colonias de células dieron lugar al tipo de actividad sexual (mitosis y meiosis) precursora del reino animal.
Si nos adelantamos en la línea temporal de este recorrido evolutivo unos cuantos millones de años y nos saltamos la aparición de los primeros vertebrados, de los anfibios, de los mamíferos, etc., así como las diversas catástrofes naturales causadas por eventos ajenos a las formas de vida que han existido y dejado de existir en la Tierra, el Homo sapiens, la intrascendente especie que Benatar desea aniquilar, hace su aparición hace unos trescientos mil años. Un Homo sapiens que logra domesticar cabras hace doce mil años y construir lo más parecido a un vehículo con ruedas hace unos cinco mil.
Los primeros rastros de escritura a la fecha descubiertos se remontan a la Mesopotamia de hace cuatro mil seiscientos años. Ahí comenzamos los humanos a dejar registro de la historia, de la nuestra y la de todas las especies que habitan el planeta (si no consideramos como incipiente vestigio de ese registro las pinturas rupestres de hace cuarenta y cinco mil quinientos años).
Así pues, todo lo que sabemos, todo lo que sabemos que no sabemos, todo empieza ahí, en nuestra memoria existencial escrita como los primeros tomos de una enciclopedia universal. Y con esos primeros tomos que patentan nuestra presencia terrenal comienza también nuestra capacidad para acumular conocimiento y desentrañar los misterios de lo que ocurría antes de escribirlos; cuando aquellas protocélulas brotaban espontáneamente como esporas.
Al igual que pasarían más de mil años antes de que los primeros paleontólogos incorporaran a esa enciclopedia el hecho de que el enorme molar que azoró a San Agustín en la costa de Útica (hoy Túnez) perteneció a un extinto mamut, que no a uno de los gigantes antediluvianos citados en la Biblia. Todo de la mano de una especie compleja, producto de miles de años de evolución: la humana.
Pero David Benatar, escudándose tras una maniquea interpretación de la selección natural de Charles Darwin, desestima todo lo anterior como un proceso evolutivo despiadado, sin diseño y sin finalidad. Todo un accidental despropósito, desde el big bang; el principio del universo hace unos catorce mil millones de años.
Para quien aprecie nuestro milenario viaje existencial, producto de una azarosa, esa sí cósmica aleación de polvo de estrellas que nos ha llevado a lo que hoy somos, ver cómo algunos defienden que lo mejor que le puede ocurrir a la Madre Tierra es la extinción de los humanos es francamente desolador.
Porque quien renuncia al conocimiento, quien opta concienzudamente por despreciarlo todo, quien en el siglo XXI presta atención a veleidades perniciosas propias de profetas de la Edad Media y de la superchería, nada aportan al fin del sufrimiento del conjunto de especies que habitan el planeta Tierra.
No sobran las obras y avances de Da Vinci, Cervantes, Curie o Einstein, sobran las supinas propuestas como las de David Benatar y sus acólitos. Como sentenció el filósofo cristiano que se tropezó con aquella muela gigantesca en el norte de África, «para crear se necesitan siglos y gigantes; para destruir, un enano y un segundo».
La miopía (o un calculado y provocador fraude intelectual) impide a David Benatar reconocer que, hoy en día, la única especie con posibilidades de mejorar la vida en nuestro planeta, y para beneficio del mayor número de las otras que lo ocupan, e incluso buscar un nuevo hogar fuera de él (toda forma de vida en la Tierra se extinguirá de manera ineludible dentro de cinco mil millones de años con la muerte del sol), es la humana.
Diezmar a la población, abogar por la extinción de la especie humana, solo tiene sentido para privilegiados poco sintientes que viven a expensas de quienes hacen posible su cómoda existencia. No son los que diariamente enfrentan el duro reto de sobrevivir o mejorar la vida de los demás.
Son los acomodados quienes prescriben fórmulas literalmente suicidas desde un atril, y quienes frívolamente las exaltan como soluciones a los desafíos que enfrentamos; desde retos demográficos, proteger el entorno con el que generaciones de humanos brevemente compartimos tiempo y espacio, hasta reducir todo lo posible el sufrimiento, a menudo perpetrado de manera cruelmente intencionada, de nuestros pares.
Nada nuevo bajo el sol. Teorías como la de Benatar siempre han surgido y siempre surgirán. Y siempre encontrarán un público que las abrace. Pero no dejan de ser ocurrencias arriesgadas, como advirtió Richard Dawkins, posiblemente el biólogo evolutivo más destacado de su generación, que son idénticas a espantosas enseñanzas como que la incapacidad del ser humano para ser feliz reclama una «salvación» divina.
Como ha ocurrido a lo largo de la historia, esta y otras pretenciosas teorías que buscan infravalorar la mera supervivencia de nuestra especie, y a veces cuestionar la de grupos selectos de ella, pueden servir de caldo de cultivo para alentar los fines más espurios, con peligrosas consecuencias.
Sobre el autor
Luis Martín (Sta. Cruz de Tenerife, España, 1973) es periodista, politólogo y consultor de comunicación. Su trayectoria profesional se ha desarrollado principalmente en México, Estados Unidos y Europa. Durante los últimos seis años ha estado al frente de las áreas de comunicación, campañas y captación de fondos para la organización europea DiEM25. Es fundador de Canarias Archipiélago Sostenible, una ONG que promueve iniciativas y políticas de sostenibilidad en el archipiélago canario. Una selección de sus artículos y entrevistas puede verse en luismartin.press.
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